domingo, 25 de julio de 2010

Historial 3: Magia. Movimiento pendular.

Ansiada cita


En su celular encontró un mensaje de Julia. Le preguntaba si estaba bien, ya le habían comentado que habían tenido otra noche insólita, y lo invitaba a almorzar. Necesitaba relajarse y Julia le parecía la persona perfecta, tan amable y simpática; todo lo contrario a la que no podía sacarse de la cabeza y le ponía los nervios de punta. Si pudiera sacarla de la clínica con alguna excusa... se le ocurrió mientras miraba el techo en su oficina. Llamó a Julia y quedaron en un restaurant, cerca de donde ella estaba trabajando.

Al rato, vio algo que le extrañó. Porque Lina había insistido en que no tenía familia ni amigos, pero estaba sentada en un rincón del salón charlando con animación con un hombre que le resultó vagamente familiar. De inmediato pasó a la recepción, y le preguntó a Valeria de quién se trataba. Al oír su nombre, lo recordó enseguida.

–¿En serio te gusta este lugar? –le estaba preguntando Iván, mirando con suspicacia a los demás internos–. ¿Y qué hacen acá? ¿Electroshocks, o algo parecido?

Lina sonrió y movió la cabeza:

–No... Aquí nadie se extraña de mi vida, es tranquilo y por un tiempo... Yo sé que no puedo esconderme por siempre y tampoco lo deseo, es sólo un descanso. Ese que está allá es Fernando, mi terapeuta –señaló a Tasse que iba paseando con aire ausente por la terraza–. Quiere convencerme de que mis fantasías son deseos reprimidos de la infancia.

–¿Qué le has dicho? –exclamó Iván, alarmado.

–Todo. Seguramente no me cree. Pero es muy agradable poder hablar con alguien.

–Conmigo podías hacerlo... –la reprendió Iván, con amable reproche.

–No todo –replicó ella, desviando los ojos–. Pero dime, debe ser algo muy urgente para que vengas hasta aquí, luego de que quedamos en no vernos.

Iván, que estaba tratando de retardar su historia hasta saber cuánto podía imaginar ella de antemano, le contó que alguien la estaba buscando. Mientras lo escuchaba, Lina se reclinó en el respaldo y se cubrió la boca con una mano que temblaba ligeramente por las noticias.

Esperaba algo así en cuanto le avisaron que tenía visita, sabiendo que Iván no iría por gusto. Pero se sintió aliviada; Vignac no había ido a la clínica porque supiera que estaba allí, o no habría tenido que ir al centro nocturno. Se trataba de una absurda casualidad. Sólo tenía que asegurarse de cuánto sabía el doctor Massei respecto a Vignac, y su vida anterior.

–Qué buenos están estos agnolottis –comentó alegremente Lucas.

Mantenían una conversación ligera, evitando concientemente mencionar la clínica y los sucesos extraños de la noche. Julia asintió, sonrojándose por nada, y tomó un sorbo de agua, mirando por el rabillo del ojo el resto del salón. Todas las mesas estaban ocupadas, y los mozos iban y venían acalorados por el reducido espacio que quedaba entre las sillas. Tampoco era un lugar muy íntimo, pensó ella, tratando de no acordarse de la intimidad para no ponerse en evidencia.

–¿De qué te sonríes? –preguntó él extrañado, después de una pausa de varios minutos, en los cuales la joven había tratado de calmar los latidos de su corazón y recomponer su rostro–. ¿Estás bien? Pareces nerviosa. ¿No te habrás asustado por lo que te dijeron...

–No, para nada –replicó Julia, con cara de inocente, y algo que la estaba envenenando le hizo sacar el tema, aunque cualquiera fuera la réplica sólo podía causarle daño a ella misma–. Así que también esta vez estuvo Carolina presente cuando se dio lo de Juan...

–Sí, todavía no sabemos cómo o por qué se descompensó Juan, tan bien parecía, y Lina... –Lucas titubeó antes de terminar, lo que puso a Julia a pensar– estaba conmigo en ese momento.

La pasta ya no le resultó tan sabrosa al doctor y aunque trató de mantener la charla, sus ojos distantes y lo voluble de sus palabras de allí en adelante, hicieron que Julia maldijera a Carolina Chabaneix por estropearle su cita, y hasta agradeció que justo se encontraran con la doctora Llorente que venía entrando y compartió con ellos el café, porque así Lucas no se daría cuenta de su irritación.



Apenas se había alejado el taxi con Iván dentro, Vignac se apresuró a subir a su piso y chequeando que nadie lo viera en el pasillo, usó una ganzúa para abrir la puerta y entrar en su apartamento. Revisó cada centímetro de la sala y luego siguió con el cuarto, aunque en el escritorio ya había encontrado los papeles que buscaba.

El pelirrojo se creía que era muy listo porque no lo vio siguiéndolo, incluso cambió de taxi en un centro comercial, para despistarlos si por casualidad lo tenían vigilado, pero no se le ocurrió que el anciano canoso con barba amarillenta y traje gastado que iba en un fusca blanco trabajara para Vignac. Este recién salía del apartamento, dejando todo bien arreglado, cuando sonó su celular. Al escuchar dónde se encontraba el pelirrojo, casi se le cayó el aparato de la mano, y soltó un insulto que hizo saltar a la desprevenida vecina que venía entrando al ascensor con un caniche. ¡Cómo podía ser que hubiera estado en esa clínica y no se hubiera percatado de la presencia de ese engendro, si él había observado cada rostro con atención! Tal vez, recordó con asombro, el cuarto vacío donde había visto unos dibujos a lápiz que le habían llamado la atención... Y en segundo lugar, el doctor Massei se había portado muy mal con él, ocultándole tal información luego de que hasta lo introdujera en el secreto de su búsqueda.

El ascensor se había detenido en el vestíbulo y la anciana lo miraba con curiosidad desde la puerta abierta. Vignac se recordó a sí mismo y salió apurado. Sacó el celular y marcó el número de la recepción de la clínica Santa Rita.



A Iván ni siquiera se le cruzó por la mente revisar la carpeta con los papeles de Rina, que la vinculaban a Carolina Chabaneix, porque su visitante había dejado todo en perfecto orden, y no solía abrir la caja donde se hallaban. Reconfortada por la visita del mundo exterior, Lina creía que sólo tenía que preocuparse por el doctor Massei, y que quizás ni volvería a cruzarse con su enemigo.

Eran como las seis y media de la tarde cuando Jano, el cuidador, salió al patio de atrás a buscar una herramienta que había dejado olvidada, y se encontró con la nueva recepcionista husmeando por los rincones. Al menos eso le pareció, gracias a una desconfianza cultivada por años, y le preguntó qué hacía todavía ahí, si no había pasado su hora de salida. Deirdre se volvió, sorprendida. Enseguida la expresión se disolvió en una sonrisa y trató de salir del paso. Sus artimañas hubieran funcionado con cualquier otro empleado o con el doctor Avakian, pero la seducción femenina no hacía mella en el endurecido Jano.

Vignac había oscurecido su habitación y sólo una veladora iluminaba los documentos extendidos sobre la colcha roja. Estaba contemplando los papeles y las fotos, arrodillado frente a la cama, asombrado de cuánto había progresado de pronto, y a su espalda Deirdre lo estudiaba preocupada, sentada en un sillón con los dedos entrelazados sobre el regazo y los pies inquietos golpeteando la gruesa alfombra marrón.

Conocía su escondite, sus alias, su dirección, su dinero, y sus amistades; la última sobreviviente de los Tarant no podía escaparse de su venganza. Ya sabía cómo entrar gracias a Deirdre, de Valeria esperaba obtener las llaves de la clínica, y ya tenía contratado a los valientes que lo acompañarían.

–¿No le harás daño a los empleados, no? –musitó la pelirroja, de cuya presencia ya se había olvidado.

–¡Claro que no! –exclamó Vignac, paseándose por el cuarto con pasos elásticos. Luego le acarició la cabeza–. Ahora vete a tu casa y mañana ve a trabajar como si nada, para que no sospechen de ti. Yo debo encontrarme con Valeria –al ver sus ojos brillantes, agregó– por última vez.



–Qué bueno ser joven y soltero –exclamó Aníbal fingiendo un tono nostálgico y palmeándole el hombro. Lucas se volvió a mirarlo intrigado–. Porque las enfermeras siempre te tratan bien, con cafecitos y todo...

–¿Lo dices por esto? –replicó Massei levantando la taza humeante que llevaba en la mano–. Me lo preparé yo mismo, la verdad. Es un té de hierbas que me dio Julia para el estómago, porque la tensión me está matando.

–¿Ves? –confirmó el doctor Avakian.

Cuando lo vio desaparecer por la puerta, Lucas se tomó el último sorbo de un trago, se quitó la bata y tomó un manojo de llaves. El día anterior había tenido la precaución de cerrar el laboratorio del sótano, y quería verificar si el culpable había vuelto a la escena del crimen, tratando de forzar la entrada. Quedó helado: la puerta estaba entornada, y al empujarla notó que todas las paredes de azulejos blancos, las mesas y hasta el techo, estaban completamente cubiertas de círculos, pentáculos, estrellas de seis puntas, triángulos y símbolos extraños pintados en rojo.

En el lóbrego corredor del sótano, le pareció ver un movimiento y se apresuró a salir. De pronto se encontró frente a frente con Jano, quien había escuchado un crujido sobre el murmullo de la caldera. Lucas se quedó mudo, al darse cuenta de que Jano tenía un juego de llaves que le permitían entrar a todas partes sin quebrar candados. Por su parte, el sereno vislumbró por encima de su hombro los macabros emblemas de sangre y abrió la boca, murmurando:

–Santísima...

Lucas se apresuró a cerrar la puerta, cortándole la visión, mientras Jano se persignaba. Parecía sorprendido realmente, ¿sería el culpable, en definitiva?

Se le ocurrió preguntarle:

–Jano, ¿tú limpiaste el dibujo del cuarto de trastos?

El cuidador titubeó. ¿El doctor andaba en estas cosas? ¿Alguna clase de ritual satánico?

–Sí... –el viejo lo miró de reojo y arrastró la sílaba, pero después de todo se trataba de su jefe, y aunque fuera un buen cristiano dependía de vivir en este lugar, así que explicó–, la doctora Llorente y yo lo vimos ayer y pensamos que se trataba de alguna broma o travesura de los pacientes. Yo mismo lo limpié con un trapo de piso.

–Está bien... –Lucas suspiró y le puso una mano en el hombro como para tranquilizarlo, y guiarlo hacia el final del pasillo.

Jano venía pensando en comentarle que había visto a la empleada nueva en una actitud sospechosa, pero la visible turbación del doctor al ser descubierto entre esos dibujos malignos lo pusieron a dudar de que fuera una buena persona.

De repente, Lucas se dobló sobre sí mismo presa de un cólico severo.

–¿Está bien? –Jano lo ayudó a pararse y al enderezarlo, notó que su rostro estaba gris y desencajado–. ¿Tiene dolores?

El doctor sacudió la cabeza. Se sintió mejor por unos instantes, pero al volver a la planta principal volvió a sentir un ardor, un fuego que le quemaba el estómago y subía hasta su garganta. Se pasó el dorso de la mano por la cara para enjugarse las perlas de sudor que se le habían enfríado sobre la piel. Al notar la visión borrosa se asustó, y colgándose de la manija logró entrar a uno de los consultorios, antes de caer desmayado sobre un sillón.

Gratitud


Lina se había asombrado al escuchar de labios de Teresa si le molestaría visitar a uno de los enfermos, que había pedido verla. Sin embargo, asintió levemente y la siguió.

Ulises estaba sentado con las piernas cruzadas, recostado contra los almohadones de su cama, escuchando música con auriculares. Alzó la cabeza y le sonrió al verla entrar. Teresa se quedó en la puerta y aunque el joven le hizo una seña con la mano, invitándola a sentarse, Lina permaneció de pie, seria y callada.

–Hola... –Ulises sonrió, lucía más joven, sus ojos reflejaban su claridad mental–. Quería darte las gracias –le habían dicho una vez suspendida la medicación que le provocaba sus pesadillas, que si se mantenía estable, podría volver con su familia muy pronto–. Me siento mejor que nunca en... Creo que en toda mi vida.

–¿Por qué me das las gracias a mí? –replicó Lina, encogiéndose de hombros.

–Fuiste tú la que me ayudó a superar ese sueño, la que derrotó a ese ser maligno que me perseguía.

–Mmm... si quieres salir, no deberías decir eso –se burló la mujer, y le quitó toda importancia a lo que él creyera que había hecho por ayudarlo–. En realidad, no sé de lo que hablas.

Ulises no se desalentó por su indiferencia, y le prometió que contara con él.

–Parece otra persona –comentó Teresa cuando volvían a su sector, admirada de su buen humor y aspecto saludable.

Eduardo y los demás no se habían recuperado todavía de la mala noche, y el pobre de Juan seguía en un sueño pesado por la cantidad de drogas que Avakian le había administrado.

Esto fue en la tarde, y en la mesa de la cena ya se corría el rumor de que algo le había sucedido al doctor Massei. Fernando Tasse lo había encontrado derrumbado sobre su escritorio y dos enfermeros lo tuvieron que cargar a una camilla. Avakian hizo rodar entre sus manos la sospechosa taza que encontró en el despacho de su joven amigo, y preso de la rabia no dudó en levantar el teléfono. Julia escuchó por cinco minutos una cadena de insultos y acusaciones que le cortaron el aliento, mientras iba cambiando de color alternativamente, tanto que su madre estuvo a punto de sacarle el tubo de sus temblorosas manos y ponerse a defenderla ella misma.

–N... no puede ser –logró musitar al final, y Aníbal se calmó o se compadeció de su pena.

Sollozando como para ahogarse, Julia pudo encontrar su bolso y salir corriendo para la clínica. A la vez, Lucas estaba recuperando la conciencia, con un leve dolor de cabeza y preguntándose por qué Teresa, la Dra. Silvia, Fernando y el doctor lo estaban observando con tanta intensidad. Recordó lo que había abajo y por un instante temió que lo hubieran encontrado y que la noticia saliera en todos lados.

–Estoy bien –dijo–. Mañana mismo me haré todos los análisis que quieran.

–Todos los días algo nuevo –refunfuñó Aníbal–. No ganamos para preocupación...

–Es que el jueves es el solsticio –intervino Spitta, que recién llegaba junto con Julia.

Silvia, que le estaba revisando la vía que ella misma había colocado en su brazo, respingó y Lucas también se volvió sobresaltado. La nutricionista tenía una expresión espantada que se alivió al segundo de verlo conversando. Estuvo a punto de tirarse sobre él y abrazarlo, de no ser por el doctor Avakian que la intimidó de nuevo:

–¡Y acá llegó la niña que trató de envenenarte! –exclamó con un tono de reproche indignado que hizo vaciar la habitación como por arte de magia.

Julia miró alrededor con ojos de venado atrapado y notó que todos habían desaparecido. Lucas sonrió y le dio ánimos, interponiéndose entre ella y la terrible presencia de Avakian. Entre tanto, ella estaba examinando la taza con el ceño fruncido y terminó lanzando un gemido de sorpresa: –¡Qué! ¡Esto no es el té que yo te di!

Enseguida había sacado la caja de la hierba que había recordado traer, en caso de que fuera una intoxicación, y los tres la estaban oliendo.

–Es verdad, pero... –Lucas observó las hojas secas en su mano. Se parecían, pero las flores no eran las mismas con las que preparó la infusión.

Una terrible duda comenzó a anidar en su cerebro. Los otros podían creer que había sido un error, una confusión, porque no sabían que algún enemigo rondaba entre ellos.

–No comenten esto con nadie –no debía alertar a quien intentara hacerle daño que estaba sobre aviso.

También se aseguró de que nadie se había acercado al sótano, revisó cada entrada y reja de seguridad. Ella no podía ser, sin empezar a creer en su habilidad de vaporizarse entre los muros o entrar aleteando por la ventana, pero se mantuvo alejado en los próximos días.

A pesar de toda su precaución, Lucas no percibía un par de ojos que lo tenían bajo tenaz vigilancia cada minuto, en su consultorio y en su apartamento, en la casa de sus tías y hasta en sueños. Un obstinado dolor de cabeza le había enloquecido la noche del miércoles, se despertó confuso y siguió de mal humor todo el día. Fue a la oficina de su primo y pasó por el banco a retirar un dinero. Luego debía hacer unos trámites y volver a Santa Rita. Deirdre lo vio pasar con el alma en vilo, siempre esperando que llegara el momento elegido por Vignac.

Lina iba hacia su cuarto cuando escuchó la voz de la psiquiatra, y se volvió a esperarla. La doctora Silvia Llorente se le acercó como si nada, de pronto sacó una jeringa del bolsillo y se la clavó en el hombro. Estupefacta, Lina intentó escabullirse, pero las luces se le apagaron al tiempo que el doctor Massei la tomaba en brazos antes de que cayera al suelo.

–¿Qué le pasó? –exclamó, sin emoción.

Silvia sacudió la cabeza sin decir palabra. Lucas se apresuró a meterla en el consultorio que le señaló su colega. Otra persona había visto el trámite: Ana, quien también estaba por subir la escalera a su cuarto cuando vio el rápido pinchazo y se ocultó tras una planta para escuchar. No sabía qué pensar. Al fin, se decidió a contarle lo ocurrido a la enfermera de la noche, que era tan complaciente.

Débora no creyó la mitad de la historia, pero como Lina no estaba en su cama quiso preguntarle a la doctora. Entró en el consultorio que Ana había mencionado. No había nadie. Probó en todos: Massei y Llorente no estaban por ningún lado.



De golpe abrió los ojos en un lugar desconocido. Lo sabía antes de ver, por el tufo penetrante de la sangre seca y distintos químicos, y el ronquido intermitente de un motor. Le habían quitado su ropa y sólo tenía puesta una camisola ligera de algodón blanco, que le llegaba apenas a los muslos. Atónita, descubrió que tenía las muñecas y tobillos sujetados por correas de grueso cuero a una camilla inclinada sobre la pared.

–¿Te gusta? La encontré abandonada en un depósito –la mujer estaba sobre un cuerpo extendido a lo largo de una mesada de cerámica, y apenas se volteó un segundo para darle una ojeada a sus ataduras.

Era tan extraña a su expresión habitual que tardó en reconocerla:

–Doctora... ¿qué hace? –Lina fijó la vista en el cuerpo, respiraba–. ¿Massei?

Seguramente estaba drogado, o no hubiera estado tan tranquilo desnudo en medio de ese mar de cirios y hierbas olorosas. La luz titilante de las velas iluminaban lo suficiente para distinguir los símbolos que le daban un aspecto tétrico a la habitación.

–¿Qué ritual es este? –preguntó Lina con cierta repulsión en la voz que exasperó a Silvia.

La doctora comenzó por sacarse la bata y la dejó en el suelo. Se descalzó y se sacó las medias por debajo de la pollera. De encima de la mesada tomó una redoma.

–Agua destilada –explicó, llenando una palangana.

Mojó en el cuenco una esponja vegetal, se lavó el rostro, y luego se dedicó a limpiar con parsimonia el cuerpo del doctor, del pecho hasta la punta de sus miembros. Lucas se estremeció al contacto del agua fría con su piel afiebrada y sacudió varias veces la cabeza, de forma que Lina pudo ver sus ojos extraviados. Silvia terminó con la purificación golpeando unas ramas de sauce a su alrededor e invocando a los puntos cardinales. Hasta allí llegaba su conocimiento de lenguas antiguas, pero la joven supuso que su letanía era un tipo de rezo para entrar en trance y obnubilar a la víctima. Sin dejar de canturrear, la psiquiatra extrajo un afilado puñal en forma de cruz y lo pasó por la llama de una vela.



El perfume dulzón del incienso le transmitía una sensación pesada y sensual. Bajo efectos de la droga sus sentidos se confundían y había perdido toda voluntad para moverse, pero sintió el cosquilleo en su piel, el aroma femenino y el peso de la mujer subida a horcajadas sobre sus piernas. Unos dedos acariciaron círculos sobre su pecho y su cuerpo respondió al movimiento rítmico dictado por aquellas manos suaves, tibias, deslizándose con el aceite que derramaba en su estómago. Trató de fijar la vista en ella. La doctora arqueó la espalda y echó la cabeza hacia atrás, elevando su cántico en una oleada de placer místico. Elevó sus brazos al techo oscuro, las sombras bailotearon en los ojos de Lucas, y admirado buscó su rostro; la mujer se abrió la blusa de un tirón, meciéndose en un baile extático, él contempló sus senos puntiagudos casi tocando su estómago al inclinarse para frotarle un aceite pestilente y oscuro sobre su piel. Tuvo una fugaz visión de su cara, borrosa, le pareció Julia. Sintió un murmullo entre sueños.

–No me quejo del show –comentó Lina, sin dejar traslucir su asombro al notar los signos azulados que aparecían en el pecho de Lucas al calor de la fricción con el líquido marrón–, ¿pero tengo que verte disfrutarlo?

Silvia la ignoró, mientras se metía en la boca el pene grueso de su víctima y Lina se calló, sin poder quitarle la vista de encima. El cuerpo masculino se tensó y tembló de placer, un hilo de saliva escapó de la boca de Silvia cuando se incorporó de golpe para seguir con su oración, sosteniendo con reverencia el órgano entre sus manos. El rostro de Julia se había diluido en el de otra mujer, pálida, de ojos fríos y cruda belleza, y el doctor no pudo evitar un escalofrío a pesar del calor voluptuoso que descendía hasta su pelvis, porque el cabello oscuro de Lina cambiaba de color. ¿Quién era esa rubia que le estaba hablando en una lengua exótica? Pero no podía luchar ni pensar ni resistirse, apretó los ojos y creyó contemplarse desde arriba. Su cuerpo era como una vasija sin alma y respondía sólo a las caricias húmedas de la carne femenina, que como una serpiente lo estaba enroscando en las tinieblas rojas del goce sensual.

Lina apretó los puños y tiró de las correas duras que le estaban escociendo la piel. Alzó la vista al sentir una sombra que caía sobre ella: la mujer se había parado con una expresión triunfal sobre el cuerpo agotado de Lucas, que había caído de nuevo en un estado semiconciente, y en sus manos sostenía un tazón. Lo acercó a su rostro con gran concentración, y entreabrió sus labios, dejando escapar el semen como un esputo sobre el agua oleaginosa. Massei la estaba mirando a través de sus pestañas con una calma fantástica. La reconoció, y aun más confundido, se preguntó qué pretendía. No podía moverse pero se encogió ante el resplandor del cuchillo. Por primera vez se dio cuenta de la presencia de la otra mujer, intentó hablar, comenzaba a sentir un poco de vergüenza, pudo mover los dedos. El efecto de la droga estaba pasando.

Lina gritó con fuerza, tratando de que la escucharan del piso de arriba. Pero la doctora no pensaba cortarlo a él, mientras tuviera las marcas en su cuerpo seguiría siendo su marioneta privada. Se acercó con deliberación a la joven y le hizo una señal de silencio.

–Mi sacrificio, no debes hablar –y señalando las paredes, agregó–. Además, estamos en un lugar a prueba de ruidos, por eso lo elegí. Y porque estamos en el corazón de la tierra –Lina arqueó las cejas y esperó su próximo paso sin temblar, aunque en una mano sostenía el cuenco y en la otra el puñal listo. Silvia murmuró–. El fuego primordial, la madre tierra, el espíritu creador y el fluido vital, polvo, agua, semen, sangre, y fuego.

Lucas había estirado el cuello para observar lo que hacía y estaba luchando por moverse, pero apenas logró voltearse torpemente, resbaló al suelo. Llorente alzó el puñal y efectuó varios cortes rápidos sobre el cuerpo de Lina, quien no pestañeó y apretó los dientes para no emitir un quejido, mientras la loca le diseñaba a cuchillazos un símbolo en el vientre.

–Eh... ¿por qué me elegiste a mí? –preguntó entre dientes, a lo que Silvia respondió con una carcajada, al tiempo que el pentáculo de sangre empapaba la fina tela blanca rasgada.

–Porque eres una mujer fuerte y necesitaba a alguien que no haya tenido contacto con hombres en los últimos cinco días. ¿Qué mejor que una paciente aislada de una clínica psiquiátrica?

–Ah, era sólo por eso –replicó Lina. Comprobando que no se trataba de un seguidor de Vignac, ya no le interesaban sus locuras–. Entonces para esto o te mato.

Sonriendo por su desplante, Silvia se arrodilló en el suelo, junto al hombre caído de bruces, y le dio un beso en la mejilla. Lina vio que golpeaba dos pedazos de piedra y saltaron chispas.

–¿Azufre? –su fino olfato reconoció el aroma en la mezcla de hierbas y ácidos que permeaban el ambiente.

El último paso consistía en meter el cuchillo embadurnado de sangre con las demás sustancias y completar el ritual de fuego. Era la hora exacta. La hoja ya se acercaba al líquido cuando sintió un chasquido y alzó la cabeza, sorprendida: Lina había arrancado de un tirón las correas de las manos y estaba desatando las del pie. En el susto, asombrada de su fuerza, se olvidó de su ritual, más preocupada por defenderse. Antes de que pudiera tomar el báculo para protegerse, Lina le había saltado encima y el cuchillo salió lanzado en el choque.

La joven, con los ojos inyectados en sangre la levantó del cuello y la doctora pataleó en el aire, pasmada. De pronto tomó uno de los frascos junto a la mesada y se lo partió en el rostro, tomándola desprevenida. Lina retrocedió con un par de astillas de cristal clavadas en la mejilla y en el cuello. Lucas contempló, furioso por su propia impotencia, que ella misma se los arrancó y salió un chorro de sangre que los salpicó a él y a la psiquiatra.

Lina pareció tambalearse un segundo, se recuperó y miró a Silvia con ojos asesinos. Con un además tranquilo, chupó la gota de sangre que había caído en su mano y se pasó la lengua por los labios.

–¿Desperdiciando la sangre del sacrificio? –se burló.

Intimidada pero decidida, Silvia chasqueó la punta de su báculo contra el suelo y una llama brotó del borde. Massei vio el cuchillo junto a su mano y trató de estirar los dedos, que era lo único que podía mover. Lina había esquivado el swing del bastón y se agachó junto a él, arrebatándole la hoja cuando estaba a punto de alcanzarla.

–Yo puedo sola, gracias –susurró.

La doctora quedó petrificada al notar que al girar le había hecho un corte en el antebrazo y ahora Lina estaba introduciendo el cuchillo en el cuenco.

–¿Qué pasará si es el fluido de una mujer que sí tuvo contacto carnal? –se burló.

Enloquecida, Silvia se arrojó sobre ella, pero Lina le vació el asqueroso contenido en el rostro y se apartó de su camino. Por unos minutos interminables, la doctora contempló su fracaso, sus manos sucias alzadas al cielo. Lina había levantado a Massei y le alcanzó la bata blanca para que se cubriera. De pronto, la doctora se volvió, una expresión insana en sus ojos. Un frasco vacío rodó de sus manos al suelo. Se había tomado su contenido y tenía una vela en la mano. Sin dudarlo, la acercó y se prendió fuego el cabello que le caía sobre el pecho e inclinó la llama hacia su blusa abierta, manchada de aceite. Agarró fuego y en un segundo, estaba envuelta en una llamarada ardiente.


Desenlace


–Anko, Io, Temos, Ketos, gran viento y oscuridad, yo soy su emisario, oh dioses respóndanme a lo que solicito ahora... –la delirante Silvia repitió sus súplicas siete veces, ante la impaciencia de Lina, cuyos ojos reflejaban las llamas naranja que poco a poco devoraban la piel y ropa de la doctora.

Tenía que haberse drogado para soportar el dolor, pensó Lucas, atónito, sintiendo el olor a pelo chamuscado y la piel que ardía untada en una grasa transparente. Se había apoyado en el hombro de Lina, y esta hizo ademán de ir hacia la puerta, pero una corriente de aire los detuvo. Estaban en un espacio cerrado. Azorados, observaron el humo negro, un pájaro espectral que había respondido las plegarias de Llorente. Un par de alas le azotaron el rostro y la joven se escudó con un brazo.

La doctora no pensaba dejarlo escapar. Lucas retrocedió, espantado del calor que emitía y el combustible que burbujeaba sobre su rostro y pecho. Quería abrazarlo, le pertenecía, tenía su marca. Por el rabillo del ojo vio que Lina se rascaba el brazo herido y de un salto esquivó al pájaro fantasma, subiendo a la mesada. El espectro se estrelló contra el azulejo en una nube de polvo, Lina estiró una mano y levantó al doctor del cuello, quitándolo del camino del fuego. Silvia reanudó su letanía y una espiral de humo de incienso, cabello, resina y azufre, rodó por el cuarto sacudiéndolos. Lina tomó impulso y saltó en medio del torbellino, atrapando con una mano la punta del báculo, giró, y envió a la mujer que lo estaba sosteniendo por el otro extremo, volando contra la pared.

Lucas caminó, aliviado al sentir de nuevo sus piernas, y chequeó que estuviera inconsciente. El pelo le había quedado ralo y retorcido, las manos ampolladas, el rostro chamuscado y sucio por el menjunje, y un hilo de sangre le salía por la comisura de la boca.



–La muchacha tuvo suerte, doctor –comentó un agente de policía, pasándole un libro con ilustraciones a color que encontró en el escritorio de Llorente, las cuales mostraban unas pobres víctimas marcadas e incendiadas en una pira de madera.

Al final, los encontró Jano porque estaba revisando el subsuelo a pedido de Débora, quien se había preocupado al no encontrarlos por ningún lado. Lucas agradeció que ningún otro empleado, sólo Aníbal y la policía, vieran el escenario que había montado la psiquiatra en su propia clínica. La mujer seguía internada en coma inducido, y la policía les había dejado entrar a su apartamento como parte de la investigación.

Lo acompañaba la contadora Dexler. Gracias a ella, también se había salvado de los efectos del embrujo de Silvia, porque alertada por su abogado, que se había extrañado de su conducta, logró evitar un traspaso de su cuenta a un banco extranjero y anuló un poder firmado el día anterior a favor de un testaferro de Llorente.

–Miren esto –llamó el segundo oficial, desde un pequeño cuarto anexo a la cocina.

Tenía un laboratorio lleno de frascos con hierbas, semillas y polvos extraños.

–Arsénico, cobre, amapola, belladona, ¿piel de sapo? –el agente estudió las etiquetas.

–Son cosas utilizadas en brujería y alquimia –dijo Lucas, y al notar sus expresiones de duda, agregó–. Estuve leyendo en internet.

–Creo que se trataba de una simple estafadora –masculló Liliana, indignada.

Había drogado a Lucas, dejando que la sospecha recayera en Julia. En cuanto a la locura de pintar muros con sangre, que por cierto pertenecía a su paciente Rodrigo Prassio, de allí su cuerpo desangrado, y todo lo demás, para la contadora era una forma de encubrirse y asustarlos.

–No... creo que hay algo detrás de todo esto –le dijo Lucas cuando volvían en su auto– pero hasta que despierte nunca lo sabremos.

Ahora que había pasado, todos podían recordar detalles que la ubicaban cerca de donde sucedían cosas extrañas. El intento por desbalancear el orden de la clínica, que había terminado en la violencia de Miura, provocando pesadillas en Ulises y desatando el caos por las noches, aunque no creía que su intención fuera matar a nadie, obviamente quería hundir su reputación. Tal vez a Santa Rita o alguno de ellos, de eso no tenía idea aún.


Castillo


Se estaba acercando a su 4x4 con las llaves prontas para abrir la puerta, cuando se extrañó de una figura que parecía estar observando entre sombras, apoyada en el capot de un sedán gris. El hombre de gabardina oscura se adelantó un paso y el doctor Massei lo pudo reconocer, aunque le sorprendió su actitud a esa hora de la noche:

–¡Hola, Sr. Vignac! ¿Qué hace por aquí? ¿Se enteró de que atrapamos a la persona que estaba haciendo esos rituales en el sótano? –exclamó, y le extendió la mano con cortesía pero la dejó caer al notar su gesto adusto.

Sin preámbulos, Vignac encendió un cigarrillo y comenzó: –Doctor Massei... ¿Quiere reconsiderar si conoce o no a esta persona –al guardar el encendedor había extraído de su chaquetón un retrato–, o debo tratarlo como a un enemigo?

Pasmado por su tono severo, Lucas miró la foto del pasaporte de Rina Lautrec.

En la cocina estaban preparando el almuerzo del día siguiente. La cocinera sintió el timbre de la puerta de servicio, y con las manos metidas en una fuente de harina le gritó a la auxiliar que abriera. La joven se sacó los guantes de limpieza y corrió a apretar el botón.

–El gas –anunció, al tiempo que dos hombres empujaban el portón junto al lavadero, uno tenía una carpeta y lapicera, el otro tiraba del carro con un par de garrafas. Las dos mujeres saludaron y la cocinera les indicó con la cabeza–: Un momento.

Habían llegado en una camioneta negra con el logo de la empresa, que quedó con el motor encendido y las puertas abiertas mientras ellos hacían el despacho. Amparados por el ruido y la distracción, dos hombres vestidos con pantalón de fajina, jersey azul marino, botas militares y pistolera bajo el brazo, salieron de la caja y se metieron rápidamente por la puerta del rincón. Del patio, una escalera llevaba hacia la azotea del lavadero, y allí aguardaron que se hiciera silencio.

La camioneta se alejó por el camino y luego el conductor viró entrando a un monte de pinos, giró la llave, y apagó las luces. El otro se bajó, quitó del costado el adhesivo transparente con el logo y luego descubrió la matrícula falsa colocada sobre la real.

Lucas se estaba irritando con la actitud acusadora de Vignac. ¿Qué quería, que por un cierto parecido le entregara a una paciente? No hubiera dicho lo mismo un día antes, pero ella lo había salvado de la locura de Silvia Llorente. Suspiró.

–Ud. dijo que cuando encontrara a la culpable de la muerte de su hermano la denunciaría a la policía. ¿Acaso tiene pruebas de que la tal Rina se encuentra en Santa Rita?

Vignac asintió vagamente. Sus hombres se calaron un pasamontañas y abrieron la puerta de la terraza con una llave bien aceitada. Adentro, el salón estaba a oscuras, la estación de enfermería estaba del otro lado, más lejos, la escalera libre. Los pacientes dormían. Bajo la ventana de Lina se había apostado el tercer hombre, y el conductor cerca de la puerta exterior, vigilando que nadie se acercara a la clínica.

El alto miró por el recodo del pasillo, desde la escalera, en diagonal a su habitación y vio que el enfermero de la noche había entrado a un cuarto del otro lado. Cruzó el corredor sin hacer ruido, preparando el rifle de dardos tranquilizantes al tiempo que abría la puerta. Disparó sobre el bulto en la cama pero el ruido apagado no sonó como debía.

–S... –escuchó tras su oreja, y un golpe en el cuello lo tiró al piso. Lina meneó la cabeza, pensaban atraparla tan fácilmente, como si no tuviera instinto–. ¿Quién los...

Se volvió, sorprendida, y frunció el ceño. El segundo hombre le estaba apuntando con una pistola en medio de la frente, había entrado tras su compañero y le cerraba el camino a la puerta. El de abajo se había preparado para el plan B, escalando la pared con unas grampas. A Lina se le erizó la piel: entre dos fuegos, tenía la necesidad de atacar sin pensar en las consecuencias. Pero eso quería decir que debería huir después.

Lucas venía corriendo por el pasillo casi sin aire: de pronto se le había ocurrido que Vignac no había ido para enfrentarlo a él. Cruzó la recepción, donde el guardia le dijo que estaba todo tranquilo, pasó por el salón y los pasillos, desiertos a esa hora, los enfermeros ocupados en revisar la medicación de la mañana.

En el cuarto, el hombre presintió que ella iba a hacer un movimiento y disparó sin dudar. En un segundo Lina estaba mirando el caño del silenciador, al siguiente había llegado a la ventana, la noche la llamaba. Pasó increíblemente por el pequeño espacio entre dos barras de la reja, sosteniéndose con una mano de la ventana, a tiempo para patear hacia abajo al intruso. El doctor escuchó su grito involuntario cuando abrió la puerta y miró asombrado a los dos hombres de pasamontañas. El alto se volvió hacia él y lo noqueó con el codo, derribándolo para salir al pasillo. El otro volvió a disparar sobre la silueta que se vislumbraba en la ventana, pero Lina comenzó a trepar ágilmente por los ladrillos de la pared, y cuando se acercó a la reja tratando de imitarla, notó que era imposible pasar por allí.

Lucas se levantó y salió al corredor, buscando al intruso más grande, que seguramente estaba tratando de llegar al techo. Si conocían la disposición de la clínica, sabrían que no había salida por la zona de pacientes salvo trepando por el muro.

Se detuvo a tomar aire entre las siluetas oscuras de la terraza y de pronto percibió una sombra que lo observaba desde arriba. Un hombre cargó contra él saliendo de atrás de un sillón, el rifle entre ambas manos listo para hundirle la tráquea, pero algo lo detuvo. Lina había saltado desde el techo. El intruso sólo distinguió un par de ojos brillantes por la cacería, y un gruñido al abatirse contra su pecho. Aunque pesaba el doble que ella y era puro músculo, quedó lloriqueando en el suelo, asustado por su ferocidad, apretándose el brazo que le había mordido hasta arrancarle un pedazo de piel.

–Qué inútil –comentó Lina de pie junto al doctor, estudiando el arma que le había arrebatado, mientras Lucas la contemplaba estupefacto.

El doctor le sacó el rifle de las manos y ella se acordó de limpiarse con la manga del camisón la boca sucia de sangre. Ambos se volvieron al escuchar un crujido.

El tercer hombre les estaba apuntando con dos pistolas, acercándose paso a paso. Lucas hizo una seña con la cabeza y le dijo: –Váyanse. Puedes llevarte a tu compañero, porque no quiero tener que entregarlo a la policía.

Ahora tendría que cambiar las cerraduras, explicarle a Aníbal. Vignac le había declarado la guerra y no sabía qué hacer con él.

Estaban a solas. Recién se percató de que Lina se había sentado en una reposera, abatida, con la cara entre las manos. Ella alzó los ojos al notar su mirada:

–Bueno, se acabó –dijo simplemente.

Ya no tenía santuario, y al tener que marcharse, sintió por primera vez en años igual que cuando había perdido uno a uno los miembros de su familia. Estoica, aceptó la mano de Lucas y este le abrió la puerta para que volviera a su habitación.



Luego de pasar el portón se tenía que andar otro minuto en auto por una avenida sombreada de nogales, encinas y pinos, hasta emerger de pronto a la vista del imponente caserón de tres pisos. Los tejados oscuros caían en picada sobre una larga fachada de tintes góticos, sobre todo en las buhardillas y las ventanas del último piso. Dominaba la entrada una escalinata clásica, mientras que el aspecto macizo del edificio, con estrechas ventanas y torreones, le daban un aire a castillo medieval.

La camioneta crujió en el óvalo de pedregullo al detenerse frente al jardín, que con sus caminos bordeados de blanco, coloridos canteros y césped esmeralda, le quitaban un poco de severidad a la mansión. Antonieta, que lo esperaba en la escalinata de entrada, parecía pintada de acuerdo al escenario. La dama se sorprendió al verlo acompañado, no esperaba que bajara nadie más del vehículo, pero la señorita Chabaneix, como la presentó su sobrino, no era una persona que pudiera ser menospreciada. Lina, recatada en su vestido negro y saco tejido gris, admiró el predio con consideración y la saludó con una fineza que encantó a la señora de chal marrón y melena blanca, recordándole cuando su papá vivía, un respetado miembro de la industria del país. Ella se regodeaba en esa época dorada en que era la hija rica de una familia de clase, envidiada y venerada, y el camino rápido a su corazón era mostrar que se la recordaba en cualquier situación de esa categoría.

El otro atajo lo tenía su sobrino, su hijo postizo:

–¿Puede quedarse un día o dos, hasta que siga de viaje? La llevaría a un hotel, pero pensé que podíamos demostrar un poco de hospitalidad.

–¡Es tu casa... –exclamó Antonieta, y el sonido de sus voces se perdió en otro salón más grande.

La habían dejado en la biblioteca, Lina observó los paneles de madera que cubrían las paredes, los candelabros de cobre, los pesados cortinajes color oro viejo, las butacas de cuero verde. Comparado con la esencia a nuevo, la animación y las paredes blancas de Santa Rita, parecía que la habían transportado a un museo. Lucas la llamó desde la puerta abierta y ella se preguntó qué mazmorra le tocaría. Pero su rostro no traicionó la broma, además él le presentó antes a su tía abuela, Elena. A sus 84 años, tenía un cutis que no podía envidiarle nada a Lina, y era más baja y menuda que su hija. Su voz parecía un graznido, su rostro era seco y severo, su ropa sencilla, y sin embargo, transmitía una calidez indudable. Sus ojos vivaces decían que entendía más de lo que los jóvenes suponían, aunque no era de las personas que interferiría en el camino de los demás.

Incapaz de dormir después del ataque, Lina se había puesto a armar su valija. A la mañana temprano el doctor Massei la sorprendió cuando la estaba metiendo en su ropero, en espera de una ocasión para marcharse sin que la vieran.

–Qué bueno que ya tiene todo listo –comentó él con ironía.

–Supongo que ya no me quiere en su clínica, doctor –repuso Lina con tono agrio.

Él se alzó de hombros y sacó un papel de la carpeta que llevaba, con su historia clínica y todos sus datos. Había estado encerrado dos horas con el doctor Avakian, y tras una acalorada discusión tenía el alta pronta. Ella presentía que la iba a echar desde que lo vio por primera vez, así que aceptó su destino con resignación. Por eso no entendía por qué la ayudaba, llevándola a la casa de sus tías. Se dejó caer en la cama de dosel, y sus gruesos resortes le devolvieron el golpe.

Las paredes estaban empapeladas con rosas sobre un fondo color té, por la ventana abierta de par en par sintió el bosque susurrando. El cuadrado de sol daba sobre la mullida alfombra granate. El jardinero le había subido su maleta. No lo que se dice un calabozo.

Lucas se arrodilló junto a ella y estudió su expresión: imperturbable como siempre pero le faltaba algo, lucía triste, apagada. De pronto, le tocó la mejilla y el cuello con la punta de los dedos y Lina le devolvió la mirada, intrigada por su caricia.

–Increíble criatura –murmuró él, pero Lina no lo tomó como un halago, era como un entomólogo admirando un ejemplar raro.

Aunque él mismo había visto a Silvia romperle un vidrio en la cara, a las horas no tenía más que una cicatriz y al otro día, nada. También recordó que podía saltar desde el techo y caer parada sin doblarse un tobillo, y lo peor, ¿cómo salió por un espacio de doce centímetros? Había medido la reja con una regla. Pero esos pensamientos lo llevaban adonde no quería ir.

–Puedes dormir una siesta –Lucas se levantó, desinteresado de repente, y al salir añadió–. Cenamos a las siete.



–Deirdre ha desaparecido –con esas palabras y un gesto dramático lo recibió Liliana, al regresar a la clínica.

Valeria se llevó la mano a la boca, pasmada. El doctor la miró de reojo y tomó a Liliana de una brazo, metiéndola en su oficina para una charla confidencial. No quería que corrieran rumores más extraños de los que ya había por causa de la psiquiatra.

El doctor Avakian le había comentado a la contadora de unos intrusos, sospechando que una empleada entregó las llaves para un secuestro.

–¡Es terrible! ¿Acá, que pase eso? –se indignó Liliana–. ¿A quién querían?

La secretaria no se había presentado de mañana, y creyéndola enferma, Liliana la llamó a su casa. El teléfono daba fuera de servicio porque Deirdre lo había desconectado del borne.

Luego de escuchar su relato, Lucas replicó:

–Pero, ¿acaso esta empleada tenía acceso a las llaves?

–No, pero si lo piensas llegó hace tan poco... Me puse a revisar sus referencias enseguida. Son ciertas, pero ¿no tendrá algo que ver con la doctora Llorente? –musitó la mujer, preocupada.

–¿Quién la recomendó para el puesto?

–Mmm... Valeria.

La joven no soportó su escrutinio por más de diez minutos. Resultaba que no la conocía, su novio o amigo le había asegurado que era una excelente trabajadora. Aníbal llegó a la charla y la apretó más. Valeria confesó, rompiendo a llorar, que alguien le había pedido las llaves.

–¡Cómo! Hija de puta, ¿cómo fuiste capaz de hacernos esto? –vociferó Aníbal abalanzándose sobre la joven, quien cayó pálida, apocada y sollozando en el sillón de los acusados, mientras el doctor seguía sobre ella, gritándole hasta quedar rojo.

–Espera un minuto, Aníbal –Lucas los asombró manteniendo la calma, e interponiéndose entre ella, el acalorado doctor y la severa Liliana, le preguntó con ternura–. ¿Cómo se llama tu amigo?

Valeria susurró su nombre. Se lo esperaba pero igual se sobresaltó, y a sus espaldas, Liliana y Aníbal se miraron intrigados. ¿Quién era, un cómplice o un amigo de Llorente?

–Por favor, no me echen. Yo... –suplicó la joven, recordando tarde que tenía una abuela y un alquiler que pagar, y que su amante no la había llamado desde que le entregó la copia– no sé por qué lo hice, sé que está mal, no pude negarme.

–Veremos –Lucas meditó, y al final pidió que los dejaran a solas, esperando con suma paciencia hasta que la joven dejara de moquear y rogar, inquirió–. Cuéntame todo lo que sabes, cómo se conocieron, si te preguntó por algún doctor o paciente...


Aves nocturnas


Lina abrió los ojos sobresaltada al hallarse en un lugar extraño. Despertó fresca y alerta, sus sentidos vibraban por el aroma a pino, tierra, y los sonidos primitivos del bosque. Ante sus ojos, en la almohada de satín, le habían dejado unos papeles arrugados por el uso. Se sentó y los estudió en la penumbra del anochecer: entendió la sensación familiar al ver su propia letra. Era una parte del diario que mantenía de joven. Sintió ojos que la miraban por encima del hombro y revolvió la cabeza, estrujando los papeles y ocultándolos contra su cuerpo. Las sombras a punto de saltarle encima retrocedieron; estaba sola, seguramente el doctor había venido mientras dormía y los había dejado como declaración. “Sé lo que hiciste...”

Recorrió la galería del segundo piso, cuidando de no hacer ruido en el pulido piso de madera, mirando los retratos con enormes marcos labrados que decoraban las paredes, y espiando por las puertas entreabiertas. Habitaciones oscuras, el aire pesado pero sin polvo. Encontró la puerta que conducía por una escalera estrecha al ático, y también el cuarto con rastros juveniles, donde Lucas dormía de niño. Sonaron siete campanadas en el reloj del hall y en la escalera se cruzó con el doctor que venía a buscarla, impaciente.

Fiel a su palabra, Lucas regresó para hacerle compañía a sus tías en la cena, preocupado por haberles dejado en la casa una fiera o una mujer desesperada, todavía no sabía cual. Había dudado, tenía miedo de permitirle entrar a su casa, estuvo tentado a abandonarla en la carretera, pero triunfó su curiosidad que no quería alejarse de esta historia. Tenía que saber qué pasaba con ella y Vignac, y al mismo tiempo mantenerla fuera de su alcance. El único problema sería que su primo abriera la boca. ¿Cómo alertarlo, sin estar seguro de cuánto sabía, él que los había presentado?

En la cena mantuvo una calma forzada, y trató de mostrarse alegre, con tanto esfuerzo que apenas le dirigió una mirada a Lina. Ella notó su confusión y no hizo nada por aliviarla, ni seguirle las mentiras para salir del paso. Igual, sus tías no se mostraron muy curiosas sobre su amiga, charlando de un salón de té en Europa que Antonieta había visitado mucho antes que Lina, y de las ventajas de vivir en esa mansión aislada del mundo, de telas de vestidos y el clima húmedo.

Lo estaba buscando pero al salir por una puerta al jardín de invierno, la invadió una oleada de recuerdos. Elena estaba cortando los brotes de un macetero y cruzaron unas palabras al azar: Lina caminó por el pasillo caluroso, recargado de perfumes, contempló los rosales, las hojas azules bajo la luz fluorescente. Dimitri la había sorprendido antes de la fiesta con un enorme ramo de esas flores, de un rojo tan oscuro que parecía azabache. Estaba tardando delante del espejo, desanimada porque no tenía ganas de entretener a los invitados de Diana mientras su padre estaba de viaje, pero él entró como una tromba agitando a las sirvientas griegas, haciendo bromas, riendo a carcajadas del peinado de su madrastra y devolviendo una sonrisa a su rostro.

–Me envía mamá con la difícil misión de ponerte de humor y prepararte –dijo sentándose en la cama, muy serio. Las cortinas volaban con la brisa aromática que venía del olivar. El mar lamía los pies del acantilado y el chalet que habían alquilado por un mes se iba encendiendo a medida que el atardecer púrpura se iba apagando.

Lina había hundido la nariz en el ramo que colmaba sus brazos pero el inquieto Dimitri se lo arrebató para ponerlo en el jarrón de vidrio, arañando su piel de marfil en el apuro. Antes de que pudiera quejarse, la había llevado corriendo al salón, donde sonaban los violines, pues la música era su debilidad, aunque sólo fuera un conjunto local que falseaba la mayoría de las notas. Dimitri había sido recogido por su padre de pequeño, pero era su hermano mayor en todos los aspectos, su compañero y cómplice. Tenía un cabello castaño que se enrulaba tenazmente sobre unos ojos oscuros de mirada audaz y burlona, y una tez que se adaptaba a todos los climas. Como habían estado viviendo en Italia desde que Diana le insistió a su esposo para abandonar la casa en Mostar, cansada de la feroz guerra civil que los rodeaba, no era extraño su bronceado.

La mitad de los huéspedes también lucía piel morena, sobre la cual refulgían dientes blancos, perfectos, y el oro de sus joyas. Charlaban con indolencia de temas triviales cansándose hasta ellos mismos, más que nada para alardear de sus artículos de lujo, contar dónde habían estado, qué auto conducían, qué yate era el más costoso, y a quién conocían. Políticos, actores de televisión, empresarios. El resto, con un promedio de edad más elevado y un físico y apariencia menos afinado, pertenecían al círculo de Tarant. Al principio estaban decepcionados porque no estaba su anfitrión, y suspiraron al escuchar que aun estaba investigando unas ruinas en los Balcanes. Luego centraron su atención en un joven alto, pálido, distinguido pero vestido con sencillez. Lo primero que ella le notó fue su cabello lustroso como ala de cuervo bajo la lámpara que destilaba luz sobre el abultado escote de Diana. Antes de que se aproximaran, y de desaparecer él mismo, Dimitri le había susurrado en su oído:

–Es él. El hombre de rancio abolengo del que estaba hablando papá el otro día.

–Querida... –Diana la atrajo hacia sí con una mano llena de uñas carmesí, y ahora notó el aura masculina, el grueso perfume que emanaba del joven. Tenía unos ojos magnéticos, pero no supo decir de qué color porque bajó la mirada temiendo caer en su abismo. No encerraban misterio, sino que le hacían temer rendir los suyos bajo su poder–. Charles, ella es la niña de los ojos de Tarant –su esposa sólo lo llamaba por su nombre de pila o un apelativo en la intimidad, así como sus hijos tampoco le decían papá más que cuando no los escuchaba–. Charles quiere saber sobre la estatuilla...

La joven se preparó para ejercer sus dotes de seducción sobre el huésped y entretenerlo explicando cómo habían adquirido esa curiosa pieza veneciana de Dionisos y Ariadne. El encanto fue mutuo, y poco después de la medianoche ella lo condujo por un rústico camino de piedras hasta el mirador que se alzaba a medio camino entre la casa y la playa. El tono profundo de su voz estaba calentando sus orejas a medida que Charles iba derramando sus palabras, cualquiera, en su oído, y pronto su aliento caía por su cuello, se detenía en su arteria pulsante y con dos dedos soltaba el broche de la solera, descubriendo a la luz de la luna la curva de su espalda.

De pronto, Lina notó que había pasado el tiempo y estaba sola en el mesmérico aroma del invernadero que la había trasladado a su pasado. Casi podía sentir la caricia en su cintura y el sabor en los labios. Con Dimitri solían desdeñar la insistencia de Tarant por la tradición, secundado por Diana, por su parte interesada en mantener una imagen de rango y distinción bajo la forma del dinero y el lujo, pero al final terminó enredada con el heredero que quería su padre. Sangre pura de una antigua familia con la que Tarant compartía su ideología cerrada. Los jóvenes, en cambio, no se sentían tan distintos y superiores al resto de la humanidad como para desechar su sociedad.

–Ya se les pasará con el tiempo –había suspirado al regresar de su viaje a Nicópolis, cuando Diana le contó cómo andaban con cualquier gente del pueblo o turistas americanos. Tolerante al ver cercana su expectativa de unir bien a su hija, exclamó con fingido disgusto–. Bella Diana, veo que han hecho planes sin mí...

Charles y unos cuantos amigos íntimos se habían invitado al yate, animados por Dimitri y Diana, para celebrar los ritos de mayo.

–Bueno, yo agrego a un amigo que conocí en el tren –su familia lo miró sorprendida de que tratara de amigo a alguien que recién conocía–. Es un erudito de mente abierta y muy agradable. Se llama Tomás Lara.

Lina captó la mirada de Lucas fija en su mano. Había estrujado un tallo de rosa: abrió los dedos y dejó escapar los pétalos aterciopelados manchados de gotas de sangre más brillante que ellos. Tras una pausa Lina sacó de su bolsillo los papeles doblados y se los entregó:

–Toma. Para tu historia clínica. Tal vez puedas hacer un libro, a Anne Rice le funcionó.



Estaban en el estudio de su tío abuelo, una habitación sobrecargada de muebles que aún conservaba un leve tufo a tabaco y cuero nuevo. El doctor le había contado lo que sabía de Vignac y esperó que ella completara la historia.

A ella también le había caído bien Lara, aunque no lo conoció de forma íntima porque en esa época su tiempo estaba bastante absorbido por Charles. Su prometido de dos meses y su hermano Dimitri sí habían salido a rondar algunas noches por los bares de Skiros, Tasos, Varna, Constanza, en compañía de Tomás Lara, quien parecía tener un interés casi científico en sus actividades nocturnas.

–Supongo que llevados por su deseo de presumir, algún amigo de Charles o Dimitri que era muy impulsivo, le habrán mostrado los sitios prohibidos para humanos –comentó Lina con una sonrisa maliciosa.

Lucas comprobó que ya no estaba melancólica. Replicó, impasible, que él no creía en esas cosas.

–Vignac sí las cree. Por eso puede ir muy lejos –dijo ella con un tono sombrío; él solo podía ver el contorno de su rostro y la fina curva del cuello–. No sabes de qué es capaz esa gente.

Destrozado por la muerte de Dimitri, aunque no quisiera admitirlo, y desinteresado de Europa por la pérdida de Charles, Tarant decidió huir a América. Debían proteger su forma de vida de la mala publicidad que podía hacerles Vignac, si es que Lara había llegado a dar algún informe, porque en el tiempo que habían convivido no había hecho contacto con nadie. La traición de Lara había sido la primera vez que ella se había dado de frente con la superstición y la intolerancia de la gente. Conteniéndose de descargar su rabia contra toda la humanidad, aun no podía ocultar su desprecio por esas criaturas que se arrastraban por la tierra con sus vidas vacías. En ese estado de ánimo conoció a Iván, como broma salió que era cantante y él la hizo subirse al escenario. Entonces descubrió que de hecho podía cantar y hacer un show.

–Me mudé a la ciudad. Me gustó el cambio, me entretenía –Iván la llamaba ruiseñor, no sabía si por el bello canto o el pico dentado de estas aves nocturnas. Era una forma de entrar a fiestas privadas, que le servían para cubrir y mantener su estilo de vida–. Veía poco a mi padre y Diana... Un día me llamó mi abogado. Se había incendiado su propiedad. No quedó nada más que sus cuerpos carbonizados –Lina hizo una mueca burlona y remarcó con frialdad–. La policía lo dejó como suicidio porque se encontraron restos de barbitúricos. Yo creo que los mató él.

–¿Vignac? –Lucas se removió en su asiento y terminó caminando hasta la ventana. Un pájaro negro se remontó entre los árboles de la avenida–. No puede ser... Vignac insistía en encontrarlo a toda costa. No sabía de su muerte.

Mientras tanto, Vignac no pensaba quedarse quieto esperando que Lina sacara la cabeza del agujero donde se hubiera escondido. Bien entrada la madrugada, sus zapatos resonaron en las piedras del cementerio, vislumbró el punto rojo de un cigarrillo y se acercó al enterrador que había sobornado, quien lo estaba esperando apoyado en una tumba sin nombre. Vignac se arrodilló y pasó el pulgar sobre el doble ouroboros tallado en la losa. El sepulturero, un hombre gordo de rostro enrojecido por el vino barato, le tendió una barra y entre los dos separaron la piedra, dejando al descubierto un tufo a humedad repelente. Vignac metió la mano y tanteó en el pozo tenebroso hasta encontrar algo de madera. Hizo una seña y el otro iluminó con la linterna mientras él mismo sacaba los cuerpos resecos y los guardaba en una bolsa de arpillera.

Lina estaba acodada en la ventana de su cuarto. La casa dormía, excepto Lucas, que en la biblioteca, se sirvió un whisky y sacudió la cabeza con escepticismo al recordar todo lo que había estado escuchando. La hoja manoseada con la confesión de asesinato estaba sobre el escritorio. Lejos del efecto de sus ojos y labios se reprendió por casi justificarla al saber que Lara había causado la muerte de su hermano y de su novio, pero ¿cuánto de esa historia era real y cuánto fruto de un delirio paranoide?

Para asegurarse de que saliera en televisión, Vignac desapareció unas cuantas manijas de bronce, trozos de esculturas, y escribió símbolos nazi encima de varios mármoles.


Retribución


Tomás caminó por el muelle chequeando los lujosos botes que lo rodeaban, y tuvo que pedir ayuda. Le preguntó a un rozagante joven cómo llegar al Apolo II: siguió hasta el final y dobló el muelle, y al pasar un velero blanco lo vio, un impresionante yate gris de cuarenta metros. Sobre la cubierta, Tarant agitó una mano al reconocerlo y le indicó que se apurara. Tomás Lara se sintió como un explorador a punto de penetrar en el territorio de unos salvajes, evidente, visible, indefenso. Alguien tomó su pequeño maletín. Ya estaba arriba. Estrechó la mano de su anfitrión y de Dimitri. Luego aprendió que era su hijo adoptivo.

Las mujeres descansaban del calor de la tarde bajo el toldo en la popa. Le sonrieron y lo acomodaron entre ellas, pasándole una bebida enseguida al notar su rostro calenturiento. Diana era conversadora pero no aburría, las tres jóvenes más calladas que la acompañaban parecían modelos y, sin embargo, no tenía nada que envidiarles con su belleza plena. Al caer el sol, una de las jóvenes se quitó los lentes oscuros, el pareo, y se tiró al agua dorada. Dimitri, con las piernas por fuera de la escalerilla, la ayudó a subir comentando que tuviera cuidado con los tiburones. Cuando el sol púrpura se sumergió, algunas personas empezaron a subir de los camarotes. Charles se acercó a charlar con él, y dos hombres mayores, de barba canosa, ojos verdes, y ropa marinera, descorcharon una botella de champaña con Diana.

Tomás notó que habían perdido de vista toda costa, aunque en ese mar abundaban las islas pequeñas.

Toda su estadía en el yate transcurrió en una serie de instantáneas de aparente desenfreno; la fiesta duraba cada noche hasta el alba y a veces la orgía continuaba durante las horas muertas del día. Asustado la primera vez que le pasaron una copa rebosante, hasta que comprobó que era vino tinto, dulce y sabroso como uva recién exprimida. Miró alrededor: Tarant tenía a Diana en sus rodillas, quien le acariciaba la cabeza suavemente con una expresión beatífica. Reían con uno de los viejos que fumaba y bebía mientras observaba en la otra punta del barco a dos jóvenes mujeres acariciarse entre las sombras. Lara se fijó en ellas y un par de esos ojos brillantes, negros, lo observaron de vuelta. La otra hizo una pausa y le pareció que lo invitaban a unirse a su juego erótico. Viendo que dudaba, Dimitri tomó su lugar y se colocó entre las dos muchachas, que comenzaron a meterle mano por adentro de la camisa y bajo su pantalón sin timidez.

Tuvo que ceder a la siguiente invitación, si no quería llamar la atención. De día, parecía un barco fantasma, si se encontraba con alguien en cubierta o en el pasillo, estaban demacrados, exhaustos, evitaban su mirada o gruñían algo. De noche revivía el gozo.

Notó que Charles parecía tener la exclusividad de la hija de Tarant, aunque algunas de sus actitudes lo contrariaron: una mañana la vio emerger desnuda del agua, su hermano la envolvió en una toalla y se quedaron abrazados, ella apoyando la cabeza en el brazo del joven. Poco después trepó al yate una de las jóvenes que más le gustaban y que creía haber tenido en su camarote o habría sido un sueño de opio. Más tarde vio a Charles apoyado en la espalda de un joven; lo estaba empujando contra el muro de proa y parecía querer convencerlo de algo. Se apartó rápidamente: había algo repelente en sus ojos fríos.

Una semana después bajó en Latmos, desorientado, tanto que creyó haber estado un mes navegando. Con la excusa de que necesitaba hacer unas compras, se internó en un shopping, entró al motel contiguo y se encerró en una habitación para redactar un informe. Volvió a meter su diario en el forro de su maleta, eligió un par de camisas y de sandalias en una tienda y regresó al puerto. Cenaban en un restaurant, sólo la familia, pues sus invitados se habían marchado el día anterior. ¿Por qué no los acompañaba hasta Varna, ya que Tarant iba a un castillo del Danubio a estudiar unos manuscritos que un amigo había descubierto?

Podría juntar las pruebas que necesitaba. Aunque había tenido visiones sospechosas, adormecido por el vino y el hachís que corría en la bacanal no había podido comprobar ningún hecho de sangre, nadie había desaparecido del barco. Siguiendo sus pasos en tierra, ganando su confianza, confirmaría lo que le señalaba su investigación del árbol genealógico de Tarant.

Vignac entró al cuarto al punto que una mujer de rostro severo, con el cabello gris atado tirante en un moño, tan flaca que no llenaba su largo saco de lana beige, estaba abriendo el correo con dedos torpes, apurados. Cortó con un abrecartas de plata el cartón y del paquete de DHL cayó un librito de tapas oscuras, abultado con recortes y fotos, con banditas para contener las hojas que tendían a doblarse por el uso.

–¡Madre! –exclamó Vignac, tentado a arrancarle el diario de su medio-hermano de las manos.

–Oh... –tras una larga pausa la mujer dijo con voz cascada por la emoción–, ¿sabes lo que quiere decir esto? Mi hijo está...

–Sí, pero voy a buscarlo –y antes de que ella pudiera levantarse de la silla, sujetando la mesa con manos temblorosas, él ya había salido de la habitación dando un portazo.



Se había quedado dormido con la cabeza apoyada en el escritorio, sobre sus brazos. Se despertó con la boca pastosa, una arruga marcada en el rostro, y alarmado por una sensación de pesadilla. Subió corriendo las escaleras y encontró a Lina dormida, respirando profundamente. No podía haber salido porque él mismo había atrancado las puertas y puesto la alarma. Sintiendo cómo se le helaba la sangre en las venas se acercó a la ventana que seguía abierta y comprobó que había más de cuatro metros hasta el porche, aunque bajo la luz gris del amanecer notó rastros frescos de tierra y hojitas secas en la alfombra.

Lucas frunció el ceño y cerró la ventana, mientras una mezcla de perplejidad, duda y fastidio se iba apoderando de su alma.

La sirvienta le había dicho que estaba desayunando y la encontró apoyada en la isla de la cocina, la vista fija en las noticias que estaban pasando por la tele. Lina había estado jugando con su café sin prestarle atención hasta que reconoció ese punto en el cementerio, cerca de un panteón blanco pintarrajeado que era lo que la cámara estaba enfocando. El doctor Massei notó que no había tocado la comida.

–¿Qué pasa? –preguntó, poniéndole una mano en el hombro. Ella saltó al contacto.

Luego aferró el teléfono y llamó a Iván. Él la vio pasar de una expresión de duda a asombro, consternación, y al final se puso rígida:

–Ese maldito ultrajó la tumba de mi padre y su esposa, y ahora mi representante dice que le robaron mis documentos, papeles de mi abogado, pasaporte, todo... y no tocaron nada más.

–Tienes que ir con la policía –replicó Lucas después de pensar un rato para absorber eso–. Así logró encontrarte. Lo siguió. Él conoce todos tus datos personales ¿no es así?

Lina pasó por su lado y se volteó a mirarlo, inescrutable, desde la puerta.

Había sospechado de él, pero parecía inocente. Lentamente asintió y él se ofreció a acompañarla. Sólo que ella no pensaba exponer su caso a la policía. No por temor a que la interrogaran por la desaparición de alguien en otro continente, sino porque su primer deber era proteger el secreto de su clase. En la camioneta, sonó el celular de Lucas y atendió. Aunque usaba un audífono para manejar, Lina notó la brusca sacudida que le dio al volante, sorprendido. Era él. Lucas puso el teléfono en altavoz:

–...tengo los contactos para destruirlo, Dr. Massei. ¿Cuánto le aguantará la junta directiva de Crisol? La reputación de Santa Rita se está desbarrancando y con entregarme a esa criminal loca que se cree vamp...

–Aquí estoy, monsieur de Vignac –lo cortó ella, volviéndose de golpe hacia el aparato y exclamó–, puedo ir a arrancarle hasta la última gota de sangre si quiere probarme.

Lucas susurró que se calmara. Vignac lanzó una carcajada, y mencionando un lugar para encontrarse, agregó: –Tenga cuidado, doctor. Muerde.

Por el rabillo del ojo notó su rabia: la mujer mostraba una hilera de dientes apretados entre sus labios rojos y el pulso le saltaba en la sien. No pudo evitar recordar lo que le había contado el jardinero cuando sacaba el auto: un gemido espectral lo despertó en mitad de la noche y después encontró un rastro de sangre cerca del rosedal. Algún perro había mutilado un par de comadrejas.

Vignac había dicho que se hallaba esperando en un centro comercial, un lugar público. Al girar en la entrada al amplio garaje, Lucas se preguntó si quería ampararse entre la gente o tener testigos. Lina se bajó de la camioneta con gesto apurado y, decidida, se dirigió al ascensor. Cuando la puerta se abrió, enviándolos a un hall blanco lustroso, se empezó a sentir atrapada en el ruido, el ir y venir de gente, y la claridad que entraba a raudales por el techo de claraboya y rebotaba contra el cristal y el acero de las vidrieras.

–Hace tiempo que estabas recluida en la clínica –dijo Lucas, cubriéndola con su cuerpo de un grupo de colegialas y jóvenes que pasaba.

En un momento, el gentío se disipó y lo vio: parecía un maniquí sacado de un bazar de antigüedades, ahí parado de gabardina con un paraguas escocés contra la flamante tienda de discos. Sus miradas se encontraron un segundo y Vignac salió disparado hacia la escalera, en un extremo del hall. Pretendía que lo siguieran y ellos lo hicieron, bajando de nuevo a la calle.

Aunque la luz interior le había parecido fuerte, tras pasar la puerta ahumada la sorprendió el resplandor del sol. Lucas la había sobrepasado, pero no llegó a alcanzar a Vignac, que se había detenido bajo un gran árbol, junto a un banco ocupado por unos ancianos, porque oyó la advertencia. Lina había distinguido a dos hombres de campera de jean y polera negra, que en actitud casual, las manos en los bolsillos, los mantenían vigilados.

–¡Sé que intentaba llamar mi atención! –exclamó ella–. ¿Qué hizo con ellos?

–En realidad no era sólo por eso –replicó Vignac–. Quería comprobar que estuvieran muertos de verdad –los viejitos lo miraron shockeados al escuchar esto y se encogieron en el asiento–. Los impíos se conservan admirablemente. Tendría que verlos, doctor. Por eso, contestando a tu pregunta, qué hice con ellos, los tuve que meter en un bidón de ácido para disolver su carne corrupta, y purifiqué sus huesos en el fuego.

No les tenía simpatía, pero hablar con tanto deleite de la profanación de unos cadáveres le puso la piel de gallina a Lucas, y apretó los puños. Chequeó la reacción de Lina. Ella seguía con aparente calma los movimientos de Vignac, quien estaba sacando el diario que le había pertenecido, y le enseñó una foto amarillenta:

–Si puedes mostrarme sus restos yo te devolveré lo que queda de tu querido padre.

Una sonrisa cínica comenzó a formarse en la boca de Lina, para sorpresa de Lucas y rabia de Vignac. Así que le estaba devolviendo lo debido. Lina tomó carrera inesperadamente, Vignac se la vio venir encima, y entonces uno de los guardaespaldas se atravesó en su camino. Un codo se incrustó en la garganta de la mujer y todos pudieron escuchar el crujido. Los ancianos salieron disparados. Vignac se encaminó hacia la vereda y una camioneta gris frenó contra el cordón.

Lucas se agachó junto a Lina, quien había caído hecha un ovillo en el suelo, pero antes de que la tocara, ella se levantó y se precipitó sobre su atacante, quien seguía a Vignac rumbo al interior de la camioneta. Lo empujó al piso, tirándose contra su espalda con todo su peso. Una mano la aferró de la cabellera. Vignac le dio un tirón al mango de su paraguas y un espadín cortó el aire apenas por encima de la cabeza de la mujer, quien se agachó justo a tiempo. Sin embargo, no pudo evitar la patada que Vignac le dio en la cabeza antes de cerrar la portezuela, al tiempo que el vehículo arrancaba. El guardaespaldas caído se fue corriendo una cuadra tras ellos hasta que lo subieron en el próximo semáforo.

–¿Estás bien? –titubeó Lucas, dándole una mano para levantarse del piso.

Lina se tocó la cabeza y murmuró: –Me sacó un mechón de pelo.



La policía había dicho a los abogados de la clínica que no podrían probar mucho contra Silvia Llorente, porque tendrían que demostrar qué tipo de influencia usaba para que un paciente atacara a enfermeros y asesinara a otro interno. Además, Rodrigo Prassio ni siquiera era su paciente. Por drogar y molestar al doctor Massei, su abogado había conseguido que la mandaran a un pabellón psiquiátrico tan pronto saliera de cuidados intermedios, y estaba solicitando que se le diera permiso para viajar a España para su cura, contando con el aval del embajador.

Del interrogatorio que le hizo un detective, apenas recuperó la conciencia, no se pudo sacar mucha información coherente. Al parecer, sentía rencor porque un abuelo de Lucas habría sido el responsable de la quiebra de la clínica que su familia tenía en su ciudad natal, hacía muchos años.

El guardia de la puerta no se sorprendió de que viniera una mujer atractiva y perfumada, entre las tantas visitas que le habían permitido, desde psiquiatras consultantes a personal diplomático. Apenas miró su documento por encima y Helena Sánchez entró, sonriéndole.

Deirdre se ajustó los lentes de carey con un gesto que pretendía hacer una pausa y se sentó junto a la camilla de Silvia. Nunca había sido atractiva, pero ahora tenía la piel escamosa y ojeras violetas, iba envuelta en vendas que le tapaban el cuello y los brazos, y un manojo de pelo reseco encima del casco era toda la cabellera que le quedaba. La mujer extendió un brazo sobre la sábana blanca hacia Deirdre, con un gran cansancio en sus ojos. De pronto, graznó: –¿Quién es Ud.? No es recepcionista ¿verdad?

–Sólo soy la mensajera. Lo importante es que alguien sabe quién es Ud., Dra Llorente, y quién la protege –Deirdre dibujó un signo en el aire con su dedo–. Es verdad que su abogado ya se ha movido, por eso no le ofrecemos la libertad sino el cumplimiento de su misión… si tan sólo me contesta algo.

Hablaba como si pudiera ofrecerle cualquiera de esas cosas sin titubear.

–¿Y bien? –Silvia la miró con ojos serenos, curiosos.

–¿Qué poder tiene sobre el doctor Lucas Massei?

Lina estaba sentada a la sombra en un banco de la plaza, pensativa, las manos entrelazadas en el regazo. La preocupaba que Vignac se hubiera ido tan fácilmente, sin intentar atraparla. Tendría pensado alguna forma de capturarla y vengarse. La entrevista era solo una excusa para obtener su ADN y compararlo con el de su padre. Era cauteloso, sabía que si peleaba contra más de uno perdería. Cuando confirmara que Tarant estaba muerto y ella era la única sobreviviente, ¿qué podía hacer? Buscar refugio en Europa entre los suyos, o matarlo. De todas formas, volver a su vida anterior.

–Tienes que contar todo esto en la policía y pedir protección –aconsejó Lucas, que la estaba observando. Ella levantó la cabeza, la piel tersa sin una señal, ni la huella de la suela que debería tener en la frente ni un machucón en el cuello, y le sostuvo la mirada.– Mejor vamos de vuelta a la casa. Puedes quedarte el tiempo que sea necesario.

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