jueves, 28 de abril de 2011

Historiales clínicos V: Vampiros en la ciudad

Quinta parte: Vampiros en la ciudad

Fascinada

Al revisar su celular, Lucas vio el mensaje sin leer de Julia, y se reprochó por no prestarle atención a la mujer que siempre estaba para él. Decidió pasar por su casa y darle una sorpresa, tal vez comprar un vino de camino. Paró frente a un 24 horas con este pensamiento, pero al bajar, percibió a una pareja que iba pasando frente a un quiosco, muy juntos. Algo en el aire de la mujer, su cabellera lacia recostada en el abrigo de napa de su compañero, le llamó la atención. Se parecía a quien ocupaba su mente en ese mismo momento.
Con las llaves del auto aún en la mano, sin chaqueta, casi sin darse cuenta, Lucas comenzó a seguirlos por el centro. Antes de que tuviera tiempo de reaccionar y decirse que era un idiota, se metieron en la entrada de un bar. Venus, decía el letrero de neón violeta sobre la doble hoja de madera oscura. Recordando lo que había oído esa tarde, decidió ir tras ellos. Había tapizado rojo y un grandote de piel morena y camiseta ajustada que lo observó mientras pagaba el ticket. Una jovencita llena de pierciengs lo detuvo de un brazo y le estampó un sello en la mano.
En la luz negra se podía ver el símbolo Љ fluorescente sobre su piel. Pensaba que era temprano pero el lugar estaba casi lleno, aunque pocos bailaban. Bajo un foco naranja, distinguió la cara de Julia. Un segundo y la pareja se desvaneció tras un grupo de extravagantes ninfas de cabello corto y ropa negra. Bajó los escalones de la pista sin tropezar de milagro. De pronto, se le cruzó una joven y le habló. Lucas la ignoró, y al hacerla a un lado chocó contra un cuerpo carnoso y lo asaltó un leve y familiar perfume de violetas. No la había notado, pero estaba sentada en la barra, y al verlo entrar se dirigió directamente hacia él:
–¡Lina! ¿Qué haces? –exclamó Lucas cuando lo interceptó plantándole las manos en el pecho.
–¿Qué busca? –ella lo miró con dureza.
–¿No la viste entrar, hace un minuto? –cuando se explicó, ella giró la cabeza rápidamente y escaneó el lugar, pero no divisó a Julia, a quien conocía bien de la clínica.
A ella el barman le sonrió y contestó sus preguntas con amabilidad. Pero cuando llegaron al reservado que les indicó, estaba vacío. A pocos metros, una puerta se cerró de golpe y fueron hacia allí, pensando que se habían metido en el baño. Lina gritó algo sobre el ruido de la música y el enorme guardián señaló una puerta de metal. La pareja la había visto y se habían escabullido en la noche.
Lucas paró en medio de la calle para recuperar el aliento y entonces sintió un frenazo en la esquina; una moto se había cruzado frente al mismo auto marrón que había visto siguiéndolo. En él iban un hombre alto y una mujer de pelo castaño. El vehículo desapareció en la avenida. Si tuviera su camioneta... Desesperado, corrió hasta donde había estacionado y condujo, tratando de adivinar su rumbo. Creía que tenía que salvarla. Claro, se le ocurrió, tenía su número.
Sonó muchas veces, pero Julia no contestó aunque tenía el celular en la mano y podía identificarlo.
Decidió pasar por su apartamento, que no estaba muy lejos. Había estado inspirado, se felicitó, al ver el auto estacionado enfrente del edificio. Por la luz encendida, desde su camioneta podía distinguir la silueta de un hombre tras la ventana. De pronto, este corrió la cortina, ocultándose. Lucas salió con el corazón latiéndole en los oídos. ¿Y si era el novio? ¿Cómo podía saber?
Obsesionado por los asesinatos del día y sugestionado por Vignac, veía peligro para la joven, algo que había percibido no le agradaba. La actitud melosa y confiada de Julia, el club al que había entrado, no encajaban con el carácter que le daba. Aprovechando para colarse con una vecina, entró. Ya estaba frente a su puerta, tratando de escuchar qué pasaba adentro.
Un chasquido, cristal roto. Tanteó la manija y la puerta, sin llave, le cedió el paso. Lucas se detuvo boquiabierto por lo que hallaron sus ojos: el extraño tenía a Julia entre sus brazos, fláccida, los ojos vacantes, con la blusa abierta y mucha piel al descubierto, la garganta expuesta, y él parecía estar a punto de encajarle un mordisco cuando los interrumpió.
El hombre lo miró; sus ojos negros echaban chispas. Lucas avanzó resuelto y lo azotó con la lámpara de pie que estaba junto a la puerta. Las sombras revolotearon en la pared, Julia cayó desfallecida porque el extraño la soltó, sorprendido por el golpe. Antes de que se diera cuenta de lo que estaba pasando, Lucas se vio empujado por una fuerza increíble, sus pies dejaron el suelo y su cuerpo salió despedido, revoleado en el aire, hasta que chocó contra una mesa y resbaló al suelo. El hombre había tomado el pie de la lámpara y lo rompió contra su muslo, luego saltó sobre el doctor y le clavó las dos astillas.
Lucas trató de huir, inútilmente. Tenía un peso encima, el hombre ahora intentaba estrangularlo. Quería defenderse, pero al intentar mover sus brazos, notó que lo habían estacado por la ropa en la moquete, salvándose por milímetros de que su carne fuera atravesada. A punto de desmayarse con la sangre que se le agolpaba en la cabeza, percibía unos ojos malévolos, dientes afilados, puntiagudos, y la fuerza anormal de ese hombre le era incomprensible.
Antes de que perdiera la conciencia, su dolor se alivió y el peso le fue quitado de encima. Unos segundos después reaccionó al escuchar un estrépito de vidrios. El otro había saltado por la ventana, luego de recibir un proyectil en la cabeza –Lina apareció en la puerta, vio la escena, gritó y le arrojó con buena puntería una horrible estatuilla que estaba cerca de la entrada–.
El doctor se estaba reponiendo con la sensación de que todo era un mal sueño, excepto por el ardor en su cuello. De inmediato notó que Lina contemplaba el destrozo de la ventana con una expresión espantada pintada en su rostro. Se acercó a indagar donde había caído el atacante, pero como temía, no había rastro.
–¿Cómo se salvó de una caída de cinco pisos?
–Debe haber saltado a ese toldo o a la azotea de enfrente –Lucas pensó que se burlaba de él pero ella contestó con toda seriedad.
Julia seguía consciente pero parecía drogada, hipnotizada, no respondía a su voz. La puso en el sofá y le acomodó la ropa, tapándole el busto.
–¿Cómo llegaste aquí? –Lucas enfrentó a Lina.
Confuso acerca de cómo lo había encontrado, sospechaba que se trataba de una cómplice. Notando el reproche en su tono, ella se dio media vuelta y dejó el apartamento:
–De nada –replicó fríamente.
Pero una vez a solas en el pasillo, se recostó contra la pared y se oprimió la cabeza con sus manos. No podía ser. Creía haber visto... un fantasma. Había seguido al doctor, inquieta. ¿Por qué –se preguntó– querría un vampiro matar a una mujer como la licenciada Stabiro, alguien que llamaría la atención? ¿Tenía relación con ella, o tal vez con el doctor Massei? Debía reunirse con su gente y pedir una aclaración. Sin embargo, tenía miedo, y un poco de vergüenza. ¿Cómo la iban a recibir después de tanto tiempo?
Vignac lo llamó para decirle que el vigilante encargado de seguir a Carolina Chabaneix la había perdido a unas cuadras y temía por su extraña actitud. Aturdido, aún temblando como perro mojado, Massei le contó lo sucedido. Se reunieron en el pallier.
–¡Mire, ahí! –exclamó Lucas, notando el ruido sordo de un vehículo marrón que arrancaba. Se lanzó a la calle pero el auto aceleró y lo pasó rozando apenas porque Vignac lo sostuvo de la camisa–. Ese auto viejo, lo he visto por todos lados últimamente. En realidad, creía que era un empleado suyo, Vignac.
Este parecía realmente sorprendido, y aclaró que ninguno andaba en algo como eso. No tenía idea de quién más estaba involucrado, pero se prometió tomar todas las precauciones. Temía por la evidente curiosidad de Helio Fernández en la vampira y notó con gusto que Massei desconfiaba cada vez más de ella. Se le batía la sangre, anticipando la lucha. Debía enfrentarse con la amenaza creciente: un grupo imprudente y sanguinario de esas criaturas.

Tesoro en el desván

Julia yacía en su sofá, pálida y dócil como un bebé, mientras Lucas le sostenía una mano y la tranquilizaba con pequeños golpecitos. Quería saber qué había sucedido, se preguntaba por qué estaba en su casa ese hombre bronceado y canoso de ojos acusadores. Lucas inventó que iba a visitarla cuando la vio bajar de un auto con un tipo dudoso, y parecía borracha, así que los siguió arriba y llegó justo para salvarla.
–¿Viniste a visitarme?
Por suerte se había quedado prendada con su muestra de interés. Lucas se sorprendió de que pasara por alto lo que sucedió después, de lo que eran pruebas el vidrio y los pedazos del sapo de cerámica verde.
Julia se sentía avergonzada de sí misma, ¿cómo había salido con alguien que recién conocía, que había visto por casualidad de mañana? Era atractivo, olía bien y tenía una voz agradable, pero prefería no pensar en lo que había hecho. Vignac le preguntó si no había tomado algo en un bar. Ella recordaba vagamente haber entrado a un pub.
–Entonces la debe de haber drogado –replicó él, y Lucas se asombró de la facilidad con que fabricaba una historia para la joven, que parecía aceptar todo–. Ve qué suerte tuvo que el doctor Massei pasara por aquí. ¿Había visto a ese muchacho antes?
–No... –Julia se sonrojó y por primera vez reaccionó asustada–. No recuerdo ni su nombre –dirigiéndose a Vignac, quien parecía estar a cargo, exclamó–. ¿Qué debo hacer? Supongo que hacer la denuncia...
Él la tranquilizó mencionando a Gómez, un policía amigo que se encargaría de todo.
–Dr. Massei –lo llevó aparte mientras Julia descansaba en su dormitorio–, creo que debe dejarla en casa de sus tías mientras averiguamos dónde se esconden estos malditos. Ahora, tengo que contactarme con el Sr. Fernández. Prometimos colaborar en esto.
Lucas dudó. No le gustaban los métodos de Vignac, aunque comenzara a creer que tenía razón. Su atacante se había hecho limar los dientes, obviamente tenía la intención de morder y matar. Sobrenatural o psicópata, era un vampiro. Encima, su fuerza y agilidad eran descomunales. Leyendo con acierto su preocupación, Vignac agregó para convencerlo:
–¿No se da cuenta? No soy su enemigo. Lamento haber usado tantas bajezas con Ud... para capturarla a ella. De quien debería temer en realidad es de Fernández, y su familia.
–¿Qué quiere decir? Silvia dijo que venía a vengarse porque su abuelo se fundió... ¿pero yo que tengo que ver?
–Mm... Ud. no sabe nada de sus propios antepasados ¿verdad? –comentó Vignac mientras salía, y le repitió–. La mansión es un lugar protegido, mándela para allá.
Aunque le hizo caso, y Julia no iba a rechazar su invitación, Lucas tenía que saber más. Apenas llegó a la casona, poseído por una intuición subió las escaleras, sintiendo un extraño déja vu al preguntarse: por qué había subido al ático. Encendió la lamparita del techo y abrió uno tras otro los baúles y cajas que su familia había atesorado por generaciones, que nunca había tenido curiosidad de revisar, al menos no desde pequeño, cuando los estudiaba con reverencia y sin entender, sólo porque pertenecían a su papá.
Sacó un tomo encuadernado en cuero y dejó correr las hojas entre sus dedos; parecía un tratado antiguo de cirugía. Pasó a otro baúl y tomó un cuaderno, con una mezcla de temor y veneración, como si en lugar de un diario viejo se tratara de las reliquias de su padre. Entre las primeras páginas amarillentas, había grabada una cruz, y recordó que según su tía, Marcos Massei había sido un hombre devoto y piadoso. Lucas dudó en comenzar a leer aquella mano apretada y fina, que eran los pensamientos íntimos de alguien casi extraño al hijo convertido en hombre, tantos años después de ese día en que llegó el camión cargado con sus pertenencias y las mandaron al desván.
Al fin iba a leer: lo abrió por el medio y buceó entre las líneas. Recién entonces se dio cuenta de que se había caído un papel, tan fino y gastado que parecía a punto de desaparecer entre sus dedos. Poniéndolo bajo la lámpara, notó que la tinta se había diluido con el tiempo pero se podía ver un trozo de sello en un borde y unas palabras de despedida, una rúbrica. Una antigua carta, un recuerdo de Italia tal vez, firmada por un tal Hompesch y dirigida a algún antiguo Massei, ¿debía deducir algo?
Lina reconoció al intruso apenas entró al Venus, por su chaquetón beige con el cuello alto. Iba solo. Ella estaba sentada en un reservado, recién había partido uno de sus amigos ocasionales. Se movió apenas, de forma que el foco violeta encima de su cabeza no le iluminara el rostro, y observó al hombre alto moverse con elasticidad, cruzando la pista. Un muchacho lo esperaba en la barra, nervioso, y el recién llegado lo confrontó. Parecía estar interrogándolo. Lina se levantó y caminó sin apuro, deteniéndose a saludar a unos cuantos, pero sin perder de vista la barra de acero brillante. Sin embargo, cuando llegó hasta abajo y se dirigió al barman, no estaban por ningún lado.
–A veces viene, pero no sé su nombre. ¿Quieres conocerlo? –el barman habló mientras servía una copa, sin levantar la voz en medio de la música atronadora, como si supiera que ella podía escucharlo igual–. Parece un tipo influyente, hasta esos le temen...
Lina sabía que al arquear la ceja había señalado a un grupo de jóvenes de negro, pálidos, escuálidos, que siempre andaban juntos, abrazados, tocándose sin vergüenza y mirando por encima del hombro con ojos punzantes.
Alguien le había tocado el brazo para llamar su atención. Después de un momento lo ubicó: era el rubio que había visto con Vignac, y se soltó de un sacudón. Helio había tomado el margarita que le estaba preparando el barman y saboreó la sal en los labios, mirándola con ojos risueños por encima de la copa:
–Vignac me ha contado todo sobre tus personalidades, Rina, Carolina, Niobe... –comenzó él aunque ella no le había hecho ninguna invitación para hablar, más preocupada por el alto misterioso que por el primo de Silvia–. Y sobre tus fantásticas cualidades... que me encantaría probar –Lina le clavó una mirada glacial y él agregó–. Me refiero a tu canto y tu hechizo en el escenario, en cuanto a tus habilidades en la cama, no soy tan atrevido como para considerarme merecedor.
Aunque Lina fuera engañada, el extraño no se había salido con la suya y Vignac, al acecho junto a un portón oscuro, lo siguió en cuanto salió del bar acompañado de su cómplice. Como no había mucho tráfico y nadie caminando por la calle a esa hora de la madrugada, no quiso seguirlo de cerca y dejó que se adelantara un par de cuadras. Tenía la certeza de que, sintiéndose impunes, no habían cambiado de hotel.
–¿Qué quieres, entonces? –replicó Lina, una vez Helio le explicó su origen y el motivo por el que ayudaba a Vignac–. No me interesa su asunto con el doctor... Que se defienda solo, si puede. En cuanto al cazador...
–Que me está llamando, precisamente –interrumpió el español, tomando el celular que brillaba y sonaba alegremente–. ¿No me digas? ¿Ya lo tienes?
Observó que había captado la curiosidad de la mujer. Tenía tanto interés que lo traicionó en su mirada.
Obviando al negligente conserje, que dormitaba en la penumbra en un silloncito tras el pequeño televisor del mostrador, Vignac miró el registro y subió corriendo la escalera, hacia el segundo piso. Por el número, se trataba del cuarto al final del pasillo. A pesar de la adrenalina, sintió una opresión en el pecho al acercarse a la puerta, porque en ese espacio estrecho el vampiro no podía escapar, no tenían más remedio que enfrentarse. De su cinturón tomó la pistola y se aseguró de apuntar antes de intentar abrir.
Un cuerpo en el piso. Sus ojos barrieron la habitación expuesta ante él, pero tardó unos momentos en darse cuenta que el zumbido que escuchaba era su propio pulso golpéandole los oídos y que no había nadie más. La cortina volaba merced a la brisa de la ventana abierta.
–¿Qué hacía metiéndose en este tugurio a esta hora de la noche, siguiendo a un sospechoso? –refunfuñó Gómez, mientras dos agentes de azul rondaban el cadáver, más por desconcierto que tratando de sacar pistas. El bigote negro y la expresión del policía delataban su profesión aunque vistiera de civil.
–Parece que salió por aquí –repuso Vignac tras una pausa, sin perturbarse, señalando la ventana.
–Pero ¿de quién habla? Se supone que es un suicidio –replicó Gómez con un gesto de fastidio.
La nota de confesión cerca del cuerpo con las venas abiertas, cerraba el caso del hotel y hasta podrían culparlo por la joven del día anterior. No querían enterarse de la historia del profesor Montague, quien había visto al muerto junto con el supuesto atacante de la Lic. Stabiro poco antes de encontrarlo en un charco de sangre.
–Si el otro tipo lo mató, aparentando un suicidio –comentó Gómez, una vez salieron sus policías–. ¿Para qué? ¿Y qué cree que va a hacer ahora?
Se le habría acabado su utilidad, y tal vez para desalentarlos o para reírse en su cara, ese monstruo había asesinado al ayudante. Ni siquiera se había servido de su sangre, ya que lo despreciaba, y tenía que ir a acabar con otro asunto pendiente.

La oscuridad

Desde la parada en que se bajaba hasta la casa de su abuela, Valeria tenía que caminar doscientos metros junto al enorme predio de una fábrica. Por entre los barrotes de hormigón que delimitaban la vereda pública se veían las siluetas siniestras de unos cuantos árboles dispersos por el terreno, y a lo lejos, suspendidas en la oscuridad, pequeñas luces, apiñadas sobre el edificio que emitía un continuo rumor. Aunque temerosa porque en esa noche húmeda y fría no había nadie fuera del refugio de sus hogares, había tomado la vereda lindera en lugar de pasar frente a los jardines del otro lado.
Iba pensativa. De pronto, oyó un susurro y volvió la cabeza, tratando de ver entre las ramas, asustada, esperando que sólo fuera el viento. Estaba a unos metros de la gente. Tan solo al otro lado de la calle, había ruido de platos, la luz azul de la televisión, los perros jadeando tras una reja, y sin embargo, antes de que pudiera gritar o correr hacia la luz, alguien la atrapó. Iba pasando bajo una rama que se proyectaba sobre el muro gris, echando sombra sobre la vereda. Algo se movió como una serpiente sobre su cabeza y acto seguido había un hombre en su camino.
Demasiado impactada por la súbita aparición, su primer impulso fue esquivarlo. Por el rabillo del ojo, notó que un espectro saltaba el muro a sus espaldas y un par de manos heladas le cubrían la boca antes de que pudiera emitir un sonido. Todo pasó en un segundo; su cartera cayó, de repente se encontró sobre la cerca y luego en medio de la oscuridad. Unas lucecitas la rodearon, ojos brillantes emergiendo entre los árboles, fundiéndose en el rostro pálido de un grupo de jóvenes ansiosos.
Su captor la soltó, Valeria trastabilló y cayó al suelo con un gemido. Tres muchachos se quedaron observándola con deseo, sus labios entreabiertos, húmedos. Desesperada, miró a su derecha: iluminado por los focos de la calle, pasaba un hombre paseando a su perro. Intentó levantarse, gritó, pero una mano sofocó su pedido de socorro, que quedó tapado por el motor de un auto. El hombre que la tenía sujeta, la levantó por la mandíbula, apretándola contra sus costillas. Un relámpago de dolor la cegó y en el siguiente momento, se encontró cara a cara con una mirada penetrante, oscura, que la incomodó más de lo que la espantaban los otros con sus ojos anhelantes.
Como obedeciendo el mismo impulso, los tres se abalanzaron sobre ella. Valeria se sintió alzada en el aire y pensó que se la iban a llevar para adentro del bosque, para hacerle... El que sostenía su pierna le había clavado los dientes en la pantorrilla, atravesando media y piel, pero estaba tan aterrada que apenas lo sintió. Fascinada, gimiendo, no podía dejar de ver sin comprender que, como carroñeros, cada uno tiraba de su cuerpo, gruñendo de placer, alimentándose de su carne. En su ansia frenética mordían y tiraban de su ropa para encontrar el lugar más caliente donde palpitaba su sangre delatora, y el hombre callado le sostenía la cabeza, sorbiendo su miedo y dolor con fruición. No podía despegarse de su mirada... hasta que sin aviso, hundió la boca en su cuello y la joven perdió el conocimiento.
El hombre succionó un poco de sangre tibia en dos o tres sorbos largos y, alzando la cabeza con suma satisfacción, la dejó ir al tiempo que sus tres compañeros soltaban sus extremidades. Como un envase vacío, quedó allí derrumbada en la tierra.
Esta vez Vignac había entrado a la casa como convidado. A pesar de su desconfianza, la señora Elena le habia servido el café en el estudio con Lucas y Julia.
Al final le habían contado la verdad a la joven, suprimiendo algunos detalles y dándole a entender que ahí estaba segura. Cuando Julia salió a ver las rosas con Antonieta, luego de que pasara una señal entre ella y su sobrino, ambos suspiraron. Vignac fue el primero en hablar:
–No sé cuan segura sea esta casa o cualquier otro lugar. Esta criatura que perseguimos parece especialmente virulenta y audaz. Yo supongo que va a atacar pronto, Ud. y Julia deben ser precavidos –luego de un rato, fue hasta el escritorio y tocando con un dedo varios tomos de historia, añadió en un tono más casual–. Veo que ha estado investigando... ¿Ya descubrió algo interesante?
Lucas no era tan confiado como para contarle de los diarios y la carta antigua, porque además eran sus tesoros, su herencia, que intuía debía mantener protegida. Estaba entendiendo lo que se ocultaba tras las palabras de Helio en la junta: si dejaban en paz a Silvia, lo liberaría de la magia negra y de la persecución. Iba a hacer todo lo posible aunque le doliera dejarla ir impune, pues se hallaba en una encrucijada: no quería volver a vivir aquellos momentos, sintiendo que otro dominaba su cuerpo, y tampoco le gustaba la red de intrigas en que se movía. Su familia tenía vínculos con el Vaticano desde la Edad Media, los Llorente pertenecían a una secta rival, ¿qué tenía eso que ver con él, con su vida?
No había salido de la finca cuando recibió la llamada de Gómez: habían encontrado a una tercera mujer en un estado lamentable. La imagen que le transmitió era espeluznante. Pese a la preocupación de la abuela porque no aparecía, habían pasado muchas horas antes de hallar el cuerpo medio enterrado entre hojas y tierra. Las moscas zumbaban encima y el olor asaltó a los desprevenidos vecinos que hallaron su cartera en la vereda.
Tenía heridas como si la hubiera atacado una manada de hienas y la ropa en jirones, dijo el policía, quizás un grupo de violadores, algo terrible, el barrio estaba conmocionado. Vignac escuchó con fría atención hasta que le mencionaron el nombre. Enseguida, torció el volante y giró en U, casi saliéndose del camino. Lucas adivinó que algo terrible había sucedido al verlo de vuelta en su jardín, con el rostro descompuesto.
–¡No puede ser casualidad! –exclamó, paseando por el despacho, incrédulo, todavía atontado por la noticia e incapaz de sentir por la secretaria toda la compasión que vendría después. En cambio, Vignac tragaba su segundo whisky para ocultar una mano temblorosa y calmar su emoción–. Otra trabajadora de la clínica... Tengo que ponerlos sobre aviso.
Vignac agitó un brazo, como un manotón de ahogado. Lucas se apoyó en el sillón.
–Ahora que lo pienso... ¿Ud. era su amante, no es así, Vignac?
El otro asintió gravemente: –Por eso... no es Santa Rita lo único que tienen en común. Piénselo... –estaba recuperando sus ademanes autoritarios, pero tartamudeaba aún–. Su amiga primero, ahora Valeria... nosotros sabemos... A la hija de Tarant la tengo vigilada... pero se mueve entre ellos, hay otros... ese hombre que lo atacó ¡Hay una conexión!
Vignac parecía exultante, pasando del abatimiento a la euforia en minutos. De pronto se levantó, nervioso, había recordado a su fiel colaboradora, tenía que ir por ella y ponerla en algún lugar a salvo.
Lucas se quedó pensando en sus palabras y no tardó en encontrar hechos que las avalaran. Lina le había parecido extraña, conmovida, al enfrentarse con ese hombre alto. Tenía la fea sensación de estar olvidando un detalle.
–¿Qué haces? –murmuró Helio Fernández despertando de un sueño pesado con dolor de cabeza.
Lina estaba sentada a los pies de la cama, con un camisón de seda negro que descubría sus piernas, la tabla de dibujo sostenida en su regazo, sacando un boceto mientras él dormía como un ángel, con sus cabellos rubios extendidos sobre la almohada y su largo cuerpo atlético enrollado en la sábana, los labios entreabiertos, húmedos y rosados. Ella sonrió, y le colocó un pie encima para que no se moviera. Entonces, él comenzó a recordar y entendió por qué se sentía tan débil.
Había creído que ella lo aceptaba con reticencia, pero cuando llegaron a su apartamento, comenzó a seducirlo casi con obediencia, como si supiera que era lo que quería. Encantado con sus gestos delicados, casi modestos, se encontró tumbado en su cama desnudo, entregado a sus caricias y besos. Admiró el cuerpo compacto de Lina, suave y blanco, ondulante, que despertó toda su potencia. Hasta le permitió, con deferencia, que se pusiera sobre ella para descargarse con violencia en su carne tibia. De pronto, en el climax, ella le mordió en la parte tierna del brazo, y la miró sorprendido, pero no podía desprenderse porque la sensación era tan voluptuosa; lo tenía atrapado entre sus piernas. Helio notó que unas gotas rojas brillaban sobre el pecho de Lina, cuando se inclinó sobre él y le clavó la boca con fuerza junto al hombro. Una línea de sangre escurrió por su cuerpo y ella lo lamió golosa.
El celular lo sobresaltó. Lina se levantó de la cama estirando las piernas y, dejando el dibujo a un lado, le tiró el aparato. Helio se lo puso en la oreja con fastidio y una voz imperiosa lo sacudió:
–¿Qué mierda estás haciendo? –gritaba Vignac exasperado, porque Lina no había intentado despertarlo pero el teléfono había sonado muchas veces. Estaba alterado porque no le había sido fácil dar con el paradero de Deirdre, que no estaba en su casa, y temía llegar tarde. El tráfico de la hora pico lo estaba deteniendo a mitad de camino, apretó la bocina como loco pero no logró avanzar ni un centímetro–. ¿Dónde se metió todo el día? Un vampiro atacó de nuevo, a otra empleada de Santa Rita... ¡Lo estoy llamando hace horas!
–Cálmese –replicó Helio, recogiendo su ropa del suelo y deteniéndose un momento porque la habitación le daba vueltas.
Ella lo había escuchado todo gracias al volumen de Vignac. Perdiendo su habitual aplomo exclamó: –¿Quién? ¿Está muerta? –posiblemente más agitada por causa del vampiro que por la mujer atacada.
–¿Qué? ¿Está con ella? –Vignac clavó el freno y gritó, casi sofocándose de rabia.
De pronto, alzó la vista y percibió que, a fin de cuentas, había llegado al Instituto Francés donde trabajaba Deirdre. Una marejada de muchachas salían de clase. Sin preocuparse de estacionar, salió corriendo, esquivando autos, con la pistola en la mano.
Pasó el atrio sin dar explicaciones y desembocó directamente en un patio soleado. Ante él se abrían dos pasillos a los lados y una puerta doble. Antes de llegar a la puerta batiente, esta se abrió y una pelirroja salió impelida hacia él.
Deidre estaba saliendo de una entrevista con la directora ya que pretendía recuperar su trabajo, cuando al bajar la escalera observó a un hombre de ojos siniestros que parecía esperarla en el solitario corredor. Aunque él no se había movido y no habían mediado palabra, apuró el paso para llegar a la salida. Sin aviso, él se le tiró encima. Como por intuición, lo vio venir y se inclinó hacia delante. Su inesperado movimiento hizo que el hombre perdiera el balance y resbalara en el piso encerado. Ella aprovechó para correr, y justo cuando empujaba la puerta, una mano aferró su saco. La prenda se desprendió en el impulso, y cayó, atolondrada, en brazos de Vignac, gritando de miedo.
En el acto, él vació la pistola sobre la puerta que se iba cerrando, pero el peso de Deirdre y la distracción desviaron la mayoría de las balas. En la madera quedaron tres orificios bien marcados. En cuanto se apagaron los ecos de los disparos, se atrevió a echar un vistazo. En la galería envuelta en penumbras no había nadie.

El muerto que habla

El jefe de policía retó a Gómez por involucrar como consultor a Vignac porque descubrieron que había sido amante de dos de las víctimas, Valeria y Deirdre. Aunque le pidió discreción, Gómez le confirmó al profesor, antes de marcharse con un bufido de cansancio, que el supuesto suicida no había sido culpable en ninguno de los casos de mordidas.
–Recapitulemos, entonces –se hallaba reunido con el doctor Massei en la casa de Deirdre, adonde Vignac se había mudado esa misma tarde–. El auto marrón lo siguió desde el apart de Lina Chabaneix, si quiere llamarla así, hasta lo de su amiga Julia. Ud. pensó que era uno de mis... empleados, y no le prestó atención. Luego volvió a atacarla. Después fue por personas que yo conocía –agregó susurrante–. Nos ronda como una bestia salvaje, quiere que le temamos. Yo, su enemigo, la molesté hasta sacarla de su escondite, ahora ella quiere vengarse y ha mandado a un vampiro a acosarnos.
–Pero ¿por qué yo, por qué Julia? –replicó Lucas, escéptico–. Nosotros nunca le hicimos nada.
–Ah... Tal vez por celos, si ese vampiro es el amante –Vignac le clavó los ojos, y Lucas, aunque inocente, tragó en seco–. Tal vez ella lo mandó a deshacerse de Ud.
Pálido, respondió después de un trago de bourbon:
–No... Si hubiera tenido un aliado tan poderoso, no me hubiera necesitado para ocultarse de Ud. La verdad es que corrí más riesgo de vida con sus sicarios, Sr. Vignac, que con ella.
Lucas miró al hombre que había recorrido el mundo en busca de los asesinos de su hermano, y al final encontró al culpable, pero muerto. Toda su venganza tenía que desatarse sobre Lina, la hija. También volvió a su mente ese hombre que lo atacó, con dientes en punta y ojos malignos.
–¡Ya lo sé! ¡Tengo una idea de dónde lo había visto antes!
También Lina sabía de quién se trataba, aunque apenas lo había visto de refilón y estaba muy cambiado. Pegándose a Helio Fernández, cómplice de Vignac, pensaba seguirle la pista. Cada vez que atacaba a alguien que ella conocía, se estremecía, incapaz de entender por qué. Después de tomar un café cargado con mucha azúcar, Helio había ido a la dirección que le indicó Vignac. A Lina no le costó convencerlo de que también quería conocer al extraño, y se sentaron a esperar en el auto. Al rato bajó de un taxi la pelirroja dueña de casa, muy nerviosa, y el cazador, cargado con valijas. Luego apareció la camioneta de Lucas. La orden que recibió Helio fue esperar afuera. Querían armar una trampa, suponiendo que el vampiro iba a venir por Deirdre.
–No creo que aparezca ese maldito –dijo Helio, risueño, a su compañera, cuando el reloj digital mostraba en verde las doce–, con toda esta gente por aquí.
–Yo presiento que va a venir –replicó ella, mirando a lo lejos.
En el jardín había un gran abeto que tapaba la vista de la calle; del otro lado un par de hamacas habían sobrevivido al paso de los años, aunque los niños habían crecido.
El viento sopló entre las ramas y una nube gorda ocultó la luna. De entre las sombras emergió una figura y miró hacia la ventana iluminada del comedor, donde charlaban dos voces masculinas. En el segundo piso, tras las persianas bien cerradas, dormía Deirdre bajo el efecto de un Valium. El hombre alto avanzó hacia la casa. De pronto, alguien se plantó frente a él.
Lina había saltado la cerca, pero Helio demoró en abrir el portón del jardín.
–¡Tú!
En la exclamación Lina había condensado interrogación, duda, y asombro a pesar de la certeza de que se encontraría con alguien que había creído muerto por once años. Él correspondió con una sonrisa complaciente. Ella notó que se había hecho limar los dientes y que estaba muy pálido.
–Así es, querida. ¿No estás contenta de volverme a ver? –su tono era burlón pero amenazante.
Ella sacudió la cabeza. No era una negativa, sólo que no entendía cuál era su juego. Él intentó pasar de largo, Lina lo tomó del brazo, y con violencia, se liberó de ella arrojándola por el aire. Golpeó su cintura contra el travesaño de la hamaca y cayó como una muñeca de trapo. Helio retrocedió, aunque el otro ni se había fijado en él, más atento a los movimientos tras la ventana.
Se escuchó el zumbido de los dardos; no intentó esquivarlos. Uno se clavó en su brazo y otro en su pecho, se los arrancó sin inmutarse. Lina se acercó con cautela, y él la miró con desprecio.
–Mírate, qué débil y poca cosa que no puedes contra mí ni con estos humanos aunque eres de raza pura. Tu padre estaría muy decepcionado y yo... –en un solo movimiento la había aferrado del cuello pero no apretó. Sólo quería hacerle sentir su dominio–, también estoy muy enojado por tu traición. Viviendo como humana...
–Charles... –Lina susurró, la tenía inmóvil pero en sus ojos no asomó el menor temor–. ¿Qué haces?
Apenas aflojó el apretón de sus dedos, ella se desprendió y se desquitó con una cachetada. Vignac había aparecido en el umbral, desafiante, sacando una pistola del cinto.
–Ah... cazador, qué gusto verte cara a cara –exclamó, y abrió los brazos, invitando a usar su pecho como blanco–. El hermano del hombre que supuestamente me mató y al hermanito de mi querida Niobe –al decirlo Lina notó un brillo de burla en sus ojos, y la ironía enfureció a Vignac–, buscando venganza después de tantos años. Lástima que mi amigo Tarant no esté aquí para terminar contigo, cazador inútil, pero creo que mi amiga lo hará con gusto. ¿No es cierto, Niobe? ¡Mátalo, ahora!
Vignac no había tirado del gatillo, detenido por sus palabras, porque en su boca todo sonaba tan extraño, como una comedia.
Lina se alzó de hombros, y replicó con frialdad: –Yo no sigo tus órdenes. Estás muerto.
En un segundo, Charles la volvió a golpear en el rostro. Vignac despertó y disparó sin mirar, turbado. El hombre recibió un impacto en el muslo que pareció no dolerle, y otro en la cintura, que tampoco lo detuvo. Impactado, Helio corrió a encerrarse en el auto. Vignac aguantó estoico, aunque sabía que no le estaba dando porque el hombre se movía muy rápido. Se le venía encima.
–¡Viejo, no me sirves –le susurró Charles mientras lo levantaba por el cuello apretando hasta que quedó morado–, tu sangre está rancia!
Después, mientras lo atendían los paramédicos, Lucas le contaría lo que pasó. Él había salido al ver que lo estaba matando y Lina no pensaba hacer nada. Recogió el rifle del suelo y apuntó. Entonces, sonó una sirena de advertencia –los vecinos habían llamado una patrulla, inquietos por el auto de Helio–, el vampiro soltó a su presa y huyó por el costado de la casa. Lina lo persiguió.
Charles emergió entre los frutales del fondo y saltó al predio lindero. Lina rodeó la cerca y entró en un patio con piscina. El agua brillaba como petróleo en la noche, en su reflejo percibió la figura trepando a un techo.
En la azotea, él se volvió de repente y la enfrentó:
–Vuelve conmigo a Europa –ordenó con voz profunda, dejando el sarcasmo, y le tendió la mano–. Tú sigues siendo mía, mi esposa. Yo nunca te abandoné.
Lina lo rechazó.
–Yo te vi, muerto... ¿Cómo sobreviviste? ¿Por qué no dijiste algo entonces? Mi padre te adoraba, Charles –le reprochó y su voz, aunque suave, traicionó su ofuscación–. No puedo confiar en ti ahora. No me gusta tu modo de vida, asesinando como si nada.
–¿Has visto de que soy capaz? En este momento recién conoces mi poder –Charles la apretó contra su cuerpo, aspiró su perfume cálido, y la soltó con desdén al sentir que la dureza no aflojaba bajo su ardor–. Mientras no vuelvas conmigo, seguiré destruyendo este mundo que te gusta tanto.
Una potente linterna barrió la azotea pero Charles ya había desaparecido. Pensando en sus palabras, Lina frunció el ceño, y se sentó junto al tanque de agua a salvo de la luz, ajustándose la chaqueta porque había comenzado a caer una llovizna helada.

El maestro de las sombras

Helio observaba el amanecer desde su suite del décimo piso del Sheraton, mientras terminaba de dar unos recados por teléfono. Al darse vuelta notó que ya no estaba solo. Alarmado, estiró la mano hacia el beeper que tenía frente a él en el escritorio, pero Charles lo detuvo antes de que pudiera tomarlo y apretar el botón de pánico.
El vampiro lo aferró de la camisa de seda lila y lo atrajo hacia él:
–Andas detrás de mi mujer. Debo protegerla con tu muerte.
–¡Espera... –al ser arrastrado Helio había tomado de la mesa un abrecartas en forma de hoz, y se lo clavó en el vientre, cuando ya sentía los dientes picando su piel– no te precipites!
Automáticamente Charles se sintió paralizado, y con asombro, se desmoronó sobre un sillón de cuero. Al mismo tiempo, la puerta que comunicaba con la próxima habitación se abrió y, alertados por el grito de su jefe, se hicieron presentes dos guardaespaldas fornidos con pistoleras ciñéndoles la camisa blanca. Helio los despidió con un ademán. Charles no tenía fuerzas, no podía arrancarse la hoja de plata clavada en su abdomen. Helio le enseñó cómo lo hacía, al cerrar la persiana y encender una lámpara ultravioleta. La luz no difuminó la oscuridad pero mostró unos símbolos estampados en las paredes, la moquet y el techo, invisibles a la luz ordinaria pero igualmente potentes.
El vampiro estaba encerrado en un hexagrama que rodeaba el escritorio.
–Yo no pretendo hacerle daño a tu novia –dijo Helio, dando vuelta la pantalla del laptop para que viera la cara de quien se estaba comunicando desde España–. Los admiramos, y además tenemos el mismo enemigo...
Charles decidió que este podría vivir un poco más.

Entre los muros de Santa Rita el tiempo parecía no transcurrir. La gente iba y venía pero la atmósfera subsistía. Lina trepó a la rama de un árbol en el parque y desde su escondite, observó a los internos haciendo ejercicio al sol, en el césped. Luego entraron por la terraza de atrás y la enfermera Teresa saludó al doctor Massei. Lucas no se había aguantado más y había ido a su consulta sin permiso. Estaba en el patio charlando con Fernando, mientras este fumaba.
Lina recordaba su estadía en la clínica como una época dorada, tranquila, protegida. Fernando Tasse había sido su psicoanalista, un hombre distraído y compasivo que no sabía nada de lo que lo rodeaba aunque le podía decir cualquier secreto. Al entrar a la clínica psiquiátrica, Lina no sabía qué dirían sus exámenes porque su padre siempre la había mantenido lejos de la medicina occidental. Los efectos secundarios de la abstinencia de sangre por un par de meses habían sido falta de energía, desánimo, y una anemia insistente, pero sus valores extraños no llamaron mucho la atención. El Dr. Avakian era el director médico, y quien había descartado su síntoma como algo sin importancia.
Como Teresa le reprochara su cara de cansancio, que no podía evitar después de varias noches sin dormir, Lucas se quedó deambulando por los pasillos, charlando con sus pacientes que lo recibieron con sincera alegría. Estaba por marcharse cuando creyó ver a alguien en la escalera rumbo al segundo piso. En esa ala sólo había pacientes de poco peligro que podían ir y venir.
–¿Juan? ¡Débora! –llamó pensando que se trataba de alguien vagando fuera de su cuarto, y lo siguió.
Había estado absorto en sus pensamientos, y al pasar por el ventanal no pudo evitar un escalofrío al notar que había anochecido. En el recodo vio que no había nadie en enfermería, pero en el último escalón un brazo salió proyectado hacia su rostro. Trató de esquivarlo. Alguien le rodeó el cuerpo para que no cayera.
No pretendían lastimarlo, porque no quedaría bien en la autopsia. Sólo lo drogaron y mientras lo capturaban lo cegaron con una capucha.
Tal como sospechaba por el frío en sus pantalones al recuperar la conciencia, se encontraba en la azotea, lo que era extraño porque para subir se necesitaba una llave que sólo él y el casero poseían. Vio a dos hombres de pecho ancho, vestidos de pies a cabeza con ropa militar oscura, incluido el pasamontañas, botas pateadoras, la funda y el visor nocturno en el cinto.
Uno miró su reloj y señaló el horizonte con la pistola. Eran de pocas palabras. El otro respondió a su seña empujando al desprevenido doctor hacia el borde del techo, que caía en picada hacia un terraplén pedregoso. Lucas intentó frenarse con el talón pero el hombre lo superaba en diez centímetros y mucha fuerza. Apenas exhaló un grito, ahogado en el viento salado, al golpearse y resbalar por el tejado inclinado, manoteando desesperado cuando ya era muy tarde para evitar su desplome en el vacío.
Salió despedido junto con un par de tejas sueltas. Tenía las piernas y los brazos colgando, y sus ojos enfrentados al suelo, pero insólitamente, estaba suspendido, detenido en pleno vuelo. Una mano tiró de su ropa y Lucas se halló respirando de alivio sobre algo blando. Mientras recuperaba el aliento, su mano descansó en una pierna bien torneada enfundada en cuero.
–¡Lina! –exclamó, a punto de comenzar un interrogatorio.
No era lugar para ponerse a charlar, con los dos mercenarios que ya le estaban apuntando los marcadores láser. Las balas eran para ella, cuidando de no apuntar a la cabeza ni el corazón a riesgo de que su jefe los destripara. Lina se alzó, arrastrando a Lucas con ella, y corrió por el tejado hasta el borde. Saltó. Lucas la imitó, espantado, y notó con alivio que aterrizaban sobre el techo de chapa del ala antigua de la casa y, cómo se había olvidado, de allí podían descolgarse sobre las planchas de acrílico que cubrían el patio interior, dejando a los atacantes desconcertados arriba.
–¡Entraron por la cocina –susurró Lina, abriendo la reja de un tirón. Lucas contempló desolado la cerradura rota–, disfrazados en una camioneta de reparto!
–¿Quiénes son? –exclamó Lucas, y bajó la voz al pasar por el sorprendido enfermero, quien los había visto en la pantalla de seguridad y se preguntaba cómo habían aparecido en un pasillo cerrado.
No podían ser gente de Vignac. Desembocaron en una estrecha escalera de caracol que llevaba a la cocina y el lavadero, junto a la entrada de camiones. Las luces fluorescentes estaban encendidas, las papas peladas en una mesa, las ollas abandonadas y la lavadora funcionando, ¿dónde estaban los empleados? Lina escuchó un sollozo, se agachó y apartó el mantel de la mesa, descubriendo a una asustada ayudante de cocina. La muchacha no podía dejar de mover un costado de la boca siguiendo el compás de un ojo que se le cerraba solo. Lina la sacudió y con dureza le preguntó qué le habían hecho.
–Déjala... –Lucas intervino para tranquilizar a la joven, que sonrió al verlo y señaló una puerta–. No puede ser.
¿Para qué habían bajado al subsuelo? Dejaron que la empleada se volviera a refugiar bajo la mesa, aunque el doctor le había pedido que llamara al guardia de seguridad por el teléfono. Helio había prometido dejar de molestar a la clínica si su prima salía libre. Estaba oscuro, la pared escurría humedad condensada por el calor de la caldera y a lo lejos se veía una rendija iluminada, el cuarto de Jano, el encargado de mantenimiento.
La vampira se había adelantado, segura de haber escuchado un rumor al final del pasillo.
–Espera, Lina –la retuvo del brazo, enérgico pero sin levantar la voz–, o como quiera que te digan. ¿Por qué viniste? ¿Qué estás haciendo aquí?
–Después te digo –replicó ella sin pestañear.
Adentro del laboratorio, tras la puerta entornada, los intrusos se miraron complacidos al escuchar susurros; había venido directamente hacia la trampa.
Lucas la sobrepasó y abrió la puerta de un empujón; después de todo era su clínica y tampoco podía esconderse tras una mujer, aunque fuera tan fuerte como Lina Chabaneix. Miró sorprendido el resplandor verdoso del tubo fluorescente que sostenía en su mano una figura encapuchada. A pesar de su resolución, se quedó paralizado como un tonto, sintiendo un escalofrío, deja vu, y Lina lo apartó, ansiosa por ver ya que él tapaba la entrada. De inmediato, un hombre alto vestido como un comando se abalanzó sobre ella e intentó dominarla. Lina se desembarazó de sus amplios brazos y le dio un golpe en el mentón, pero ya otro la había tomado por la espalda, rodeándola con una cuerda de acero. No se resistió más, en cambio giró la cabeza deliberadamente y comentó:
–Puedo sentir tu perfume, Helio. Déjate de juegos.
Con una sonrisa, el tercer hombre se quitó el pasamontañas. Lucas quedó atónito: había confiado en este joven, y creía ser capaz de distinguir la perfidia en el corazón de la gente. ¿No le habían causado siempre desconfianza Lina y Vignac? Por eso ya no le causó tanta sorpresa cuando la figura encapuchada, la dra. Silvia Llorente, se descubrió. La luz verde le daba un aspecto más repugnante a la piel quemada de su rostro, enmarcado en el cabello fino y ralo que le cubría el cuero cabelludo.
–¿Le doy mucho asco, Massei? –murmuró con voz estrangulada por la emoción.
Lucas notó que si él se sentía indignado, y Helio y Lina parecían estar disfrutando del juego, Silvia en cambio despedía un odio intenso por sus pupilas. Había venido por la revancha, por razones largamente acariciadas por su familia, y tenía como premio poder desquitarse de la mujer que la había dejado con esa apariencia.
Agotada su paciencia con este grupito, Lina se puso en acción. Sorprendió a los dos sicarios, corriendo hacia el que la tenía sujeta, saltó en el aire con increíble ligereza y le dio en el rostro, lo rodeó con la cuerda mientras caía e intentó ahorcarlo con el extremo que él había soltado. Esquivó el ataque del otro agachándose y, aún sin liberar sus brazos, trató de morderlo. Él retrocedió, sobresaltado por su expresión fiera. Su compañero, aunque medio asfixiado, logró tirar de la cuerda y ajustó el mecanismo; Lina cayó hacia atrás de golpe.
–Tus empleados son mejores que los de Vignac –susurró cuando lograron retenerla por el cuello a riesgo de rompérselo–. Pero, ¿con quién estás?
Mientras tanto, Silvia se había acercado a Lucas, quien no se creía amenazado hasta que sintió un ardor en el pecho que le llenó los ojos de lágrimas. Silvia le extendió una jeringa llena de un líquido pastoso amarillento y le ordenó que se la inyectara a la vampira. Lucas notó de pronto que la tenía en sus manos sin saber qué hacía.
–¡No puede ser! –exclamó Lina, al descubrir el muñeco vudú que sostenía la antigua psiquiatra–. Yo vi cómo Vignac destruía esa figura...
–Ja, se ve que no sabes de magia, guapa –replicó ella, observando con ojos burlones cómo Massei arrimaba la aguja al cuello de la joven, bien sujeta entre los dos sicarios–. El poder sobre la marioneta está en el aura del hechicero, no en el muñeco. Si sobrevive un grano de él se puede rearmar y la persona sólo se puede salvar con un contra-hechizo. Esta daga –señaló colocando la punta en el pecho del muñeco de cera–, es una vía para conectarnos. Ahora lo tengo bajo mi poder, y luego de terminar contigo vamos a hacer que se suicide.
¿Qué será eso? Se preguntó Lina, notando el pinchazo frío. Esperó que sucediera algo, pero el doctor no había empujado el émbolo, su dedo titubeaba.
–¿Qué pasa, Silvia? –se impacientó Helio.
La daga de plata tembló en su mano y la doctora Llorente miró el muñeco, sobresaltada. De pronto, lo soltó. Estaba caliente, la quemaba. Lo mismo pasaba en el pecho de Lucas, le escocía la piel como si tuviera un fierro candente trazándole círculos encima. Se abrió la camisa de un tirón: los símbolos que Silvia le había inscrito en su ceremonia habían vuelto a aparecer como quemadas de cigarrillo llagadas. En medio le colgaba la cadena de su padre, la cruz maltesa que halló en el ático y por algún motivo había comenzado a usar, aunque no creyera en la religión, solo porque era su recuerdo.
–¡Tiene un protector! –gritó Silvia, horrorizada.
Lina aprovechó el momento en los mercenarios se espantaron al notar que algo espectral salió del cuerpo de Lucas y sobrevoló el cuarto en sombras, y logró soltarse. Silvia rompió la luz al correr, huyendo de una fuerza oscura que volvía contra ella. Helio trató de calmar a sus hombres, ordenándoles que no perdieran a la mujer. Se había tirado al piso en el momento en que el espectro salió de Lucas, por la jeringa que este había dejado caer, y de rodillas, esperó su oportunidad.

Mensajeros de luz

Jano estaba en su cuarto echado en su estrecho camastro con los ojos bien abiertos. Lo habían dejado amordazado y atado con sus propios pulpitos, después de atontarlo de un porrazo en la cabeza. Creyó oír a alguien que pasaba por su puerta pero no vinieron a ayudarlo. Jano era terco, no pensaba quedarse a esperar mientras unos ladrones andaban por sus dominios. Logró enganchar un extremo de la cuerda elástica en un tornillo de la cama, que hacía años estaba por arreglar, se liberó, y sin pensar en el peligro, fue a investigar. Entonces oyó un grito espeluznante, y la voz del doctor Massei. Vale la pena aclarar que Jano había sospechado de las actividades extrañas del doctor desde que asesinaron a un enfermero y llenaron ese cuarto de pentáculos y figuras diabólicas.
Abrió la puerta en medio de la oscuridad y lo único que obtuvo fue un nuevo chichón en la frente. Confundiéndolo con el Dr. Massei, los mercenarios lo noquearon en la confusión, Lucas escapó ileso, Silvia no cesaba de gritar entre furiosa e histérica. Lina salió tras los intrusos, y recién se detuvo al subir y enfrentarse con la luz deslumbrante del lavadero. Helio aprovechó ese momento para encajarle en el hombro la jeringa y sintiendo el piso vacilar bajo sus pies, cayó.
Los mercenarios la cargaron en la camioneta estacionada con impunidad en la puerta de servicio, y salieron derrapando por el camino de tierra, dejando atrás a la prima de Helio para que pagara por ellos.
Vignac estaba fastidiado consigo mismo porque fue el doctor quien se había dado cuenta que Charles era el hombre en la foto de familia de la vampira. Estuvo revisando con atención el diario que le había robado. La joven escribía sobre su compromiso con Charles, heredero de un antiguo linaje, y de lo feliz que estaría su padre al unirlos. A continuación, releyó las cartas de su hermano Tomás Lara, de cuando estuvo con los vampiros. Revelaba que Charles poseía un carácter complejo, un seductor nato, con carisma y poder entre los suyos. Pero no traslucía la violencia descarnada, la total falta de misericordia que mostraba ahora, aunque Tomás confesaba que a veces le daba escalofríos tenerlo cerca.
Gómez, el policía, había venido a reclamarle porque logró obtener información con la foto que le había prestado, y no le gustó enterarse de que pasaba por un diplomático moldavo. Encima su amigo, el dueño del Venus –lo habían averiguado los de drogas porque tenían el lugar vigilado– era un rico georgiano poseedor de hoteles en Batumi y Constanza.
Vignac había encargado bajar unos archivos de la Interpol a su hacker de confianza. Le sorprendió que no contestara el celular al avisar que llegaba, porque por supuesto el rancho de lata en uno de los peores barrios de la ciudad no tenía timbre. Vadeando el amontonamiento de basura que los vecinos le habían depositado en su jardín, Vignac se abrió paso hacia la vivienda, y el hedor que lo azotó al empujar la puerta lo alertó de la imagen que iba a encontrar. Entre el calor de los monitores y equipos funcionando, el cuerpo yacía hirviente de moscas y gusanos que se apresuraban a alimentarse del escaso sustento que les podía proveer. La mancha negra se extendía del sillón ergonómico hasta la puerta del fondo.
Salió al exterior asqueado, y caminó hacia su auto, desalentado. De pronto, se encontró rodeado de un puñado de niños mugrientos y chillones. A medias entendió que querían algo por cuidar su coche pero no estaba de humor, y los despidió con un billete mojado al enjugar el sudor de su frente. Alzó la vista, alguien insistía en impedirle el paso.
–Buenas noches, profesor –la joven calva, pálida, y vestida de cuero brillante no encajaba en aquel barrio de indigentes, y presa repentina del temor, percibió que lo habían atrapado.
Tres de aquellas criaturas habían ido a buscar víctimas, donde podían ser compradas y cazadas sin llamar la atención, por fortuna se habían encontrado al enemigo.
Vignac apretó las llaves dentro de su bolsillo: tenía armas en el auto y sin embargo estaba desprotegido, frente a esas garras metálicas ávidas de su sangre.

–Bueno, hombre, me salvaste la vida –Lucas trataba de consolar a Jano, desesperado porque los criminales se le habían escapado.
El doctor no pudo evitar una sonrisa ante su desconsuelo, como si él solo hubiera podido detener a esos brutos. Por otro lado, no tenía razones para reír: no podía contactar a Vignac y Lina había desaparecido. La descuidada ayudante de cocina confesó que había visto que la raptaron ¿Pero para qué la quería Helio? ¿No habían venido para vengarse de los Massei?
Al final, tuvo que ir a casa de Deirdre, quien estaba desesperada porque ya era de madrugada y Vignac no volvía, y con la ayuda de Gómez, lograron dar con el extranjero. Lo habían dado por muerto, pero uno de los niños del barrio llamó de su celular a la emergencia y pudieron rescatarlo, aunque seguía en coma, con pocas esperanzas de salir con vida. Su amiga se quedó acompañándolo en el hospital.
De alguna forma, meditaba Lucas de regreso a Santa Rita, la cruz que llevaba en el pecho lo había protegido y quería creer que por ser legado de su familia. Había descubierto en el diario de su bisabuelo que tenía una conexión con la antigua orden de los caballeros hospitalarios, o de Rodas, conocidos más tarde como la Orden de Malta.
Tuvo que refrescar su historia en los libros, pero pudo descubrir que esa había sido la primera de las órdenes de caballería, anterior a los famosos templarios. El califa de Egipto Hakem-Bamrillah había perseguido con saña a los cristianos que vivían en Jerusalén, y por ello el Papa Silvestre exhortó a las ciudades más poderosas de Italia a tomar las armas y liberar el paso a la ciudad sagrada. Una vez muerto el califa, se reanudaron los viajes y el comercio, y entonces los amalfitanos construyeron la iglesia de San Juan, en 1048, con un hospital para los viajeros. Estos hospitalarios de San Juan fueron el germen de la orden; presididos por un gran Maestre, se ocupaban tanto del cuerpo como de las almas, pues entre sus filas contaban con legos, curas y caballeros encargados de proteger a los peregrinos.
Massei sintió con orgullo que su tradición familiar encajaba, porque varios de sus ancestros estuvieron dedicados a curar y ayudar, ¿y cuántos de ellos, a lo largo de doscientos años, habían pertenecido, o habían tenido vínculos con las obras de caridad que realizaba la Orden desde que se incorporó al Vaticano?
Observó detrás del vidrio a la frenética Silvia, que aullaba blasfemias y se revolvía en la camilla tratando de zafarse las correas que le habían puesto para que no se dañara.
–Quiero hablar con ella –le dijo a la enfermera, en un tono de voz grave que sorprendió a Débora. Nunca había visto al doctor Massei con una mirada tan determinada. Dudó, pero Lucas exigió–. Por favor –y Débora lo dejó a solas con la psiquiatra desquiciada, tocándole el brazo en señal de apoyo al pasar.
Silvia fijó en él unos ojos aterrados, pero Lucas no estaba seguro de cuánto comprendía la mujer.
–¿Qué es lo que quieren de Lina Chabaneix?
–Helio... –susurró Silvia y luego, arrepentida de haber hablado, soltó una risotada que no decía nada a favor de su salud mental–. ¡Ja, ja! ¡Hermosa! –gritó con frenesí y lo repitió con un tono salvaje–. ¡Mi belleza... de vuelta! –Lucas tomó una escupidera de acero inoxidable y la enfrentó con su propio reflejo deformado. La mujer miró fijamente, y en sus ojos se reflejó el horror cuando el pájaro negro salió de sus pupilas y aleteó sobre ella.
Él la observó fastidiado, en su intento de huir de las alas espectrales.
–Mi poder... –murmuró, cansada, debatiéndose con las drogas.
–Maldita bruja –resopló Lucas, y le aferró la mandíbula–. ¿Dónde está tu primo?
Helio estaba admirando su adquisición, aunque le hubiera gustado tenerla un tiempo más antes de entregarla a Charles. Un técnico de bata blanca, cubrebocas, y lentes protectores, le estaba sacando sangre y llenando unos cuantos tubitos que, etiquetados y embalados en una heladerita irían pronto camino a España, donde los genetistas de su familia la aguardaban para sus estudios. Como habían dejado el Sheraton el día anterior y limpiado totalmente sus rastros, no le preocupaba que Gómez lo estuviera buscando.
Charles entró al recinto, espantando a sus hombres, y se acercó a contemplar a la mujer, que lo observaba por debajo de sus pestañas, atenta a lo que decían. Estaba enfurecido porque la policía tenía vigilado su territorio por culpa de su amigo Igor que se le había dado por ofrecer éxtasis, y por los incompetentes hombres de Helio Fernández que habían dejado vivo a Lucas.
–Pero estoy contento –terminó con un tono amargo, inclinándose sobre la camilla de metal para rozar los ojos de Lina con sus labios–, todavía puedo hacerlo con mis propias manos –ella se sacudió con repulsión para librarse de su toque. Su aliento fétido le decía que se había alimentado hacía poco–. Y querida, tengo una buena noticia... nuestra gente ha acabado por fin con ese cazador de la tercera edad.
Lina notó que no tenía fuerzas. ¿Qué le habían hecho mientras dormía? Vio los moretones en el brazo. Charles lo levantó y lamió la herida de la aguja con fruición. Luego, soltándola de pronto, ordenó:
–Sáquenle un litro más, no le hará daño. ¡Helio, prepara todo para partir! Ya tengo un lugar muy apropiado para colocar a nuestra huésped mientras dispones del carguero.
Helio sacó del bolsillo su celular, que venía sonando hacía horas, y lo tiró al tacho de la basura junto con el material médico usado. Por eso, mientras iban en la camioneta, se sorprendió al escuchar un pitido insistente que le salía de la ropa y se acordó que tenía otro para comunicarse directamente con su abuelo, el jefe de la familia. Lo sacó de su cinturón, lo abrió, y lo conectó a la laptop que llevaba uno de sus guardaespaldas. Un anciano medio calvo, con unos ojos negros de mirada severa que se hundían entre pliegues de piel, lo estudió desde la pantalla con profundo disgusto. En el fondo se apreciaba el estilo clerical de su despacho en Barcelona, con macizos muebles de cedro, paredes blancas, un crucifijo de bronce y ventanas angostas.
–Oye, he recibido una llamada desagradable. Estás llamando la atención, aunque tu misión era limpiar el nombre de nuestra familia. Mi sobrina debería estar ya aquí.
–Fue una sorpresa, señor. Mi prima insistió en... –qué rápido corrían las noticias, pensó Helio–. Pero tenemos a la infiel y le podemos sacar mucho provecho en Europa, además ya voy en camino a terminar el asunto con el doctor.
–Este doctor que dice ser un Massei es el que me llamó –rezongó el abuelo, y Helio saltó en su asiento–. Dice que tiene en su poder algo que nos interesa y lo quiere intercambiar por esa joven...
–¿Qué? –exclamó Helio, sin poder creer lo que escuchaba.
El diario que Lucas encontró en el ático narraba la misión de su ancestro, quien debió atravesar ríos embravecidos en medio de la tormenta y escapar de los bandidos que asolaban los caminos, para poner en manos de la Orden el último mensaje del gran maestre muerto. Gracias a su celo en cumplir la tarea, a pesar de todos los obstáculos que le pusieron en el camino, Rodrigo Llorente había sido excomulgado y nunca más un miembro de su familia logró recuperar el prestigio perdido. La misiva fue entregada en custodia a los Massei, reconociendo su fidelidad. Por eso, hasta hoy, no había ser en el mundo más insoportable para un Llorente que uno con el nombre de Massei, pero su abuelo le pedía que negociara con él. Helio notó que se habían detenido en el lugar que Charles había escogido, y con una mezcla de inquietud y expectativa, ordenó a sus hombres que la sacaran del baúl.

Transacciones

Lucas se bajó de la 4x4 frente a la amplia fachada oscura y esperó, antes de entrar a la mansión, preguntándose por qué Julia y su tía le habrían pedido que fuera con tanto apuro.
Nubes gordas y grises se agolpaban sobre el tejado, empujadas por el viento furioso, las ramas de los árboles se inclinaban sobre su cabeza, y en todo el jardín no se oía la voz de nada viviente. Intranquilo, subió los escalones de piedra, y estaba a punto de entrar cuando observó varios paneles de vidrio rotos en la ventana más próxima.
–Hola, Ju... –su saludo quedó cortado en seco–. ¡Qué!
Detrás de su amiga apareció un grandote desconocido, y adentro del salón, vio que sus tías permanecían sentadas, bajo vigilancia de dos extraños con pasamontañas y sendas pistolas.
–Me dijeron que tenías algo para mí y he pasado a recogerlo –habló alguien a su espalda, y se le puso la carne de gallina.
Algo le rechinó por dentro al ver a Helio en su elegante traje marrón y zapatos lustrosos. Lucas paseó la mirada por los cuatro intrusos armados... no podía hacerse el héroe y caer de un disparo, de esa forma no las ayudaría. Tragó en seco al notar la palidez de Julia y de su tía Antonieta. La anciana Elena parecía confundida, como si su mente estuviera en otro lado. Acongojado, asintió con la cabeza y con la voz enronquecida, les rogó:
–Déjalas en paz, por favor... te daré la carta.
Algo rodó y cayó con estrépito en la cocina. Los ojos de Julia se abrieron con horror y Lucas no dejó de notarlo. Recordó que había más gente en la casa y se preguntó qué habían hecho con los empleados. Probablemente la cocinera, encerrada en la despensa, había oído que llegaba un vehículo y estaba tratando de llamar su atención, explicó Helio.
Uno de los guardaespaldas había dejado su pistola sobre la mesita de café mientras lo palpaba. Lucas miró de reojo el arma, pero de nuevo, ¿qué podría hacer solo contra cuatro hombres por más que tuviera una pistola? No era Bruce Willis.
–¿Dónde lo tienes? –Helio estaba apurado por tener su tesoro, temeroso de lo que podía desatarse en cualquier momento, ya que Charles, aunque distraído con su dama, estaría enterado del arribo de Massei.
–Arriba –Lucas señaló con el dedo, porque lo estaban cacheando con los brazos en alto–. En el ático.
–Muy bien. Yo iré contigo. Por si se te ocurre escaparte o algo –Helio miró a sus hombres y les hizo una seña de advertencia–, Uds. terminan con ellas si no volvemos en quince minutos. ¿Está bien?
A las señoras no les hacía mucha gracia el arreglo, pero servía para que Lucas se pusiera más nervioso. ¿Se animaría a apostar sus vidas con este hombre? ¿De qué era capaz? Tuvo tiempo de reflexionar mientras subían dos escaleras y trepaban por el estrecho pasillo hacia el último piso, con la cruz que colgaba de su cuello golpéandole junto al corazón, dándole aliento.
Lina despertó sin saber dónde se hallaba, y cuanto tiempo llevaba así. Una cabeza flotaba ante su visión, una figura demoníaca con dientes agudos y brillantes de saliva. Levantó apenas su cuello y la ilusión cedió. Estaba sobre el regazo de Charles, en un lugar húmedo: la lámpara mortecina que colgaba del techo revelaba una anticuada bodega, con muros de piedra tosca y oscuras estanterías llenas de botellas polvorientas.
Parecía haber pasado una eternidad sin que ninguno dijera nada. Charles estaba sentado en un banco largo. Incapaz de moverse, la mujer sentía el cuerpo candente que la sujetaba, una mano dura que bajó por su cuello siguiendo la línea del esternón, bajo su blusa, hasta apoyarse sobre su pecho izquierdo, cerca del debilitado corazón. ¿Latía? Ella no lo oía, sólo podía sentir el frío agarrotando sus brazos y piernas. Charles removió su mano para introducirla entre las piernas de su novia, luchando con el apretado pantalón y dañando la delicada piel con sus uñas.
–Extrañaba esta carne –murmuró en su oído, pero ella apenas reaccionó con un quejido, y no placentero sino mareada por el bamboleo de su cabeza al ser estrujada en un abrazo posesivo.
Impresionado, Helio estaba observando la cruz de plata y la raída bandera que la envolvía, dándole tiempo a Lucas para dudar mientras abría el arcón donde guardaba las cosas de su padre. Sentía que estaba cometiendo una traición, pero ¿cómo debía actuar?
–¿Quién más está en la casa? –el doctor tenía un delgado papel amarillo en una mano, el diario abierto sobre el arcón, y lo sorprendió con su pregunta–. ¿Dónde tienes a Lina? Está cerca, ¿verdad?
Helio alzó los brazos al cielo exasperado: –¡Por Dios! ¡Otra vez con esas! Dame la carta y terminemos...
En un instante, Massei había partido el papel al medio y lo tiró al suelo.
–¡No! –gritó Helio.
Sacó el arma de la cintura, pero en lugar de apuntarle se detuvo a recoger los pedazos. Antes de que se diera cuenta, Lucas, que estaba de pie junto al tabique de madera que dividía el ático, dio un paso atrás y se hundió en una zona oscura. Helio lo siguió sin pensar que el otro conocía el terreno desde niño y podía andar con los ojos cerrados sin tropezar con las vigas del techo. No había dado dos pasos cuando una barra de metal vino directo hacia su cabeza y lo derribó.
Lucas tenía en su mano una espada herrumbrada, parte de una armadura de latón que yacía arrumbada en la partición siguiente. Después de haberle partido la nariz sintió un gran alivio, aunque no mejorara la situación:
–Está bien –farfulló Helio desde el piso, cubriéndose con una mano la sangre que le escurría–. Las cosas son así. Yo te daría a tus mujeres y me iría en paz, pero no creo que Charles acepte. Te desprecia y creo que piensa descuartizarte. Pero antes escucharás un par de tiros, porque ya pasaron trece minutos...
Mientras hablaba tanteaba el suelo, sin notar que Lucas ya se había apoderado de la pistola que soltó al caer. Bajaron por otra escalerilla con sus posiciones intercambiadas, aunque Helio sentía un secreto consuelo al haber logrado tomar los trozos de papel que calumniaban a su familia. Previendo que los sicarios podían estar vigilando la escalinata principal, Lucas lo hizo salir por el pasaje oculto a la cocina, salvándose de ser nuevamente atrapado. Detrás del fogón, esperó antes de correr la piedra falsa y escuchó unos gemidos sofocados. Era el jardinero, que había sido herido en el brazo por los intrusos, lo habían amordazado y encerrado con la cocinera y la mucama.
Lina vio brillar un filo en la oscuridad, reflejando las pupilas desquiciadas de su antiguo novio, y el miedo le recordó que estaba viva. Charles rió contento al sentir la tensión en su víctima, aunque el cuchillo era solamente para cortar la gruesa tela de cuero a lo largo de la pierna y exponer la carne blanca y apetitosa. Hundió sus dientes filosos en la cara interior del muslo estremecido, sorbiendo su sangre de abolengo con infinito placer. De pronto, tuvo que detenerse, alertado por unos sonidos que provenían de la casa. Escuchaba a esos ratones en la cocina, pero cuando subió, verificó que los tres sirvientes seguían encerrados, y siguió de largo hacia la sala. Recién entonces se le ocurrió a Lucas accionar la palanca, y salieron a la luz.
–Por meter a ese demonio a mi casa... –Lucas rechinó los dienes y apretó la culata.
–Tú lo trajiste, seguía el rastro a su novia. Y ahora, doctor Massei ¿tienes alguna otra antigualla que te salve, y a tus tías... Tal vez una estaca o un crucifijo –replicó con cinismo Helio–. Aunque primero irá por esa chica, Julia –quería hacerlo actuar con precipitación y escapar en la confusión.
–Ya pasaron de quince minutos, Fernández. Eres un mentiroso.
¿Qué hacer? A ese vampiro no lo detenía nada, y lo único que le interesaba... era Lina. La necesitaba, y aunque le parecía sucio, la iba a utilizar para salvar a Julia y a su familia. Charles sólo podía haber venido de la cava, un sótano enorme al que se accedía por una trampa en la cocina, bajando unos escalones excavados en la piedra.
Allí estaba, tendida sobre la desgastada mesa de roble. Tuvo que rodearla para verle el rostro. Lina tenía los ojos cerrados, los labios entreabiertos color ceniza, un brazo caía lánguido por el borde de la mesada. Lucas la recogió entre sus brazos y, creyendo perdida toda esperanza, exclamó: –¡Está muerta!
Lina estaba realmente caminando por ese páramo donde nunca se pone ni sale el sol, pero su cuerpo frío sintió el calor, la sangre que bullía en las venas del hombre, el latido de su corazón, el olor a vivo llegó a su nariz inconsciente. Helio miraba, atemorizado, las gotas de sangre oscura sobre la madera. ¿Se le había pasado la mano a Charles? Antes que nada, resolvió, debía huir de esa casa, tomarse el primer avión. Lucas notó sus gestos, soltó a la mujer, y apuntándole con su propia arma lo hizo parar en el primer escalón.
–Massei... –el español tembló, y Lucas tardó en darse cuenta de que no lo miraba a él con espanto, sino por encima de su hombro, a la mujer que se acercaba, amenazante, aun con los ojos en blanco, caminando a fuerza de una apetencia instintiva.
En ese instante se escuchó un grito agudo y, alarmado, Lucas subió un peldaño, apartándose justo antes de que una mano espeluznante lo rozara. Por eso Lina se desplomó sobre Helio, su boca ávida buscando una arteria. Él intentó sacudírsela de encima, pero estaba aferrada con tanta saña de su ropa que desgarró la camisa con su peso al perder el equilibrio. Cayeron al suelo, enredados. Helio aulló de dolor, mientras Lucas contemplaba, incapaz de moverse, la escena: la vampira había hundido los dientes con fuerza en el vientre de Helio y boqueaba sobre el líquido oscuro que escurría, a despecho de los golpes de puño en la cabeza con los cuales él trataba de quitársela.
Lina sintió aguijones en sus miembros helados y una oleada tibia y dolorosa recorrió su cuerpo. Volvía en sí; gradualmente percibió el terror de un hombre, escuchó sus maldiciones. Un intenso espasmo le atenazó la espalda, y se arqueó hacia el techo, soltando su presa. A medida que recuperaba fuerzas, era más conciente de esa sed monstruosa. Jadeante, se detuvo un momento, que Helio aprovechó para huir reptando a toda velocidad escaleras arriba.
Entonces, ella notó que había alguien más en el recinto. Lucas se había olvidado del peligro que corría su familia, y fascinado, se preguntaba si había resucitado realmente, cuando de pronto ella inspiró y comenzó a erguirse con deliberación. Él temió que se le arrojara encima como una bestia asesina.
No había pasado un minuto desde que Julia gritó horrorizada al ver que Charles le retorcía el cuello a uno de los empleados de Helio, porque tardaron en responderle dónde estaba su jefe. Los otros sicarios apuntaban con sus armas automáticas al sádico asesino de dientes afilados, temblando a pesar del poder de fuego en sus manos.
Por fortuna para ellos, Charles se hallaba distraído con Julia, quien incapaz de desviar la mirada de esos ojos hipnóticos, se sentía impulsada a hacer lo que le exigiera, aunque fuera ir contra lo más querido.


Sacrificio

Se podía salir de la bodega a través de un estrecho túnel bajo tierra que llegaba hasta la cuadra. Por un momento, Lucas temió que alguien hubiera mandado trancar la puerta, puesto que el pasaje no se usaba, pero al segundo intento la madera cedió, y él saltó al aire libre que ya presentía por las rendijas, fresco y húmedo.
Caía una lluvia torrencial. Lina apenas lograba caminar sola. La ayudó a subir, y por unos instantes descansaron bajo el agua, en la oscuridad, a pocos metros de la mansión y el drama que se desarrollaba dentro.
Para Lina el agua que le escurría por el pelo, el rostro, y le empapaba la ropa, era una delicia, apaciguaba el ardor que la consumía. De pronto recordó donde estaba, conciente del cuerpo tibio en el que se apoyaba, así como los brazos que la rodeaban tratando de contener sus temblores. El doctor tenía la mirada fija en un ventanal iluminado.
–Tonto... –farfulló el vampiro y pasó por encima de Helio Fernández, que estaba recostado contra la isla de la cocina, agotado tras su escape–. ¿Qué le has hecho a Niobe?
Como un vendaval, revisó la cava, volteando mesa y estanterías, rompiendo botellas y, en medio del estropicio, notó por donde se habían escapado.
Helio juntó fuerzas para ponerse en pie. Había cumplido su misión y debería estar orgulloso. Juntó los pedazos de papel amarillento y leyó, desde abajo, Fernando Hompesch... 1805... Sin embargo al llegar arriba comprendió: no era la carta que buscaba, le había entregado otra cosa. Furioso, arrugó el papel y lo tiró lejos. ¿Qué iba a hacer? No podía volver humillado a Europa, y tenía miedo de Charles... pero no podía ser tan cobarde, pertenecía a una familia notable.
Cuando el vampiro volvió a emerger del sótano, furioso después de recorrer inútilmente el pasaje retorcido y sucio por el que habían salido al parque, Helio había sacado de su bolsillo una daga, con la empuñadura en forma de serpiente enroscada sobre una cruz que se continuaba en el filo. El vampiro notó el brillo en su mano y se colocó frente a frente, mirándolo con sorna:
–Un digno representante de tu linaje, traicionando, desertando siempre que pueden para salvarse a sí mismos. ¿No fue así que tu tatarabuelo vendió su alma? ¿Entregando las llaves de su pueblo a los franceses, asesinando víctimas inocentes, mujeres y niños, a cambio de una salvaguardia para ganar Italia con sus posesiones? –Helio lo interrumpió de un empujón: le había hundido la daga en el pecho. Charles hizo una pausa, se miró y tranquilamente se quitó la hoja de plata. El otro había esperado que lo paralizara por completo–. Tus espíritus no pueden llegar aquí ¿no te das cuenta? –no había elegido esa casa solo por estar aislada, sino porque se hallaba en terreno sagrado de los Hospitalarios, allí no había magia capaz de retenerlo, por más que recitara sus hechizos. Susurró–. Creo que debes rezarle a otro dios.
Y acto seguido, la hoja zumbó en el aire, dejando un profundo corte a lo largo del bello rostro de Helio. El guardaespaldas saltó desde la puerta de la cocina, empuñando la automática, pero su gesto imperioso lo detuvo. Charles les ordenó a los mercenarios que encendieran las luces y revisaran cada centímetro del parque hasta encontrar al doctor y a su mujer. Mientras, toqueteó el panel de la alarma: habían mejorado la seguridad desde que Vignac se introdujo en la propiedad, y en la pantalla aparecían los alrededores de la mansión, por medio de cámaras activadas por sensores de movimiento.
En el piso, gimiendo, Helio se estaba enjugando la sangre con un papel, la misiva del gran maestre de la Orden de Malta que felicitaba al Tte. Massei por el coraje en el cumplimiento de su misión, que aseguraba que un traidor y asesino no quedara sin castigo.
Afuera, las sombras fueron barridas por enormes focos colocados bajo los aleros, en las esquinas de la casa, y en altos postes a la vera del bosque, desnudando con su resplandor lechoso las siluetas del jardín. Lina y el doctor Massei se echaron en la tierra de los canteros. Charles no alcanzó a distinguirlos entre los rosales, y envió a los hombres a batir el bosque.
Mientras pensaba qué curso seguir, Lucas se percató de que su acompañante, arrodillada junto a él, temblando como una hoja, observaba con intensidad la casa, el cabello oscuro pegoteado por la lluvia en su rostro, que aun demacrado poseía una belleza y un aire soberbios. Dirigiéndole la palabra por primera vez en la noche, le preguntó si estaba bien.
–Me robaron mucha sangre, pero en un rato estaré como nueva –contestó con voz queda pero firme, y sus ojos resbalaron sobre él con una expresión cuerda y calmada, desviando la mirada cuando el doctor se quitó el saco y se lo puso sobre los hombros.
Seguro de que ahora no trataba con una fiera, se animó a aprovechar el momento y contarle su plan.
–¡Charles, quiero que salgas de mi casa! –gritó, luego de entrar por la puerta principal, avanzando por el vestíbulo con serenidad–. ¿Me oíste?
Algo sorprendido, el vampiro se dejó ver en el pasillo y se detuvo frente a él, con una sonrisa irónica que velaba la furia en sus ojos y la impaciencia en su voz:
–¿Cómo te atreves a hablarme con tanta imprudencia? ¿Dónde está Niobe?
–¿Lina? –repuso Massei, satisfecho de que lo más importante para este monstruo seguía siendo su prometida. Sin quitarle los ojos de encima como si tratara con un rotweiler, se movió a un lado y le señaló a la mujer desparramada en una silla de respaldo alto–. Aquí la tengo. Ahora que todos han salido podemos hacer un acuerdo, ¿no crees?
Sin esperar una respuesta, que por su expresión no sería positiva, Lucas la recogió en brazos y usándola como escudo, pasó por su lado y entró al salón, donde la depositó en un sofá. Con una ojeada tranquilizó a la tía Antonieta, notando al mismo tiempo los nudillos blancos sobre su regazo de tanto exprimir un pañuelo que tenía en sus manos. Al volverse, se sorprendió al toparse con una Julia lívida, apuntando contra su cuello un cuchillo, la daga de Helio, aún sucia de sangre coagulada.
–¿Crees que un incrédulo como tú, puede ser un caballero de armadura, un héroe? –filosofó Charles, al tiempo que el doctor trastabilló contra la mesita de vidrio al esquivar una cuchillada vacilante–. No tienes cómo salvarte… ni a tu familia, de mí. Todo el tiempo tuviste al enemigo en tu casa, no huíste cuando podías.
Tuvo que suspender su discurso triunfal al percibir por el rabillo del ojo que Lina se arrojaba sobre él, juntando energías de puro coraje. Alcanzó a detener su mano en el aire y retorciéndole el brazo la redujo a sus pies, al tiempo que ordenaba a Julia, quien se había detenido sobre Massei, aunque lo tenía atrapado contra el sillón donde su tía abuela seguía pasmada.
–¡Mátalo ya! –y abrazó a Lina, que se debatía, desesperada por librarse de su contacto, indignada por el trato que recibía–. Quieta, mi querida...
Julia todavía titubeó, viendo la escena en cámara lenta como un sueño repetido, en el cual ella debía actuar un papel que no entendía mucho pero tenía bien ensayado. Escuchó los ruegos del doctor Massei, llamándola para que despertara, mientras que Antonieta rezaba con frenesí. Su brazo tomó impulso para clavar la daga en el corazón de su querido Lucas y en el momento en que el peso de su brazo caía a toda velocidad, escuchó:
–¡Santo Dios! –chilló Antonieta en el instante que la tía Elena, inmóvil hasta ese punto, rompió un botellón de vidrio esmerilado en la cabeza de la joven.
Julia cayó insensible y Lucas se apartó de un salto, gracias a la ajustada intervención de la anciana.
Charles no podía soportar que siempre se salvara. Soltó a Lina, y una mesa de café estalló por los aires en lugar del dueño, por poco, al aplastar su puño en ella. Estaba dispuesto a destrozarlo en piezas con sus propias manos, debido a las lágrimas contenidas que imaginó en los ojos entrecerrados de su Niobe. Pero antes de alcanzarlo, los brazos que antes creía haber dominado se le enroscaron en torno al cuello, intentando estrangularlo.
–Tienes mucha fuerza para defender a ese hombre... –gruñó– pensé que me había deshecho de esa tontería con tu hermano...
No podía dejar de decir cosas que la hacían enfurecer hasta querer morder su cara, pero sólo logró arrancarle un pedazo de oreja antes de que la empujara lejos.
Lucas reaccionó al fin y recordó que tenía el arma de Helio metida en el cinturón. Sólo esperó que ella se saliera del camino y apretó del gatillo, hasta vaciarlo. Charles se sacudió con cada impacto, con cada explosión, y sin embargo, no se dejó caer. Todavía aturdida, Lina no intentó seguirlo cuando el vampiro se acercó al ventanal y tras pronunciar algo en voz baja, traspasó el vidrio y se perdió en la noche.
Julia se incorporó a medias, obnubilada, agarrándose la cabeza que le latía horriblemente y lo primero que percibió fue a Lucas, el hombre que tanto quería y que había intentado lastimar, ayudando a Lina a levantarse, y luego junto a su mano, la daga de plata con la serpiente enroscada, que nadie había recuperado del piso. Todavía resonaban claras en sus oídos las palabras de ese hombre terrible, inaudibles para el resto de las personas en esa habitación. Si no cumples tu tarea debes...
–No te apures, ¿estás mareada? –le decía el doctor Massei a Lina, cuando un soplo de viento helado entró por la rotura en la ventana y lo hizo volver sus ojos. Le pareció que Julia lo miraba desconsolada, arrodillada como una mártir, sosteniendo el peligroso filo entre ambas manos. Sólo llegó a exclamar–: ¡No! ¿Qué ha-?
Demasiado tarde. Todos vieron fascinados el tajo resuelto con que se cortó la yugular y la hoja de plata cayendo de sus dedos crispados. Lucas se precipitó hacia ella, gritando a la tía Elena que no mirara y a Antonieta que llamara a emergencias, rápido. Mientras trataba de contener con su mano el potente flujo bombeado por el corazón, no pudo evitar compararla con la paciente que se había intentado suicidar en Santa Rita, y miró automáticamente a Lina, pidiéndole socorro, que alguien hiciera algo porque todas se habían quedado heladas.
Ella dio un paso trémulo, movida por los sollozos histéricos de las señoras De Boucher, pero el perfume metálico que golpéo su fino olfato y el líquido escarlata que la tentaba, la paralizaron. Sintió la mirada acusadora de Massei. Ahora sabía, entendía por qué se estremecía allí parada.
Todo lo que había previsto Charles estaba pasando: no podía vivir entre humanos sin que la vieran como un monstruo, y con razón podían considerar así a su raza, testificaba la serpiente ciñendo la daga en forma de cruz, en medio de un charco rojo.

sábado, 23 de abril de 2011

Historiales clínicos IV: Clandestinos

Magia negra


A pocos minutos de la medianoche, el grupo se reunió silenciosamente en la habitación ya preparada con velas y pesados cortinajes que ocultaban las puertas y ventanas, así como las paredes cascadas de la ruinosa casa que Vignac había mandado alquilar. No la había tomado por sus comodidades, ya que sólo era una modesta vivienda de dos cuartos con la instalación eléctrica y las cañerías más viejas que hubiera visto.
En un rincón, un altar pintado de negro sostenía una figura demoníaca de cera roja, del cual colgaban rosarios de huesos y caracolitos. Siete personas, cinco cubiertas con una túnica larga del color de la noche, una mujer con un velo sobre el rostro y un mantón de lana sobre la ropa de calle, y el último lucía como un sacerdote de algún culto africanista, tocado con turbante, llevaba ropa de colores vivos. Su rostro parecía una máscara de roble durante los cánticos y rezos que dirigía con leves movimientos de su brazo. Seis personas alzaron los rostros, extáticos, al dar las doce en punto, mientras que la mujer de velo se doblaba como atacada por un súbito aguijoneo en el estómago.
Las voces espectrales se podían oír desde la calle, que a esa hora estaba desierta y oscura, porque las lámparas habían sido rotas. Sólo se veían manchones de luz blanca entre los árboles, provenientes de los focos situados sobre el hospital, un edificio oficialmente gris y cuadrado, cruzando la calle y la reja de dos metros.

Lucas no había vuelto por casa de sus tías, temiendo que alguien lo estuviera siguiendo. En los últimos días, se había atenido a su rutina: iba a la clínica, a sus guardias, a dormir y cambiarse en su apartamento. Estaba parado en su oficina, somnoliento, sólo le faltaba sacarse una manga de la bata para salir, ya que había regresado a cubrir una emergencia.
Sintió una picazón en la piel y se pasó la mano por el pecho, molesto. De pronto olvidó lo que estaba haciendo. Creyó parpadear, y se encontró en el pasillo del segundo piso, sin recordar cómo había llegado. Se miró a los pies, asombrado: tenía puesta la bata de nuevo. Giró la cabeza y no vio a nadie en el escritorio de enfermería. Quería preguntar si tenía algo pendiente, por lo que hubiera vuelto, tenía un vacío en la cabeza.
El sacerdote hizo surgir una botella entre sus manos y, con una reverencia, volcó el líquido en el pote alrededor del cual oraban. Luego se la pasó a la mujer y esta bebió un largo trago del fuerte licor, sin descorrer su velo. Exhausta, cayó de rodillas, lanzó un grito y dejó caer la cabeza. De un manotazo se quitó el tocado y sus compañeros contemplaron sus ojos vueltos para atrás, mientras sacudía los brazos, temblando. Lo veía.
–Mmm... –Ana se agitó en su sueño, y a pesar de los sedantes la alertó una presencia extraña, pasos desconocidos en su cuarto.
Entreabrió los ojos y vislumbró, contra la luz eterna del pasillo, una persona alta. No podía ser un auxiliar ni Débora Kromp. La silueta le tapó la luz al acercarse en dos pasos al lecho, y de un tirón sacó la manta. Ana trató de asir con dedos torpes la tela que la cubría, pero él había sido más rápido, y entonces lo reconoció. Muda de asombro, con el corazón agitado esperó que su doctor le dijera algo mientras se inclinaba sobre ella, pero su silencio y su respiración pesada la asustaron. Había algo mal.
Lucas se llevó la mano al bolsillo y, para su sorpresa, palpó un objeto que no debería tener allí. La mujer lo observaba con ojos desorbitados y él estaba disfrutando su miedo paralizante, hasta que Ana bajó la mirada, descubrió el filo en su mano, y dejó escapar un chillido que le erizó la nuca. Retrocedió, sobresaltado. Quizo hacer un gesto para que se callara, tranquilizarla, pero estaba paralizado. No podía moverse y temía que si lo hacía se iba a lanzar sobre la indefensa Ana, amenazarla con el bisturí en la garganta, para quitarle la ropa interior y...
La luz del cuarto se encendió, la joven suspiró al aparecer Débora, y el doctor retrocedió hasta la puerta, lívido, los puños cerrados dentro de su bata. La enfermera lo estudió, extrañada por las gotas de sudor sobre su frente:
–¿Qué pasó, doctor Massei? –exclamó, y tras una pausa repitió–. ¿Doctor Massei...
–L-lo s-siento –tartamudeó él, rascándose el pecho, y no supo que decir.
–M-me a-susté al verlo, al... despertarme de golpe –susurró Ana, poniéndose roja y tratando de sonreír.
Ellas siguieron hablando, pero Lucas se dio vuelta y huyó por el pasillo tan rápido como se lo permitían sus temblorosas piernas.

–...se cruza con alguien, un enfermero, la oficina, toma las llaves del auto... –la mujer con ojos en blanco iba relatando en un tono grave, monótono, a la pequeña congregación.
Lucas pasó un armario y notó que en algún momento lo había dejado abierto. La pequeña llave seguía en la cerradura. De allí había tomado el bisturí. Lo tiró entre el instrumental, giró la llave. Luego se cruzó con Carlos, ignoró su saludo, corrió y al final logró salir de la clínica. Apoyó su cabeza afiebrada contra el costado de su camioneta y la oleada de náusea que pugnaba por vencer subió por su garganta. Tosió, y un chorro de bilis y vómito caliente salió violentamente, sofocándolo por unos minutos.
–No es fácil controlarlo –comentó el sacerdote, levantando del cuenco un muñeco de cera.
Lo acercó a una vela, apretándolo entre sus pulgares hasta que se deformó y de la panza salió un rollito de papiro. Vignac emergió de entre las sombras, es decir, de atrás de la cortina, y replicó: –El hechizo es poderoso –lamentaba haber juntado aquel grupo de brujos y kimbandistas sin estar seguro de sus credenciales. Pero a falta de tiempo para traer de Europa a sus iniciados, tenía que arreglarse con la fauna local–. Supongo que no se puede obligar a un hombre a hacer algo contra su conciencia...
–Sí se puede –replicó el hechicero–, o al menos liberarlo de las cadenas de su moral si tiene la inclinación en su interior. Todos tenemos un monstruo adentro.
Vignac sintió la vibración en el bolsillo de su pantalón. Lucas se estaba moviendo, le avisaban por mensaje de texto, y al parecer no se daba cuenta de que lo estaban vigilando.

Estaba demasiado nervioso, tratando de no salirse del camino y no pensar en lo que había estado a punto de hacer.
Lina escuchó llegar la 4x4, que paró frente a los establos a unos cincuenta metros, para no alarmar a nadie, y pensó que venía por ella. Pero pasó un rato y no sintió pasos en esa parte de la casa. Era la una y media. Ya estaba vestida, sólo tenía que ponerse los zapatos y salir a curiosear. Las dueñas de casa dormían profundamente. Bajó, esperando ver al doctor atento a su llegada para comunicarle alguna noticia importante.
No estaba ni en la biblioteca, ni el despacho, ni el salón. Iba a revisar el invernadero cuando su nariz percibió un aroma agrio proveniente de la cocina.
En efecto, el hombre había entrado por allí para apagar la alarma y dejó su esencia. Luego se había esfumado: Lina miró atentamente en torno y no encontró rastros. Así que salió, pensando ver desde el exterior qué ventana del castillete estaba iluminada.
¿Qué había en ese ático? Se preguntó al levantar la cabeza y descubrir una luz titilante en el techo. ¿Haría visitas al dormitorio de alguna de las sirvientas? No, Lina sacudió la cabeza, porque la única que vivía allí era la cocinera gorda con edad para ser su madre. Del otro lado del jardín, uno de los perros aulló y salió a la caza de algún conejo. A unos kilómetros, otra jauría de caza se dirigía hacia ella a toda velocidad, no guiados por un aullido sino por la llamada de su compañero, apostado ya en la entrada del parque.
Lucas escuchó un golpeteo, rascado y chirrido, y se volvió asustado.
–¿Qué haces? –exclamó, asombrado, al ver la cabeza de Lina metiéndose por una ventana alta y estrecha.
–No sabía el camino, así que subí por el tejado desde mi ventana –explicó ella, bajando de nuevo el panel oxidado.– ¿Qué te sucedió, doctor?
Olía a miedo y agitación, y tenía un aspecto abochornado y desencajado. Massei titubeó, pero le contó más o menos lo sucedido. Lina lo escuchó sin escepticismo. Al menos no se rió de él cuando dijo que creía que alguien lo controlaba.
–Suena a magia negra o vudú.
–No puede ser –Lucas sacudió la cabeza, con una mueca–. ¡Eso no existe!
Lina lo miró por un instante, harta de su incredulidad, y replicó con ironía: –Entonces se está poniendo esquizofrénico, doctor.
Dicho esto le abrió la pechera de la camisa y se apartó para que él pudiera verse en el espejo de pie:
–No puede ser –repitió Lucas, con diferente entonación–. ¿Es algún tipo de tatuaje?
Unos signos azulados se habían hecho visibles en su pecho.
–¿Por qué subiste aquí?
–No sé... –seguía confuso–. Era mi escondite favorito de chico.
Apenas dejó de hablar, los trazos se disolvieron ante sus ojos. Había llegado hasta la casa sin pensar, y ni siquiera recordaba subir la escalerita. Sus pies lo habían llevado al lugar donde por alguna razón siempre se sentía seguro. Luego de unos minutos de deambular por el ático, se había calmado, hasta que Lina lo sacó de su abstracción.
En los minutos de silencio que siguieron, ella observó el altillo, largo, lleno de polvo y telarañas, sus cabezas casi golpeaban una viga. Había tabiques de madera a modo de paredes y de ellas colgaban cuadros y crucifijos de plata vieja. Lucas se había sentado frente al espejo sobre un arcón enorme con una cerradura labrada, a su lado tenía una mesa y encima pendía una lamparita.
De pronto, sus sentidos se aclararon y Lina se inclinó hacia la ventana:
–¡Alguien viene! –anunció, percibiendo un vehículo que venía a toda velocidad por la avenida arbolada, patinando en el balasto.
Enseguida estiró el brazo y apagó la bombita. Lucas se levantó con tanta urgencia que casi se dio contra la viga, esquivó a la mujer y se pegó al cristal tratando de discernir algo en la quieta oscuridad que rodeaba la casa.
–Se detuvo antes de salir de los árboles –informó Lina, cuando él se volvió a mirarla intrigado.
Aunque no creía que hubiera ningún intruso, Lucas guió el camino de vuelta a la cocina. Salieron detrás del enorme fogón que ya no se usaba. Lina estaba cerrando la puerta con el pasador y la cadena que ella misma había soltado para salir, mientras Massei armaba la alarma. Pensaba que le estaba siguiendo la corriente a su paranoia hasta que verificó en el panel central, oculto tras la librería del despacho, y un punto verde indicaba que el perímetro había sido cortado y la alarma silenciosa ya se había disparado.
–Es cierto... Pero no te preocupes, la propiedad es tan grande que se tardarán y mientras tanto llegará la patrulla de seguridad. ¿Qué pasa?
Lina estaba escudriñando el jardín a la luz de media luna, inquieta porque los perros no ladraban. A unos doscientos metros, silenciosos, dos hombres esperaban agazapados junto a un vehículo cargado de armas y latas de gas a mano, suficientes para librarse de esos y cualquier otro animal.



Apuesta


Vignac los había contratado con ayuda de su experto en hacking y contrabando, casi una semana antes, para que estuvieran listos todo el tiempo. Y no había pensado que iba a tener suerte tan pronto. Sus espías habían seguido al doctor Massei hasta una mansión en las afueras y él mismo iba con el resto del equipo, en caso de que la mujer se escondiera allí. Le informaron que una luz en el ático se había apagado de golpe y luego se encendió en la planta baja. Vignac le ordenó al celular que tratara de comprobar la presencia del blanco.
Igual les quedaba la opción de entrar a la fuerza y revisar cuarto por cuarto. Apostó consigo mismo: si estaba escondida en esa casa, ¿qué haría la pequeña Tarant?
–No puede ser –exclamó Lucas, revolviendo en el cajón del escritorio.
No podía ser que lo hubieran seguido, no podía ser que se atrevieran a meterse en casa ajena, y tampoco que la empresa de seguridad tardara tanto. Depositó sobre la mesa una pistola y un cargador y comenzó a meterle las balas. Lina calculó sus posibilidades. Ni una queja por su suerte había escapado de sus labios. Seguía parada junto a la ventana, frotándose los brazos desnudos, observándolo. Lucas fue hasta un librero donde se ocultaba una escopeta de caza, cargada, manía del jardinero. Cuando se volvió a preguntarle si escuchaba algo, notó que había dejado el despacho.
Lina subió ágilmente la escalera hasta el dormitorio, se cubrió con un blazer negro y tomó su bolso. Mientras mantuvieran ese suspenso, si alcanzaba la camioneta, podía huir a campo traviesa.
–No quieres que esto termine en una batalla campal en tu casa... –objetó cuando el doctor la detuvo, ubicándola en el comedor por el tintineo de sus propias llaves.
–¿Crees que se atrevan a invadir mi casa? –repuso Lucas, atónito–. ¡Ni siquiera se muestran!
El primer paso, por supuesto, sería la intimidación, pensaba Vignac, absorto en la cinta de pavimento gris que las gomas de la Combi se comían a toda velocidad. Si trataba de huir, la cazarían en el acto. Pero si se quedaba a ocultarse tras la familia, como él imaginaba secretamente, amenazarían al doctor para que la entregara. Si no, tendrían acción.
–Voy a salir de todas formas –le advirtió a Massei, quien se había puesto inusitadamente terco, cerrándole el paso.
Alguien se asomó por la baranda de la escalera. Antonieta se había levantado para ir al baño y alarmada por sus murmullos, se acercó a ver. Lucas corrió a explicarle que había llegado de improviso para pasar unos días, y al mismo tiempo desviarla para que volviera a la cama. Su tía se dejó conducir, aunque poco tranquilizada por su agitación. Mientras, Lina había aprovechado para escurrirse por el invernadero; sabía que contaba con una puerta de hierro hacia el jardín. La llave estaba puesta y, resoplando de alivio, la giró.
Sólo tenía que correr derecho hasta la puerta del cobertizo, unos sesenta metros.
El hombre tenía largavistas de visión nocturna y no le costó distinguir la figura que corría desde la casa, levemente inclinada hacia delante. Su compañero alzó el caño con silenciador y disparó. Lo asombró que en el último instante, la joven se detuvo en su carrera y lo miró.

Lina había sentido un escalofrío, frenó y giró, todo su cuerpo alerta como si la amenazara un muro de alfileres. Entonces sintió un ardor en el hombro derecho y rodó al suelo. Había sido un rasguño, la bala pasó rozando su brazo, pero los hombres la vieron caer y creyeron que le habían dado.
–¡Cuidado con tu dedo! ¡La quiere viva! –advirtió un hombre al otro que se estaba acercando al cuerpo inmóvil, apuntándole a la cabeza con el rifle.
Lina se encogió, tratando de contener los latidos de su corazón. Sonó un disparo. Ella alzó la cabeza, pero los otros dos no se dieron cuenta: se habían vuelto, sorprendidos al escuchar el tiro de advertencia de Lucas.
–¡Alto! –gritó el doctor, al ver que uno de ellos lo ignoraba para volverse hacia Lina.
Se había esfumado. Pasmado, el hombre recorrió con la vista el terreno, preguntándose como había salido corriendo sin hacer un ruido que llamara su atención.
Al final no había ido a la camioneta. Aprovechando esos segundos de distracción, se ocultó entre los arbustos que lindaban con el bosque, y desde allí observó la escena.

Vignac torció el cuello por encima del asiento para cuestionar a la pitonisa, ella sacudió la cabeza. El conductor se había salido de la ruta donde los otros les habían dejado una señal fluorescente y las ruedas susurraron al dejar el asfalto del camino. Poco después avistaron la enorme mansión, con su imponente aspecto medieval, y al doctor, aún a cubierto de la casa, manteniendo a raya a uno de sus hombres con una escopeta.
–¿Qué pretende? –exclamó Lucas, indignado, cuando Vignac y los otros descendieron de la Combi casi ante su puerta. La mujer se había quedado oculta en la parte de atrás.
–¿Está aquí? –preguntó el europeo a su empleado, ignorando la expresión rabiosa del doctor, y el hombre asintió, señalando el bosque:
–Puma fue tras la mujer... Está herida, pero gracias a este hombre pudo correr antes de que la atrapáramos. Quería llegar al auto.
–¡Esto es inaudito, Vignac! –ahora podían hablar frente a frente, y bajando su arma, le advirtió–. La policía debe estar por llegar.
–Lo dudo –repuso Vignac con calma. Le explicó que su gente había cortado la línea con un ingenioso aparatito que evitaba que se comunicara la alarma. Alzó los ojos a la fachada y comentó–. Supongo que no quiere involucrar a su... familia en este asunto.
La luz se había encendido en el primer piso. Lucas se pasó la manga por la frente sudorosa. Pero sus tías no saldrían afuera. Al escuchar el primer tiro habrían ido al ala de servicio a despertar al jardinero y la cocinera, y los cuatro debían estar escuchando tras una cortina del comedor o de la biblioteca.
–Quédese adentro tranquilo mientras nosotros la buscamos –continuó Vignac, haciendo señas al resto para que rodearan el parque.
Había perdido la apuesta, o tal vez sólo llegó demasiado tarde.
Lucas no pensaba mantener la calma: cuando le dio la espalda y empezó a caminar lentamente, se abalanzó sobre él para hacerlo girar y darle un buen golpe en la cara. Pero apenas lo tocó, sus músculos se aflojaron y Vignac se lo sacudió de encima como si fuera un muñeco de trapo. Lucas se encontró sentado en el piso, trató de levantarse y darle otro golpe. De nuevo, Vignac lo esquivó fácilmente: su puño siguió de largo como si no pudiera enfocar la vista en su blanco. Escuchó su risa hueca.
–Quieto, doctor Massei. No se esfuerce, estoy protegido contra Ud.
Lucas se pasó la mano por el pecho, le quemaba la piel. Los signos, el maleficio de Silvia, ¿qué relación tenían con este hombre? Estaba metido en una locura, y esa gente era peligrosa. Necesitaba ayuda. Con gran esfuerzo, se levantó y salió corriendo a los tropezones hacia el establo. Había dejado su celular en el asiento de la 4x4. ¡No tenía las llaves!, recordó. Había una pequeña rendija abierta en la ventanilla: se colgó del vidrio logrando que bajara unos milímetros más y después trató de hacer pasar su brazo.
Quedó helado. Un grito agudo quebró el silencio de la noche. Miró por encima del hombro –estaba solo–. Enseguida creyó oír una carrera –Vignac y los otros internándose entre las hojas secas, quebrando ramas a su paso–. Lucas empujó su brazo, lubricado por la transpiración, y logró enganchar el botón. Abrió la puerta de un tirón, tomó el teléfono, y empezó a marcar mientras corría de vuelta a la casa. No tenía batería, la llamada se cortó.
En la puerta, dudó. Lo más sensato era entrar, encerrarse y calmar a sus tías. En cambio, recogió la escopeta y se internó en el jardín, recorriendo los senderos familiares sin necesidad de ver el camino, hasta tropezar con un bulto.
Frenó con el corazón en la boca y fijó la vista en el cuerpo tirado en medio de los rosales. Aliviado, se dio cuenta de que era un perro –se había olvidado de ellos–. Estaba drogado, por eso no habían ladrado. Más adelante encontró a otro junto a un árbol y luego casi se da de frente contra un vehículo, oculto a metros del camino. Jadeante, llegó al claro donde un gran pino había caído en una tormenta cuando era pequeño y la tierra había rellenado el tronco formando una loma, ahora cubierta de hierba, y del otro lado una hondonada. Se sentía aprensivo, había mucha calma. No escuchaba pasos ni voces, ni silbidos o grillos, apenas la brisa entre las ramas. Un escalofrío recorrió su afiebrada piel: sintió que lo observaban.
Aguzó la vista y deseando tener una linterna, se fue acercando hacia la sombra agazapada bajo un árbol, apoyando la culata del arma en su cadera para estar listo.
Era el hombre que le disparó a Lina. Sentado contra un tronco lo miraba con ojos redondos, la boca entreabierta, los brazos laxos cerca del arma que había caído de sus dedos antes de que atinara a usarla, sorprendido por una muerte súbita. –Era el segundo cadáver que veía de cerca en un mes. Aunque había sido estudiante de medicina, él era psiquiatra, la muerte no entraba dentro de sus expectativas–. Quiso saber qué lo había matado, así que lo volteó tirando del cuello de su chaqueta negra, pero al ver la herida se apartó de un salto. Aparte de un pedazo de cráneo aplastado donde los mechones de pelo se pegoteaban en los sesos, tenía un desgarro en el cuello que explicaba su temprana lividez.

 –¡Tano! ¿Quién gritó? –susurró Vignac con urgencia, al alcanzar a su hombre cerca de un arroyo.
–Eh... –el hombre bajo y fornido, giró los ojos, turbado, y confesó– fui yo. Era Puma. Está muerto. Yo... la vi –el Tano miró en torno, y hacia la copa de los árboles, como si esperara que la mujer le cayera volando del cielo.

De repente Lucas se halló en el corazón del bosque, donde la maleza cubría el suelo, y hacía imposible que anduvieran a oscuras sin tropezar. Usando instintivamente los senderos, había llegado en la mitad de tiempo que los demás, incluso adelantando a Vignac, que venía siguiendo las huellas de un pie pequeño marcadas en el barro cerca de la cañada. Tenía miedo de que alguien le disparara, a propósito o por error, así que se pegó a un tronco grueso y lo rodeó lentamente. Entonces la vio saltar desde una rama, ágil como un felino, sutil como una sombra, cayó junto a un hombre y lo derribó de un golpe. Apenas emitió un gemido. Después, otro intruso salió al cruce y disparó su arma. Lina escuchó el silbido al volverse, esquivó un dardo, de un salto lo alcanzó y le arrebató el rifle. Ya la había visto en acción, pero volvió a quedar estupefacto al descubrir que había noqueado a dos tipos grandes y armados.
La mujer se agachó sobre el hombre inconsciente y sacando de la cintura el cuchillo de caza que le había quitado al muerto, luego que sufrió ese accidente contra el árbol, tomó su brazo, le hizo un corte en la muñeca y se la puso en la boca. Apretado contra el tronco, Lucas contuvo el aliento, estrujando los puños, al punto que un sudor frío le caía por el cuello. No podía quitar los ojos de la figura que succionaba con fruición y apuro la sangre de la víctima.
Súbitamente ella soltó su presa, se limpió la boca con el dorso de la mano y se volvió hacia él con el ceño fruncido:
–¿Qué hace aquí, doctor? –susurró. Lucas miró a los dos hombres y ella aclaró–. Están apenas desmayados –con pasos elásticos, que no producían el menor ruido, se acercó a él, los ojos brillantes, las narinas resoplantes como una fiera, las mejillas rosadas de excitación. Musitó–. Ahí vienen.
Intentó guiarlo del brazo pero él no pensaba seguirla después de la bestialidad que había presenciado. Lina ladeó la cabeza, curiosa, e insistió. Creyó oír una flecha. Los dardos tranquilizantes de un rifle de aire comprimido cruzaron el follaje y se incrustaron en la carne de la pareja.



Muñeco vudú


Massei escuchó voces antes de poder abrir los ojos. Creyó estar en medio de una multitud. Le pareció que un foco potente hería sus párpados, pero al acostumbrarse al resplandor abrió los ojos y vio que se trataba de un par de vehículos. Estaba acostado en la pinocha, en medio del campo, con Lina a su lado, atada. Vignac estaba hablando por celular y el Tano los vigilaba con una jeringa en la mano. Sentada en la camioneta abierta, una mujer los miraba con disgusto.
Habían recogido a sus compañeros, incluso al muerto, y los habían guardado en la camioneta. Tuvieron la suerte de partir un minuto antes de que llegara la policía. El jardinero tenía celular y las dueñas de la mansión habían podido pedir ayuda con él.
Vignac estaba histérico pero Lucas no llegaba a entender lo que decía; terminó la llamada y le dijo algo a la médium. Esta se les acercó con un gesto siniestro. Llevaba en las manos un muñeco de cera, tan apretado que le escurría aceite entre los dedos calientes. El Tano se levantó y Lucas sintió un malestar en el cuerpo, una náusea incómoda.
Salvo por el muñeco vudú, la mujer parecía una inocente ama de casa. De pronto, entró en trance, y puso los ojos en blanco, poniéndole la piel de gallina. Lucas trató de moverse, pero no logró hacerlo. La mujer empezó a murmurar por lo bajo, haciendo eco del cántico que entonaban en el cuarto oscuro, lleno de humo, frente al hospital.
–Alguien con verdadero poder chamán, mágico, colocó un hechizo sobre este hombre –le explicó Vignac al aturdido mercenario, que se había apartado de la escena asustado–. El doctor viene de una familia respetable, y recién invadimos su propiedad. Así que para librarnos de la policía, le vamos a echar la culpa de todo. Se lo debo a una persona, y la única forma de salir limpios es que lo encuentren metido hasta el cuello en mierda –aunque preferiría consumar su venganza con sus propias manos, se dijo Vignac.
Lucas se vio sosteniendo un machete y una voz en su cabeza le decía: húndeselo en el corazón, es un vampiro. Aferró el mango y lo alzó por encima del cuerpo desmayado de su paciente. ¿Odiaba a esa mujer como para matarla? No, no le agradaba mucho, antes desconfiaba, y ahora tenía la certeza de que podía ser una psicópata, pero... ¿no era médico, salvaba vidas, curaba? Aunque para proteger a los demás, esa peligrosa mujer debía ser eliminada. Titubeó apenas un segundo y luego abatió la hoja sobre su pecho.
Parpadeó, asombrado. Algo lo detenía en su intento. Lina había abierto los ojos y en el acto clavó un pie en su tórax antes de que el filo mortal le cayera encima.
–¿Cómo? –exclamó el Tano, porque le había puesto tranquilizantes como para tumbar a un buey.
–Tengo un metabolismo rápido –replicó ella, empujando al doctor de una patada y saltando para ponerse en pie–. Hace rato que los estoy escuchando...
Aunque tenía las manos esposadas en la espalda, el Tano y aun Vignac dudaron antes de atacarla, tanta energía rebozaba. La única que no flaqueó y siguió impasible fue la médium. Lucas se abalanzó nuevamente sobre Lina, el machete zumbando al cortar el aire, y los otros huyeron de su trayectoria. Ella retrocedió de un salto, giró al tiempo que él hundía el metal en su espalda, y se corrió apenas lo suficiente para que le cortara las ataduras. Liberada, se volvió y atajó su antebrazo, apretando hasta que arrojó el machete al suelo.
Desorientado, Lucas sintió que alguien lo alzaba, y flotaba. De pronto, estaba en el techo de un vehículo, desfallecido. ¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Qué hacía ahí?
–¡Quieta o lo mato! –gritó Vignac, y Lina soltó al mercenario que había atrapado del cuello.
Había pensado en deshacerse de la basura antes de dedicarse a su enemigo. Pero Vignac tenía el muñeco de cera en la mano y amenazaba romperlo. ¿Tendría algún efecto en Massei? Trató de recordar las cosas que le contaba su padre. No sabía nada de vudú. ¿Sería verdad? Vignac sonreía, complacido. De pronto, Lina cambió de expresión y decidió atacar de todos modos. Él deshechó el muñeco y empuñó su pistola. Ella lo esquivó a la vez que el aire explotaba en disparos. Las balas agujerearon la camioneta, rompieron un farol. Lina saltó a la Combi, tomó al doctor y se sumergieron en la oscuridad. Vignac fue tras ella, disparando al azar hasta vaciar el cargador.
–Es un demonio –murmuró el Tano, pasmado y decidido a renunciar a este trabajo en cuanto volvieran a la ciudad.
Veía pasar las ramas y las estrellas como borrones blancos y negros. Lina lo llevaba recargado en sus hombros, él trataba de hacer responder a sus torpes pies. Pronto pudo respirar libremente y su mente se aclaró. Comenzó a sentir el aire helado de la madrugada y el perfume limpio de los pinos. ¿Dónde se habían ido los asaltantes, y la bruja sin ojos?
–Déjame... –susurró con una voz ronca como si hubiera bebido. Tiritó, cansado, y Lina lo dejó sentarse en una roca hasta que se recompusiera–. ¿Dónde estamos? –la miró, estaba extrañamente fresca, animada.
–No me pongas esa mirada, doctor. Ves que puedo defenderme sola. ¿Por qué no te quedaste en la casa? Ya estaría lejos...
–¿Si no me entrometo? Perdón, pensé que era injusto que cinco hombres armados persiguieran a una mujer –dijo Lucas con ironía, odiándola por el dolor de cabeza que tenía–. Además, te dejaste atrapar.
–Fue para no dejarlo solo... –replicó ella enfadada, y al instante se arrepintió de sus palabras que parecían traicionar un interés en su bienestar que no sentía.
Tarant siempre mantenía a su familia en un círculo cerrado de amistades. Hablaba de la sangre, de la tradición, del orgullo de su raza, le advertía que no se mezclara con los simples mortales. Vivía como una pequeña princesa con su padre y un puñado de sirvientes obsequiosos, en una casa ostentosa que subrayaba su linaje, su modo de vida. Luego vino la madrastra, y ella se alegró de tener a una mujer que le enseñara a divertirse, porque Diana era simpática, volátil, vana, presuntuosa, y daba toda la impresión de alguien que sabe pasarla bien.
Se estaba poniendo muy malcriada e insensible, y creía que así agradaba a Tarant, por eso se sorprendió el día que su padre trajo a Dimitri, un niño de la calle que recogió en alguna ciudad del este, y le encomendó que lo cuidara. Mucho tiempo después, su hermano le contó cómo se habían conocido. Impresionado por la apariencia distinguida de Tarant y pensando en alguna recompensa, le había devuelto su billetera, que contenía un importante papel, luego de recuperarla de uno de sus compañeros de pandilla. No se imaginaba que ese señor lo iba a adoptar y llevar al seno del lujo y las comodidades de su propia familia. Lina entendió un poco el carácter de su padre, altivo como pocos al mismo tiempo que predicaba la gratitud y la reciprocidad, con todos.
–Lo siento –Lucas la sacó del recuerdo.
El sabor de la sangre los hacía tan presentes, casi podía tocarlos, olerlos.
Ahora Massei podía caminar solo, tenía la voz clara y preocupada: –Yo... casi te mato. No sabía lo que hacía.
–¡Ah, eso! –Lina se lo tomó a la ligera.
Lucas se detuvo para encararla. Estaban al borde de la carretera solitaria.
–En serio. Tú... realmente, podías dejarme allá, y me ayudaste. Gracias.
–Es que... es la persona que me dio asilo en su casa, y me protegió aun cuando creía que estaba loca –Lina hizo una pausa y agregó–. Ahora que viste todo esto...
–No me preguntes si creo, estoy muy cansado para pensar. La noche fue muy larga.
Los policías, de vuelta de la mansión De Bouche, se asombraron al ubicar a los desaparecidos en medio del camino, y los devolvieron a la casa. Sus tías habían hablado de un intento de robo, y los agentes comprobaron el corte de la alarma. Lucas confirmó todo y dejó para mañana las explicaciones. Aunque su espalda encorvada y extrema palidez daban cuenta de su tremenda fatiga mental y física, no pudo encontrar descanso en su cama. Cuando el cielo anaranjado anunciaba el fin de la noche, Lina cerraba los ojos con satisfacción y los demás dormían profundamente luego de la imprevista conmoción, mientras él paseaba por su habitación, lleno de dudas y temores.



Mala fama


–Podría retorcerle el cuello al ministro de salud por certificar a cualquiera –estaba vociferando el Dr. Avakian, de forma que en el pasillo todos podían oír si querían su conversación confidencial con la contadora–. Pensar que esa mujer estuvo trabajando con nosotros casi dos años... ¡Tanto tiempo esperando dar el golpe! ¡Todo por dejar mal parado a Massei! ¡Es increíble, Liliana!
–Y lo peor del caso es que no podemos hacer nada. Su conducta es tal que el juez aceptó la alegación de locura y ahora Ceballos reacciona con esta acusación. Pobre Lucas...
–No me gustan nada las coincidencias –murmuró Avakian, revolviendo en su mente sus sospechas. Justo cuando se pusieron a investigar quién era Deirdre, el abogado de la Dra. Llorente sacó de la manga cargos de acoso y difamación contra Massei, al tiempo que un diario cuenta una versión en la que este se había acostado con la psiquiatra, y en un arrebato ella se había prendido fuego–. Esto va a destruir su carrera, aunque yo no creo una letra y todos lo vamos a defender. Supongo que a la Fundación Crisol sí le preocupará toda esta mala publicidad.
–La Fundación no lo va a dejar ir –afirmó Dexler y con esto dio por concluida la charla, dejando al doctor Avakian alternativamente pensativo y rabioso.
El propio Lucas se había tomado una licencia antes de que los abogados se lo sugirieran. Le molestaban los rumores pero lo que más le fastidiaba era tener que dejar su trabajo.
Vignac estaba desayunando en un café en la esquina del hotel, sonriendo al leer un artículo bastante escandaloso sobre el Dr. Massei: sexo, sectas y homicidios ocultos en una clínica privada. Al levantar la vista de su diario descubrió a un joven rubio, que lo impresionó por su rostro angelical y porque lo estaba observando directamente, parado en medio del salón, esperando para abordarlo. El hombre respondió con una sonrisa socarrona y avanzó con paso gimnástico, extendiéndole la mano. Vignac la estrechó y, recuperado de la sorpresa, esperó que el otro se explicara.
–Soy Helio Fernández –el acento se lo debía a alguna provincia de España–. ¿Ud. pertenece a los de Vignac, no es así? –el otro no asintió porque obviamente el joven sabía con quién estaba hablando–. Sr. Montague... ¿podría ponerme al tanto de qué clase de trato ha hecho con mi prima, la Dra. Silvia Llorente?
Vignac lo inspeccionó, tratando de clasificarlo. No podía tener más de treinta años, alto, atlético, su mano se había sentido huesuda y tibia, tenía una voz educada y una expresión afable que podía esconder muchos misterios. Sus ojos celestes no dejaban de moverse al hablar, y con esos rizos rubios que rodeaban su bello rostro no dejaba de atraer la atención de todas las mujeres del local. Después de un rato de charla, se convenció de que sus credenciales eran ciertas y lo invitó a su hotel, donde podía ponerlo al tanto de sus intenciones con más privacidad que en el café.
En apariencia muy interesado en todo lo que oía, Fernández se inclinó sobre la foto de Lina, pero al captar la mirada de Vignac paseó sus móviles ojos por los otros papeles, la confesión, pruebas de ADN, ampliaciones de histología de distintos tejidos. Aunque reticente en cuanto involucraba a su prima, prometió ayudar.
–Si se trata de luchar contra una fuerza oscura, estoy de su lado –afirmó sonriente–. Estaba pensando que mi familia puede colaborar sacando a la Tarant del país, tenemos un carguero que llega pronto, y a cambio, Ud. seguiría con el plan para dejar a Massei mal parado.


Lina se había mudado a su apartamento del centro, dejando de lado toda precaución e intento de evitar a su acosador. La vida nocturna revivía en ella minuto a minuto desde que probó en el bosque, casi sin querer, el gusto de la sangre. Una fuerza apasionada iba envolviendo su cuerpo, y al mismo tiempo subsidía la insoportable ansiedad que la había carcomido en la clínica, encerrada entre cuatro paredes mientras la noche, irresistible, la llamaba. La paciente Chabaneix se parecía a la criatura que entró en el club nocturno Venus como una pintura a su original de carne y hueso.
Se acercó a la barra; el barman la conocía como Rina. Le preguntó si volvía al show.
En los dos meses que se había apartado, el panorama había cambiado. No tardó en reconocer las señales de que una colonia de su gente se había establecido en la ciudad. Un par de establecimientos del centro se habían acondicionado para sus hábitos. El Venus era uno de los clubes donde podían reunirse y buscar víctimas. Estaba cerca de un hotel de baja categoría, del cual se olía la sangre desde la calle. Una pareja de tipo nórdico, abrazados en un rincón, la miraban fijamente a través de la luz negra y los cuerpos danzantes.
Lina salió y observó con ironía que un hombre alto que estaba fumando, se despegaba del muro y la seguía. Los espías de Vignac no la dejaban un minuto. Eso no le preocupaba, podía librarse de ellos cuando quisiera.
–¿Que no me vas a acompañar? –protestó Lucas enojado.
La había ido a despertar a las nueve de la mañana, y despegando con dificultad la cabeza de la almohada, lo recibió. El abogado Ceballos había pedido una cita con la junta directiva de Santa Rita, a fin de presentar testigos que mostrarían el carácter dudoso del psiquiatra. Amenazaba presentar la misma teoría en la audiencia de Silvia ante el juez. También que Massei huyó con una paciente y la mantenía en su casa.
–¿No ves que es una trampa de Vignac? –replicó Lina, reclinada en el sofá con el aspecto de alguien que pasó una noche movida–. Tus enemigos de algún modo se unieron con los míos. Deja que todo se tranquilice –le aconsejó–. Necesitas hacerlo de forma legal, mantener tu posición e insistir en que la bruja de la historia es la Dra. Llorente. Por eso no puedes mezclarme a mí en público... No nos haríamos ningún favor.
Lucas inclinó la cabeza, medio convencido. Su interés profesional retornó, no le gustaba que Lina estuviera retrocediendo, involucrándose en la vida nocturna, con un set de gente que alimentaba sus fantasías. Él también se estaba replegando en una explicación racional de lo que le había pasado. Después de todo, tenía la historia clínica de Carolina Chabaneix y por todos lados decía solamente humana. La puerta del dormitorio se abrió de golpe y un muchacho alto, medio dormido, su única prenda un boxer, caminó hacia el baño rascándose la cabeza. El psiquiatra se despidió en seguida, molesto porque ella ni siquiera pareció notar la interrupción.
En la vereda se detuvo a contestar una llamada, observando por el rabillo del ojo al vigilante que Lina le había mencionado, sentado al volante de un auto marrón. Lucas levantó una mano a modo de saludo, y se marchó, angustiado por haberse enredado en esta intriga. Acusaciones falsas, fanáticos religiosos, esbirros con pinta de matones. En comparación, el rostro simpático que lo esperaba para almorzar lo animó. Julia sonreía, tímida: recordaba lo tonta que se había comportado en su último encuentro. ¡Cómo deseaba saber si era verdad que se había llevado a Carolina a vivir con él... no podía creerlo cuando escuchó el chisme! Trató de sacar a relucir el tema con preguntas indirectas, pero Lucas estaba decidido a no pensar en sus problemas y pasar un rato agradable.
La acompañó hasta su apartamento y ella aprovechó su buen humor para invitarlo a subir a tomar otro café, con la excusa de prestarle un CD de Rita Lee del que habían estado hablando. Al recibir de sus manos la taza, Lucas se sorprendió: nunca se había fijado en lo bonita que era y ella no parecía mirarlo con malos ojos... El celular los interrumpió. Liliana Dexler quería que fuera con urgencia a su despacho.
–Oh... Espero que no sea nada –se lamentó Julia, tragándose su desilusión.
–Gracias por tu apoyo... –respondió él, presionando la mano sobre su hombro y acercando su rostro para despedirse con un beso en la mejilla. De pronto, se sobresaltó, su tono de voz había salido más ronco y bajo de lo normal, traicionando una cierta emoción. Agregó con ligereza–. Y por el café. Nos vemos pronto, cuídate.
Sus palabras fueron tiernas; no hay de qué asombrarse si Julia se dejó llevar por la esperanza, flotando de alegría por unos cuantos minutos. En cuanto a Lucas, la paz que había logrado conquistar se congeló al notar que el auto marrón lo había seguido. Por eso llegó con el ceño fruncido a la oficina, ubicada en un piso alto de una torre de cristal en el centro, y se sintió incómodo, en contraste con el risueño Helio, quien estaba charlando animadamente con la contadora Dexler.
Helio observó al hombre que consideraba su rival. La vanidad era su pecado: no soportaba que lo superaran en belleza y encanto, por eso sintió alivió al ver su rostro cansado y la espalda vencida. Lucas se dejó caer en el sillón de cuero y escuchó:
–El señor Fernández quiere preservar a su prima, por supuesto, de una posible condena –resumió Liliana Dexler, que parecía satisfecha con el español–, y que sea trasladada a una clínica privada.
–Así es... –retomó Helio, reclinado contra el escritorio mientras Liliana lo rodeaba para sentarse junto a Lucas–. Entiendo que nuestro abogado ha jugado duro, pero no es mi intención convertir esto en una guerra después de... los errores que ha cometido la pobre Silvia.
Concluyó con un gesto, dando a entender que estaba medio loca. Lucas asintió con la cabeza y, gravemente, prometió pensar si debía retirar los cargos contra ella.
Helio creía tenerlo convencido, su sonrisa era más de satisfacción consigo mismo que de buena voluntad, pero cuando estaba a punto de marcharse Lucas le preguntó, como si se le ocurriera en ese momento:
–A propósito, ¿Ud. conoce al señor Vignac?
Helio retiró la mano con la que lo había saludado y el otro creyó percibir que se crispaba en el aire, pero en seguida replicó:
–N... no lo creo.
Una vez se hubo marchado, Liliana lo reprendió por su sospecha, le dijo que no desperdiciara su buena suerte y que se librara pronto del lío, aunque Silvia quedara suelta.
–¿Qué te importa? Ella volverá a España, deja que se la lleven. No eres rencoroso...
Al salir, Lucas chequeó el tránsito pero no divisó el auto marrón por ningún lado. Suspiró, creyendo que habían desistido.
Después de fijarse en el elegante edificio de oficinas, su acosador había seguido de largo y se detuvo en una calle estrecha, a la puerta de un café. Alguien lo esperaba, leyendo el diario bajo el toldo verde. Al acercarse, dejó el periódico en la mesita destartalada y levantó los ojos por encima de sus lentes negros. El hombre dudó si sentarse o no, pero no había nada en ese rostro duro, implacable, que invitara a hacerlo, mientras le daba un informe detallado de lo que había visto. Cuando acabó, el otro asintió y le pasó un sobre grueso con dinero, ordenándole que le buscara un buen alojamiento.
Julia se acercó a la ventana de su apartamento. La noche era oscura y corría un viento helado. Le pareció que desde la vereda de enfrente una figura se volvía a mirarla, y en respuesta se retiró del vidrio. Aun cuando corrió la cortina, la lámpara arrojaba una cálida luz ámbar que destacaba su silueta moviéndose por el piso. Durante casi una hora, el hombre alto, envuelto en un chaquetón beige, no se movió. Siguió absorto sus ocupaciones domésticas hasta que terminó por irse a dormir. Recién entonces, sus labios sensuales esbozaron una sonrisa y se alejó, caminando pausadamente.



Venus


Helio había congelado su rostro en una sonrisa, mientras su mente vagaba imaginando a la joven que tantas ganas tenía de conocer y había esperado encontrar en esa reunión, y de a ratos prestaba atención a lo que sucedía alrededor. La junta directiva de Crisol estaba compuesta por diez respetables ciudadanos, seis hombres de traje, pelo canoso y grave semblante, cuatro mujeres generosas y atentas. Ceballos se había adueñado de un extremo de la robusta mesa de madera ovalada, en tanto Helio, representando a Silvia, permaneció hundido en el mullido sillón mientras el abogado discutía acaloradamente. En butacas alejadas del centro de la habitación, una paciente acompañada del Dr. Avakian y una pariente, esperaba con la cabeza gacha. En la pared opuesta, Lucas y su abogado escuchaban en reserva. El psiquiatra estaba terriblemente pálido y Helio notó sus nudillos blancos aferrando con fuerza el brazo de su silla.
La descompostura de Massei se debía a la presencia de Vignac en la sala. Ceballos lo había presentado como un asesor contratado por la familia. Fiel a su papel conciliador, Helio ni siquiera le dirigió una mirada al erudito. Massei intervino para solicitar que el abogado probara su acusación de que convivía con una paciente. Helio lo miró y esbozó una ligera sonrisa de aprobación. ¿Por qué no había venido esa mujer a verificar su palabra? ¿Tenía miedo de Vignac? En su poder tenía una copia de los papeles del investigador, incluyendo su historia clínica. Vignac le había dicho que bajando su metabolismo al no consumir sangre por un tiempo, había engañado a los médicos, pasando por un tipo de anemia inexplicable, tal vez genética.
–¿Qué? –gritó el Dr. Massei, levantándose de un salto.
Helio volvió a prestar atención. El abogado lo estaba tratando de calmar, tirando de su manga para que volviera a tomar asiento. Avakian sacudía la cabeza, incrédulo, y Ana se removió en la silla, incómoda bajo la mirada inquisitiva de los miembros de la junta.
–Entre las diversas irregularidades que se han constatado –prosiguió Ceballos con un tono pedante que irritó a Lucas al notar la desconfianza en varios que le clavaron la mirada–, tengo testimonios que indican un intento de abuso sexual por parte del doctor...
–Chismes –murmuró Avakian entre dientes.
Lucas observaba a Vignac, convencido de que detrás de su presunta gravedad se estaba divirtiendo un montón. Le tocó el turno a Ana de hablar, aunque apenas encontraba coraje para abrir la boca ante toda esa gente. Comenzó en voz baja, diciendo que había venido por su propia voluntad y, con cierto acaloramiento, agregó que esos rumores no habían salido de ella. Queriendo salvarla de su posición, una mujer de la Fundación preguntó al abogado si tenía a mano el testimonio.
–La persona que me contactó no desea hacer público su nombre, por temor a represalias en su trabajo –replicó Ceballos–. Lo que solicitamos es una investigación.
–De acuerdo –el presidente de la junta asintió solemne y mirando a Massei, que se había puesto rojo, declaró–. No vamos a dejar el asunto sin un seguimiento adecuado.
–Un momento –interrumpió Helio, parándose junto a Ceballos–. Creo que mi abogado ha ido un poco lejos en su intento de defender los intereses de mi prima, que como Uds. saben, no se encuentra en una condición mental... racional. Sólo pedimos que se le de la posibilidad de tener el tratamiento que necesita, sabemos que es un peligro para sí misma, y ya no va a ejercer. Que no se la acuse de otra cosa que... su manía con los ritos mágicos que el Sr. Vignac les ha explicado. Mi familia está dispuesta a indemnizar a los pacientes que hayan sido objeto de negligencia, así como al Dr. Massei.
El español le dirigió una mirada franca que desarmó a Lucas, conmovido luego de lo que había pasado en esa mañana tétrica de lunes. Asintió sin saber lo que pasaba alrededor.
En la vereda, suspiró, alzando los ojos al cielo nublado que se reflejaba en los cristales celestes del edificio. Una presencia lo inquietó. Materializándose a su lado como un fantasma, Lina le tocó el brazo. Al mismo tiempo se abrió la puerta del hall y se les unieron Helio y Vignac, quien exclamó con una risa irónica:
–¡Ja! ¡Miren lo que tenemos aquí! ¿Saliendo a la luz del sol, Niobe?
Lina se sobresaltó, aunque había supuesto que estaría allí.
–Si las cucarachas como tú salen de día, yo también puedo hacerlo –replicó con un desdén insuperable. Llevaba un pañuelo de seda que le cubría el espeso cabello sedoso, lentes de sol, y un traje sastre ajustado. Helio admiró su silueta compacta y ella le devolvió la mirada–. Un pariente supongo... Hueles como ella.
Al escuchar esto, el joven se tragó el saludo que tenía en la punta de la lengua y por un segundo desapareció su sonrisa. Vignac arremetió:
–Uds. jóvenes se dejan impresionar por una mujer tentadora. ¿No ven que es solamente un efecto de las feromonas? Ella es una máquina fría, genéticamente preparada para atraerlos y cazarlos –Lina se encogió de hombros, él sacó de su ataché unas fotos y agregó, bajando la voz–. No crean que les hablo de leyendas y supersticiones sin sustento, sino de hechos. Aquí, hoy, entre nosotros. Miren de lo que son capaces estos monstruos...
Helio había tomado una foto blanco y negro de gran tamaño y Lucas la observaba de reojo, primero incrédulo y luego asustado por lo que sugería: un cuerpo tirado en la calle entre cajas de cartón, tapado por una manta blanca que dejaba ver su mano sucia.
Lo que habían visto los patrulleros al concurrir a esa llamada temprano les erizó los pelos: regueros de sangre se deslizaban por las grietas del asfalto hasta la alcantarilla. El cuerpo pálido yacía en la vereda, con la cabeza volcada por fuera del cordón y un brazo extendido hacia ellos, suplicante. Un policía miró en torno las ventanas cerradas de los edificios y casas, en el silencio del alba, tragando el aire húmedo y frío para contener la náusea. Se trataba de una joven rubia, con las raíces oscuras y ojos velados por la muerte, desnuda, toda cubierta de heridas, abierta como una flor roja. En poco rato tenían la calle cortada y el ruido de las voces, los motores y sirenas, hacía más soportable la escena. Los periodistas empezaron a llegar en camionetas y a cuchichear con los agentes que salían del cordón, tratando de obtener una buena toma, pero decente como para que pudiera ser utilizada.
El comisario ordenó que la cubrieran y el técnico que la estaba fotografiando le tiró encima un nilon blanco hasta que la levantaran del sitio para llevarla a la morgue.
A las siete y media, cuando bajaba camino al trabajo, Julia Stabiro se topó con un grupito conversando en la puerta de su edificio. El portero de al lado le estaba contando a dos vecinas lo que había sucedido en el barrio. La joven captó algunas palabras sueltas y se los quedó mirando sorprendida, pero siguió de largo porque iba apurada. Al llegar a la parada observó el movimiento en la siguiente bocacalle –unos policías cerraban las puertas de la camioneta blanca con su triste carga– y distraída, se dio contra un hombre de negro que también contemplaba la escena.
–¡Perdón! –exclamó Julia, alzando los ojos.
Se había dado contra un duro omóplato porque el otro le llevaba cabeza y media. También percibió un perfume sutil, delicioso, y tras un momento, contempló su rostro austero y unos ojos penetrantes, brillantes. Esperó, desconcertada por la dureza de su expresión, hasta que de pronto él aceptó su disculpa y su rostro se suavizó por la línea de una sonrisa. Julia sintió una bocina, volvió la cabeza, y se apartó avergonzada. Creía haber estado minutos hipnotizada como una tonta, derritiéndose bajo esa mirada masculina, presintiendo su calor corporal.
Cuando subió al ómnibus se olvidó del extraño y pensó en Lucas. Tenía que darle ánimos antes de la junta. Después de unas horas, le mandó un mensaje preguntando cómo estaba todo, que le llegó justo cuando el psiquiatra entraba al auto de Vignac:
–¡Ah! Ud. también viene –comentó sarcástico, mientras Lucas se acomodaba tras Helio Fernández.
Era un hotel pensión barato, con la fachada deteriorada y ningún cartel que lo anunciara. En el tercer piso, junto a la escalera, la puerta del pequeño apartamento estaba abierta y un gordito agente de civil deambulaba tomando notas, observando las paredes mugrientas, el sofá destartalado. La ventana que no cerraba bien le permitía escuchar el tránsito a lo lejos. Tan absorto en sus pensamientos, se sobresaltó al darse cuenta que no estaba solo:
–¿Eh... con quién viene, Profesor Montague? –exclamó Gómez, estrechando su mano.
Vignac los presentó simplemente por sus nombres sin dar explicaciones, y pasó a observar el dormitorio, donde se hallaba la masacre. Un chorro de sangre decoraba la pared frontal, con origen en la cama revuelta, salpicada de gotas oscuras. Asintió y se volvió hacia el policía, que contó: –Está en la morgue, pero vea las fotos. Lo mismo que esta mañana... Este era un hombre blanco, las mismas heridas o... mordeduras como dice Ud.
–Pero no es la obra del mismo asesino.
Gómez protestó, Helio y Lucas miraban callados. Vignac agregó: –Ya se darán cuenta si sacan el molde de las heridas. La joven estaba triturada, como si usaran un pedazo de vidrio o algo cortante para abrirla desesperados. La mordisquearon en su ansia. Este hombre debe haber sufrido una dentellada precisa. Seguramente veremos distintas marcas. Además, el sexo es importante.
–¿Murió desangrado por la mordida? –quiso confirmar Helio, sintiendo un escalofrío.
–No –repuso Lucas. La cantidad de sangre en la habitación aunque impresionante era poca.
Había sido tomada por el asesino, como sucedió con Rodrigo Prassio. Desconfiaba del español, por su prima, y del otro, pero también tenía miedo por haber dejado suelta a Carolina Chabaneix, ahora que no podía dudar de sus ojos.
–Los dos crímenes ocurrieron muy cerca de un club nocturno que frecuenta nuestra amiga –Vignac clavó sus ojos en Massei y luego agregó–. Inspector, supongo que debe investigar si este hombre estuvo en el Venus.
El conserje no mostraba mucho la cara a sus huéspedes, tal vez por su parecido a una rata con los dientes separados y amarillos. El joven occiso había pagado el cuarto la noche anterior, nunca antes lo había visto, no sabía quién lo acompañaba, nadie más había salido.
–Debo explicarles que los mitos que han oído sobre los vampiros son un montón de idioteces románticas, algunas propagadas por ellos mismos –concluyó Vignac cuando estuvieron de vuelta en la calle, libres del tufo del interior–. No los espanta el ajo, ni el agua bendita, ni las cruces. No es necesaria la estaca aunque sí se curan con rapidez, así que hay que herirlos contundentemente. Están entre nosotros, aun a la luz del sol. Son cazadores peligrosos, en grupo o solitarios, asesinos psicópatas, sin respeto por la raza humana. Ud. desea permanecer ignorante, doctor Massei, pretende no creer lo que ha visto en estos meses..
–Y lo que me ha hecho Ud. señor Vignac... –musitó Lucas viendo sus ojos brillantes, su rostro enrojecido por la vehemencia con que habló–. ¿Qué quiere de mí?
–Lo siento. Me dejé llevar por la rabia y el deseo de vengarme y Ud. estaba en mi camino. Pero ahora veo en su rostro que también le aterran estos crímenes y está dispuesto a hacer lo correcto…