domingo, 14 de noviembre de 2010

Trinity Blood (ROM 4) El estigma de la Santa

Siguiendo la serie de Yoshida Sunao, Reborn on Mars, y Rage against the moons, El estigma de la Santa
http://www.exvagos.es/aportes-masivos-tematicos-o-colecciones/144964-sunao-yoshida-saga-trinity-blood.html

Abel y Esther son llamados por la Cardenal Caterina Sforza, y la joven monja debe volver a Istvan, la ciudad que dejó un año antes luego de luchar contra un vampiro que asesinó a su familia adoptiva y todos sus conocidos. La sorpresa se la lleva Esther cuando descubre que se ha vuelto el personaje principal de una ópera, y que debe dar un discurso ante un teatro lleno de ricos aristócratas, incluido el Papa adolescente. Una vampira ataca en medio de la ceremonia, y rapta a Esther ante la mirada impotente de Abel y la guardia.
Esta vez, Caterina no apoyará a Abel. El vampiro de vampiros encontrará dos extraños aliados, un playboy y un monje guerrero, para tratar de salvar a su amiga.

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miércoles, 6 de octubre de 2010

Recomendado: Trinity Blood

Hola, les quería contar que estuve leyendo la serie de novelas japonesas "Trinity Blood". Son fáciles de terminar y buenas ilustraciones (Thores) Las novelas están situadas en un futuro post apocalíptico, algunos países europeos y africanos han sobrevivido, y el mundo está repartido entre humanos (defendidos por el vaticano y sus "agentes") y los vampiros (el imperio de la humanidad verdadera)

La serie R.O.M (reborn on mars) sigue la historia de Abel, un sacerdote del vaticano con una cara oculta (ha vivido mucho más tiempo que cualquier vampiro y cuando se alimenta de su sangre tiene poderes increíbles) y la novicia Esther, huérfana por culpa de un vampiro que mató a sus compañeros del convento.

La serie R.A.M (las novelas se leen intercaladas) cuenta las vidas y acciones de los agentes del vaticano antes de que Abel conozca a Esther.

La estrella de la desolación (ROM 1)

Know Faith (RAM 3)


sábado, 11 de septiembre de 2010

Descarga novelas gratis: fantasía épica y ficción medieval

AMELIA! El caballero y el monstruo

Amelia: Tres, el poder del elegido

Amelia II: Hecatombe

Trilogía sobre las aventuras de la joven de 17 años Amelia en un mundo diferente, donde conviven con humanos monstruos (trogas) y ángeles (kishime) en guerra permanente por el poder.
Grenio es el sobreviviente de un clan que pereció a manos de un guerrero de las cruzadas, hace 476 años, y todavía busca venganza. Pero el pequeño guerrero que descubre en la Tierra no acepta su duelo.
Amelia tiene que viajar por tierras extrañas en compañía de un dudoso monje, Tobía, para llegar a la Puerta que la puede devolver a su hogar. Y sobrevivir a los seres que quieren asesinarla para prevenir una profecía que nadie cree...

domingo, 25 de julio de 2010

Historial 3: Magia. Movimiento pendular.

Ansiada cita


En su celular encontró un mensaje de Julia. Le preguntaba si estaba bien, ya le habían comentado que habían tenido otra noche insólita, y lo invitaba a almorzar. Necesitaba relajarse y Julia le parecía la persona perfecta, tan amable y simpática; todo lo contrario a la que no podía sacarse de la cabeza y le ponía los nervios de punta. Si pudiera sacarla de la clínica con alguna excusa... se le ocurrió mientras miraba el techo en su oficina. Llamó a Julia y quedaron en un restaurant, cerca de donde ella estaba trabajando.

Al rato, vio algo que le extrañó. Porque Lina había insistido en que no tenía familia ni amigos, pero estaba sentada en un rincón del salón charlando con animación con un hombre que le resultó vagamente familiar. De inmediato pasó a la recepción, y le preguntó a Valeria de quién se trataba. Al oír su nombre, lo recordó enseguida.

–¿En serio te gusta este lugar? –le estaba preguntando Iván, mirando con suspicacia a los demás internos–. ¿Y qué hacen acá? ¿Electroshocks, o algo parecido?

Lina sonrió y movió la cabeza:

–No... Aquí nadie se extraña de mi vida, es tranquilo y por un tiempo... Yo sé que no puedo esconderme por siempre y tampoco lo deseo, es sólo un descanso. Ese que está allá es Fernando, mi terapeuta –señaló a Tasse que iba paseando con aire ausente por la terraza–. Quiere convencerme de que mis fantasías son deseos reprimidos de la infancia.

–¿Qué le has dicho? –exclamó Iván, alarmado.

–Todo. Seguramente no me cree. Pero es muy agradable poder hablar con alguien.

–Conmigo podías hacerlo... –la reprendió Iván, con amable reproche.

–No todo –replicó ella, desviando los ojos–. Pero dime, debe ser algo muy urgente para que vengas hasta aquí, luego de que quedamos en no vernos.

Iván, que estaba tratando de retardar su historia hasta saber cuánto podía imaginar ella de antemano, le contó que alguien la estaba buscando. Mientras lo escuchaba, Lina se reclinó en el respaldo y se cubrió la boca con una mano que temblaba ligeramente por las noticias.

Esperaba algo así en cuanto le avisaron que tenía visita, sabiendo que Iván no iría por gusto. Pero se sintió aliviada; Vignac no había ido a la clínica porque supiera que estaba allí, o no habría tenido que ir al centro nocturno. Se trataba de una absurda casualidad. Sólo tenía que asegurarse de cuánto sabía el doctor Massei respecto a Vignac, y su vida anterior.

–Qué buenos están estos agnolottis –comentó alegremente Lucas.

Mantenían una conversación ligera, evitando concientemente mencionar la clínica y los sucesos extraños de la noche. Julia asintió, sonrojándose por nada, y tomó un sorbo de agua, mirando por el rabillo del ojo el resto del salón. Todas las mesas estaban ocupadas, y los mozos iban y venían acalorados por el reducido espacio que quedaba entre las sillas. Tampoco era un lugar muy íntimo, pensó ella, tratando de no acordarse de la intimidad para no ponerse en evidencia.

–¿De qué te sonríes? –preguntó él extrañado, después de una pausa de varios minutos, en los cuales la joven había tratado de calmar los latidos de su corazón y recomponer su rostro–. ¿Estás bien? Pareces nerviosa. ¿No te habrás asustado por lo que te dijeron...

–No, para nada –replicó Julia, con cara de inocente, y algo que la estaba envenenando le hizo sacar el tema, aunque cualquiera fuera la réplica sólo podía causarle daño a ella misma–. Así que también esta vez estuvo Carolina presente cuando se dio lo de Juan...

–Sí, todavía no sabemos cómo o por qué se descompensó Juan, tan bien parecía, y Lina... –Lucas titubeó antes de terminar, lo que puso a Julia a pensar– estaba conmigo en ese momento.

La pasta ya no le resultó tan sabrosa al doctor y aunque trató de mantener la charla, sus ojos distantes y lo voluble de sus palabras de allí en adelante, hicieron que Julia maldijera a Carolina Chabaneix por estropearle su cita, y hasta agradeció que justo se encontraran con la doctora Llorente que venía entrando y compartió con ellos el café, porque así Lucas no se daría cuenta de su irritación.



Apenas se había alejado el taxi con Iván dentro, Vignac se apresuró a subir a su piso y chequeando que nadie lo viera en el pasillo, usó una ganzúa para abrir la puerta y entrar en su apartamento. Revisó cada centímetro de la sala y luego siguió con el cuarto, aunque en el escritorio ya había encontrado los papeles que buscaba.

El pelirrojo se creía que era muy listo porque no lo vio siguiéndolo, incluso cambió de taxi en un centro comercial, para despistarlos si por casualidad lo tenían vigilado, pero no se le ocurrió que el anciano canoso con barba amarillenta y traje gastado que iba en un fusca blanco trabajara para Vignac. Este recién salía del apartamento, dejando todo bien arreglado, cuando sonó su celular. Al escuchar dónde se encontraba el pelirrojo, casi se le cayó el aparato de la mano, y soltó un insulto que hizo saltar a la desprevenida vecina que venía entrando al ascensor con un caniche. ¡Cómo podía ser que hubiera estado en esa clínica y no se hubiera percatado de la presencia de ese engendro, si él había observado cada rostro con atención! Tal vez, recordó con asombro, el cuarto vacío donde había visto unos dibujos a lápiz que le habían llamado la atención... Y en segundo lugar, el doctor Massei se había portado muy mal con él, ocultándole tal información luego de que hasta lo introdujera en el secreto de su búsqueda.

El ascensor se había detenido en el vestíbulo y la anciana lo miraba con curiosidad desde la puerta abierta. Vignac se recordó a sí mismo y salió apurado. Sacó el celular y marcó el número de la recepción de la clínica Santa Rita.



A Iván ni siquiera se le cruzó por la mente revisar la carpeta con los papeles de Rina, que la vinculaban a Carolina Chabaneix, porque su visitante había dejado todo en perfecto orden, y no solía abrir la caja donde se hallaban. Reconfortada por la visita del mundo exterior, Lina creía que sólo tenía que preocuparse por el doctor Massei, y que quizás ni volvería a cruzarse con su enemigo.

Eran como las seis y media de la tarde cuando Jano, el cuidador, salió al patio de atrás a buscar una herramienta que había dejado olvidada, y se encontró con la nueva recepcionista husmeando por los rincones. Al menos eso le pareció, gracias a una desconfianza cultivada por años, y le preguntó qué hacía todavía ahí, si no había pasado su hora de salida. Deirdre se volvió, sorprendida. Enseguida la expresión se disolvió en una sonrisa y trató de salir del paso. Sus artimañas hubieran funcionado con cualquier otro empleado o con el doctor Avakian, pero la seducción femenina no hacía mella en el endurecido Jano.

Vignac había oscurecido su habitación y sólo una veladora iluminaba los documentos extendidos sobre la colcha roja. Estaba contemplando los papeles y las fotos, arrodillado frente a la cama, asombrado de cuánto había progresado de pronto, y a su espalda Deirdre lo estudiaba preocupada, sentada en un sillón con los dedos entrelazados sobre el regazo y los pies inquietos golpeteando la gruesa alfombra marrón.

Conocía su escondite, sus alias, su dirección, su dinero, y sus amistades; la última sobreviviente de los Tarant no podía escaparse de su venganza. Ya sabía cómo entrar gracias a Deirdre, de Valeria esperaba obtener las llaves de la clínica, y ya tenía contratado a los valientes que lo acompañarían.

–¿No le harás daño a los empleados, no? –musitó la pelirroja, de cuya presencia ya se había olvidado.

–¡Claro que no! –exclamó Vignac, paseándose por el cuarto con pasos elásticos. Luego le acarició la cabeza–. Ahora vete a tu casa y mañana ve a trabajar como si nada, para que no sospechen de ti. Yo debo encontrarme con Valeria –al ver sus ojos brillantes, agregó– por última vez.



–Qué bueno ser joven y soltero –exclamó Aníbal fingiendo un tono nostálgico y palmeándole el hombro. Lucas se volvió a mirarlo intrigado–. Porque las enfermeras siempre te tratan bien, con cafecitos y todo...

–¿Lo dices por esto? –replicó Massei levantando la taza humeante que llevaba en la mano–. Me lo preparé yo mismo, la verdad. Es un té de hierbas que me dio Julia para el estómago, porque la tensión me está matando.

–¿Ves? –confirmó el doctor Avakian.

Cuando lo vio desaparecer por la puerta, Lucas se tomó el último sorbo de un trago, se quitó la bata y tomó un manojo de llaves. El día anterior había tenido la precaución de cerrar el laboratorio del sótano, y quería verificar si el culpable había vuelto a la escena del crimen, tratando de forzar la entrada. Quedó helado: la puerta estaba entornada, y al empujarla notó que todas las paredes de azulejos blancos, las mesas y hasta el techo, estaban completamente cubiertas de círculos, pentáculos, estrellas de seis puntas, triángulos y símbolos extraños pintados en rojo.

En el lóbrego corredor del sótano, le pareció ver un movimiento y se apresuró a salir. De pronto se encontró frente a frente con Jano, quien había escuchado un crujido sobre el murmullo de la caldera. Lucas se quedó mudo, al darse cuenta de que Jano tenía un juego de llaves que le permitían entrar a todas partes sin quebrar candados. Por su parte, el sereno vislumbró por encima de su hombro los macabros emblemas de sangre y abrió la boca, murmurando:

–Santísima...

Lucas se apresuró a cerrar la puerta, cortándole la visión, mientras Jano se persignaba. Parecía sorprendido realmente, ¿sería el culpable, en definitiva?

Se le ocurrió preguntarle:

–Jano, ¿tú limpiaste el dibujo del cuarto de trastos?

El cuidador titubeó. ¿El doctor andaba en estas cosas? ¿Alguna clase de ritual satánico?

–Sí... –el viejo lo miró de reojo y arrastró la sílaba, pero después de todo se trataba de su jefe, y aunque fuera un buen cristiano dependía de vivir en este lugar, así que explicó–, la doctora Llorente y yo lo vimos ayer y pensamos que se trataba de alguna broma o travesura de los pacientes. Yo mismo lo limpié con un trapo de piso.

–Está bien... –Lucas suspiró y le puso una mano en el hombro como para tranquilizarlo, y guiarlo hacia el final del pasillo.

Jano venía pensando en comentarle que había visto a la empleada nueva en una actitud sospechosa, pero la visible turbación del doctor al ser descubierto entre esos dibujos malignos lo pusieron a dudar de que fuera una buena persona.

De repente, Lucas se dobló sobre sí mismo presa de un cólico severo.

–¿Está bien? –Jano lo ayudó a pararse y al enderezarlo, notó que su rostro estaba gris y desencajado–. ¿Tiene dolores?

El doctor sacudió la cabeza. Se sintió mejor por unos instantes, pero al volver a la planta principal volvió a sentir un ardor, un fuego que le quemaba el estómago y subía hasta su garganta. Se pasó el dorso de la mano por la cara para enjugarse las perlas de sudor que se le habían enfríado sobre la piel. Al notar la visión borrosa se asustó, y colgándose de la manija logró entrar a uno de los consultorios, antes de caer desmayado sobre un sillón.

Gratitud


Lina se había asombrado al escuchar de labios de Teresa si le molestaría visitar a uno de los enfermos, que había pedido verla. Sin embargo, asintió levemente y la siguió.

Ulises estaba sentado con las piernas cruzadas, recostado contra los almohadones de su cama, escuchando música con auriculares. Alzó la cabeza y le sonrió al verla entrar. Teresa se quedó en la puerta y aunque el joven le hizo una seña con la mano, invitándola a sentarse, Lina permaneció de pie, seria y callada.

–Hola... –Ulises sonrió, lucía más joven, sus ojos reflejaban su claridad mental–. Quería darte las gracias –le habían dicho una vez suspendida la medicación que le provocaba sus pesadillas, que si se mantenía estable, podría volver con su familia muy pronto–. Me siento mejor que nunca en... Creo que en toda mi vida.

–¿Por qué me das las gracias a mí? –replicó Lina, encogiéndose de hombros.

–Fuiste tú la que me ayudó a superar ese sueño, la que derrotó a ese ser maligno que me perseguía.

–Mmm... si quieres salir, no deberías decir eso –se burló la mujer, y le quitó toda importancia a lo que él creyera que había hecho por ayudarlo–. En realidad, no sé de lo que hablas.

Ulises no se desalentó por su indiferencia, y le prometió que contara con él.

–Parece otra persona –comentó Teresa cuando volvían a su sector, admirada de su buen humor y aspecto saludable.

Eduardo y los demás no se habían recuperado todavía de la mala noche, y el pobre de Juan seguía en un sueño pesado por la cantidad de drogas que Avakian le había administrado.

Esto fue en la tarde, y en la mesa de la cena ya se corría el rumor de que algo le había sucedido al doctor Massei. Fernando Tasse lo había encontrado derrumbado sobre su escritorio y dos enfermeros lo tuvieron que cargar a una camilla. Avakian hizo rodar entre sus manos la sospechosa taza que encontró en el despacho de su joven amigo, y preso de la rabia no dudó en levantar el teléfono. Julia escuchó por cinco minutos una cadena de insultos y acusaciones que le cortaron el aliento, mientras iba cambiando de color alternativamente, tanto que su madre estuvo a punto de sacarle el tubo de sus temblorosas manos y ponerse a defenderla ella misma.

–N... no puede ser –logró musitar al final, y Aníbal se calmó o se compadeció de su pena.

Sollozando como para ahogarse, Julia pudo encontrar su bolso y salir corriendo para la clínica. A la vez, Lucas estaba recuperando la conciencia, con un leve dolor de cabeza y preguntándose por qué Teresa, la Dra. Silvia, Fernando y el doctor lo estaban observando con tanta intensidad. Recordó lo que había abajo y por un instante temió que lo hubieran encontrado y que la noticia saliera en todos lados.

–Estoy bien –dijo–. Mañana mismo me haré todos los análisis que quieran.

–Todos los días algo nuevo –refunfuñó Aníbal–. No ganamos para preocupación...

–Es que el jueves es el solsticio –intervino Spitta, que recién llegaba junto con Julia.

Silvia, que le estaba revisando la vía que ella misma había colocado en su brazo, respingó y Lucas también se volvió sobresaltado. La nutricionista tenía una expresión espantada que se alivió al segundo de verlo conversando. Estuvo a punto de tirarse sobre él y abrazarlo, de no ser por el doctor Avakian que la intimidó de nuevo:

–¡Y acá llegó la niña que trató de envenenarte! –exclamó con un tono de reproche indignado que hizo vaciar la habitación como por arte de magia.

Julia miró alrededor con ojos de venado atrapado y notó que todos habían desaparecido. Lucas sonrió y le dio ánimos, interponiéndose entre ella y la terrible presencia de Avakian. Entre tanto, ella estaba examinando la taza con el ceño fruncido y terminó lanzando un gemido de sorpresa: –¡Qué! ¡Esto no es el té que yo te di!

Enseguida había sacado la caja de la hierba que había recordado traer, en caso de que fuera una intoxicación, y los tres la estaban oliendo.

–Es verdad, pero... –Lucas observó las hojas secas en su mano. Se parecían, pero las flores no eran las mismas con las que preparó la infusión.

Una terrible duda comenzó a anidar en su cerebro. Los otros podían creer que había sido un error, una confusión, porque no sabían que algún enemigo rondaba entre ellos.

–No comenten esto con nadie –no debía alertar a quien intentara hacerle daño que estaba sobre aviso.

También se aseguró de que nadie se había acercado al sótano, revisó cada entrada y reja de seguridad. Ella no podía ser, sin empezar a creer en su habilidad de vaporizarse entre los muros o entrar aleteando por la ventana, pero se mantuvo alejado en los próximos días.

A pesar de toda su precaución, Lucas no percibía un par de ojos que lo tenían bajo tenaz vigilancia cada minuto, en su consultorio y en su apartamento, en la casa de sus tías y hasta en sueños. Un obstinado dolor de cabeza le había enloquecido la noche del miércoles, se despertó confuso y siguió de mal humor todo el día. Fue a la oficina de su primo y pasó por el banco a retirar un dinero. Luego debía hacer unos trámites y volver a Santa Rita. Deirdre lo vio pasar con el alma en vilo, siempre esperando que llegara el momento elegido por Vignac.

Lina iba hacia su cuarto cuando escuchó la voz de la psiquiatra, y se volvió a esperarla. La doctora Silvia Llorente se le acercó como si nada, de pronto sacó una jeringa del bolsillo y se la clavó en el hombro. Estupefacta, Lina intentó escabullirse, pero las luces se le apagaron al tiempo que el doctor Massei la tomaba en brazos antes de que cayera al suelo.

–¿Qué le pasó? –exclamó, sin emoción.

Silvia sacudió la cabeza sin decir palabra. Lucas se apresuró a meterla en el consultorio que le señaló su colega. Otra persona había visto el trámite: Ana, quien también estaba por subir la escalera a su cuarto cuando vio el rápido pinchazo y se ocultó tras una planta para escuchar. No sabía qué pensar. Al fin, se decidió a contarle lo ocurrido a la enfermera de la noche, que era tan complaciente.

Débora no creyó la mitad de la historia, pero como Lina no estaba en su cama quiso preguntarle a la doctora. Entró en el consultorio que Ana había mencionado. No había nadie. Probó en todos: Massei y Llorente no estaban por ningún lado.



De golpe abrió los ojos en un lugar desconocido. Lo sabía antes de ver, por el tufo penetrante de la sangre seca y distintos químicos, y el ronquido intermitente de un motor. Le habían quitado su ropa y sólo tenía puesta una camisola ligera de algodón blanco, que le llegaba apenas a los muslos. Atónita, descubrió que tenía las muñecas y tobillos sujetados por correas de grueso cuero a una camilla inclinada sobre la pared.

–¿Te gusta? La encontré abandonada en un depósito –la mujer estaba sobre un cuerpo extendido a lo largo de una mesada de cerámica, y apenas se volteó un segundo para darle una ojeada a sus ataduras.

Era tan extraña a su expresión habitual que tardó en reconocerla:

–Doctora... ¿qué hace? –Lina fijó la vista en el cuerpo, respiraba–. ¿Massei?

Seguramente estaba drogado, o no hubiera estado tan tranquilo desnudo en medio de ese mar de cirios y hierbas olorosas. La luz titilante de las velas iluminaban lo suficiente para distinguir los símbolos que le daban un aspecto tétrico a la habitación.

–¿Qué ritual es este? –preguntó Lina con cierta repulsión en la voz que exasperó a Silvia.

La doctora comenzó por sacarse la bata y la dejó en el suelo. Se descalzó y se sacó las medias por debajo de la pollera. De encima de la mesada tomó una redoma.

–Agua destilada –explicó, llenando una palangana.

Mojó en el cuenco una esponja vegetal, se lavó el rostro, y luego se dedicó a limpiar con parsimonia el cuerpo del doctor, del pecho hasta la punta de sus miembros. Lucas se estremeció al contacto del agua fría con su piel afiebrada y sacudió varias veces la cabeza, de forma que Lina pudo ver sus ojos extraviados. Silvia terminó con la purificación golpeando unas ramas de sauce a su alrededor e invocando a los puntos cardinales. Hasta allí llegaba su conocimiento de lenguas antiguas, pero la joven supuso que su letanía era un tipo de rezo para entrar en trance y obnubilar a la víctima. Sin dejar de canturrear, la psiquiatra extrajo un afilado puñal en forma de cruz y lo pasó por la llama de una vela.



El perfume dulzón del incienso le transmitía una sensación pesada y sensual. Bajo efectos de la droga sus sentidos se confundían y había perdido toda voluntad para moverse, pero sintió el cosquilleo en su piel, el aroma femenino y el peso de la mujer subida a horcajadas sobre sus piernas. Unos dedos acariciaron círculos sobre su pecho y su cuerpo respondió al movimiento rítmico dictado por aquellas manos suaves, tibias, deslizándose con el aceite que derramaba en su estómago. Trató de fijar la vista en ella. La doctora arqueó la espalda y echó la cabeza hacia atrás, elevando su cántico en una oleada de placer místico. Elevó sus brazos al techo oscuro, las sombras bailotearon en los ojos de Lucas, y admirado buscó su rostro; la mujer se abrió la blusa de un tirón, meciéndose en un baile extático, él contempló sus senos puntiagudos casi tocando su estómago al inclinarse para frotarle un aceite pestilente y oscuro sobre su piel. Tuvo una fugaz visión de su cara, borrosa, le pareció Julia. Sintió un murmullo entre sueños.

–No me quejo del show –comentó Lina, sin dejar traslucir su asombro al notar los signos azulados que aparecían en el pecho de Lucas al calor de la fricción con el líquido marrón–, ¿pero tengo que verte disfrutarlo?

Silvia la ignoró, mientras se metía en la boca el pene grueso de su víctima y Lina se calló, sin poder quitarle la vista de encima. El cuerpo masculino se tensó y tembló de placer, un hilo de saliva escapó de la boca de Silvia cuando se incorporó de golpe para seguir con su oración, sosteniendo con reverencia el órgano entre sus manos. El rostro de Julia se había diluido en el de otra mujer, pálida, de ojos fríos y cruda belleza, y el doctor no pudo evitar un escalofrío a pesar del calor voluptuoso que descendía hasta su pelvis, porque el cabello oscuro de Lina cambiaba de color. ¿Quién era esa rubia que le estaba hablando en una lengua exótica? Pero no podía luchar ni pensar ni resistirse, apretó los ojos y creyó contemplarse desde arriba. Su cuerpo era como una vasija sin alma y respondía sólo a las caricias húmedas de la carne femenina, que como una serpiente lo estaba enroscando en las tinieblas rojas del goce sensual.

Lina apretó los puños y tiró de las correas duras que le estaban escociendo la piel. Alzó la vista al sentir una sombra que caía sobre ella: la mujer se había parado con una expresión triunfal sobre el cuerpo agotado de Lucas, que había caído de nuevo en un estado semiconciente, y en sus manos sostenía un tazón. Lo acercó a su rostro con gran concentración, y entreabrió sus labios, dejando escapar el semen como un esputo sobre el agua oleaginosa. Massei la estaba mirando a través de sus pestañas con una calma fantástica. La reconoció, y aun más confundido, se preguntó qué pretendía. No podía moverse pero se encogió ante el resplandor del cuchillo. Por primera vez se dio cuenta de la presencia de la otra mujer, intentó hablar, comenzaba a sentir un poco de vergüenza, pudo mover los dedos. El efecto de la droga estaba pasando.

Lina gritó con fuerza, tratando de que la escucharan del piso de arriba. Pero la doctora no pensaba cortarlo a él, mientras tuviera las marcas en su cuerpo seguiría siendo su marioneta privada. Se acercó con deliberación a la joven y le hizo una señal de silencio.

–Mi sacrificio, no debes hablar –y señalando las paredes, agregó–. Además, estamos en un lugar a prueba de ruidos, por eso lo elegí. Y porque estamos en el corazón de la tierra –Lina arqueó las cejas y esperó su próximo paso sin temblar, aunque en una mano sostenía el cuenco y en la otra el puñal listo. Silvia murmuró–. El fuego primordial, la madre tierra, el espíritu creador y el fluido vital, polvo, agua, semen, sangre, y fuego.

Lucas había estirado el cuello para observar lo que hacía y estaba luchando por moverse, pero apenas logró voltearse torpemente, resbaló al suelo. Llorente alzó el puñal y efectuó varios cortes rápidos sobre el cuerpo de Lina, quien no pestañeó y apretó los dientes para no emitir un quejido, mientras la loca le diseñaba a cuchillazos un símbolo en el vientre.

–Eh... ¿por qué me elegiste a mí? –preguntó entre dientes, a lo que Silvia respondió con una carcajada, al tiempo que el pentáculo de sangre empapaba la fina tela blanca rasgada.

–Porque eres una mujer fuerte y necesitaba a alguien que no haya tenido contacto con hombres en los últimos cinco días. ¿Qué mejor que una paciente aislada de una clínica psiquiátrica?

–Ah, era sólo por eso –replicó Lina. Comprobando que no se trataba de un seguidor de Vignac, ya no le interesaban sus locuras–. Entonces para esto o te mato.

Sonriendo por su desplante, Silvia se arrodilló en el suelo, junto al hombre caído de bruces, y le dio un beso en la mejilla. Lina vio que golpeaba dos pedazos de piedra y saltaron chispas.

–¿Azufre? –su fino olfato reconoció el aroma en la mezcla de hierbas y ácidos que permeaban el ambiente.

El último paso consistía en meter el cuchillo embadurnado de sangre con las demás sustancias y completar el ritual de fuego. Era la hora exacta. La hoja ya se acercaba al líquido cuando sintió un chasquido y alzó la cabeza, sorprendida: Lina había arrancado de un tirón las correas de las manos y estaba desatando las del pie. En el susto, asombrada de su fuerza, se olvidó de su ritual, más preocupada por defenderse. Antes de que pudiera tomar el báculo para protegerse, Lina le había saltado encima y el cuchillo salió lanzado en el choque.

La joven, con los ojos inyectados en sangre la levantó del cuello y la doctora pataleó en el aire, pasmada. De pronto tomó uno de los frascos junto a la mesada y se lo partió en el rostro, tomándola desprevenida. Lina retrocedió con un par de astillas de cristal clavadas en la mejilla y en el cuello. Lucas contempló, furioso por su propia impotencia, que ella misma se los arrancó y salió un chorro de sangre que los salpicó a él y a la psiquiatra.

Lina pareció tambalearse un segundo, se recuperó y miró a Silvia con ojos asesinos. Con un además tranquilo, chupó la gota de sangre que había caído en su mano y se pasó la lengua por los labios.

–¿Desperdiciando la sangre del sacrificio? –se burló.

Intimidada pero decidida, Silvia chasqueó la punta de su báculo contra el suelo y una llama brotó del borde. Massei vio el cuchillo junto a su mano y trató de estirar los dedos, que era lo único que podía mover. Lina había esquivado el swing del bastón y se agachó junto a él, arrebatándole la hoja cuando estaba a punto de alcanzarla.

–Yo puedo sola, gracias –susurró.

La doctora quedó petrificada al notar que al girar le había hecho un corte en el antebrazo y ahora Lina estaba introduciendo el cuchillo en el cuenco.

–¿Qué pasará si es el fluido de una mujer que sí tuvo contacto carnal? –se burló.

Enloquecida, Silvia se arrojó sobre ella, pero Lina le vació el asqueroso contenido en el rostro y se apartó de su camino. Por unos minutos interminables, la doctora contempló su fracaso, sus manos sucias alzadas al cielo. Lina había levantado a Massei y le alcanzó la bata blanca para que se cubriera. De pronto, la doctora se volvió, una expresión insana en sus ojos. Un frasco vacío rodó de sus manos al suelo. Se había tomado su contenido y tenía una vela en la mano. Sin dudarlo, la acercó y se prendió fuego el cabello que le caía sobre el pecho e inclinó la llama hacia su blusa abierta, manchada de aceite. Agarró fuego y en un segundo, estaba envuelta en una llamarada ardiente.


Desenlace


–Anko, Io, Temos, Ketos, gran viento y oscuridad, yo soy su emisario, oh dioses respóndanme a lo que solicito ahora... –la delirante Silvia repitió sus súplicas siete veces, ante la impaciencia de Lina, cuyos ojos reflejaban las llamas naranja que poco a poco devoraban la piel y ropa de la doctora.

Tenía que haberse drogado para soportar el dolor, pensó Lucas, atónito, sintiendo el olor a pelo chamuscado y la piel que ardía untada en una grasa transparente. Se había apoyado en el hombro de Lina, y esta hizo ademán de ir hacia la puerta, pero una corriente de aire los detuvo. Estaban en un espacio cerrado. Azorados, observaron el humo negro, un pájaro espectral que había respondido las plegarias de Llorente. Un par de alas le azotaron el rostro y la joven se escudó con un brazo.

La doctora no pensaba dejarlo escapar. Lucas retrocedió, espantado del calor que emitía y el combustible que burbujeaba sobre su rostro y pecho. Quería abrazarlo, le pertenecía, tenía su marca. Por el rabillo del ojo vio que Lina se rascaba el brazo herido y de un salto esquivó al pájaro fantasma, subiendo a la mesada. El espectro se estrelló contra el azulejo en una nube de polvo, Lina estiró una mano y levantó al doctor del cuello, quitándolo del camino del fuego. Silvia reanudó su letanía y una espiral de humo de incienso, cabello, resina y azufre, rodó por el cuarto sacudiéndolos. Lina tomó impulso y saltó en medio del torbellino, atrapando con una mano la punta del báculo, giró, y envió a la mujer que lo estaba sosteniendo por el otro extremo, volando contra la pared.

Lucas caminó, aliviado al sentir de nuevo sus piernas, y chequeó que estuviera inconsciente. El pelo le había quedado ralo y retorcido, las manos ampolladas, el rostro chamuscado y sucio por el menjunje, y un hilo de sangre le salía por la comisura de la boca.



–La muchacha tuvo suerte, doctor –comentó un agente de policía, pasándole un libro con ilustraciones a color que encontró en el escritorio de Llorente, las cuales mostraban unas pobres víctimas marcadas e incendiadas en una pira de madera.

Al final, los encontró Jano porque estaba revisando el subsuelo a pedido de Débora, quien se había preocupado al no encontrarlos por ningún lado. Lucas agradeció que ningún otro empleado, sólo Aníbal y la policía, vieran el escenario que había montado la psiquiatra en su propia clínica. La mujer seguía internada en coma inducido, y la policía les había dejado entrar a su apartamento como parte de la investigación.

Lo acompañaba la contadora Dexler. Gracias a ella, también se había salvado de los efectos del embrujo de Silvia, porque alertada por su abogado, que se había extrañado de su conducta, logró evitar un traspaso de su cuenta a un banco extranjero y anuló un poder firmado el día anterior a favor de un testaferro de Llorente.

–Miren esto –llamó el segundo oficial, desde un pequeño cuarto anexo a la cocina.

Tenía un laboratorio lleno de frascos con hierbas, semillas y polvos extraños.

–Arsénico, cobre, amapola, belladona, ¿piel de sapo? –el agente estudió las etiquetas.

–Son cosas utilizadas en brujería y alquimia –dijo Lucas, y al notar sus expresiones de duda, agregó–. Estuve leyendo en internet.

–Creo que se trataba de una simple estafadora –masculló Liliana, indignada.

Había drogado a Lucas, dejando que la sospecha recayera en Julia. En cuanto a la locura de pintar muros con sangre, que por cierto pertenecía a su paciente Rodrigo Prassio, de allí su cuerpo desangrado, y todo lo demás, para la contadora era una forma de encubrirse y asustarlos.

–No... creo que hay algo detrás de todo esto –le dijo Lucas cuando volvían en su auto– pero hasta que despierte nunca lo sabremos.

Ahora que había pasado, todos podían recordar detalles que la ubicaban cerca de donde sucedían cosas extrañas. El intento por desbalancear el orden de la clínica, que había terminado en la violencia de Miura, provocando pesadillas en Ulises y desatando el caos por las noches, aunque no creía que su intención fuera matar a nadie, obviamente quería hundir su reputación. Tal vez a Santa Rita o alguno de ellos, de eso no tenía idea aún.


Castillo


Se estaba acercando a su 4x4 con las llaves prontas para abrir la puerta, cuando se extrañó de una figura que parecía estar observando entre sombras, apoyada en el capot de un sedán gris. El hombre de gabardina oscura se adelantó un paso y el doctor Massei lo pudo reconocer, aunque le sorprendió su actitud a esa hora de la noche:

–¡Hola, Sr. Vignac! ¿Qué hace por aquí? ¿Se enteró de que atrapamos a la persona que estaba haciendo esos rituales en el sótano? –exclamó, y le extendió la mano con cortesía pero la dejó caer al notar su gesto adusto.

Sin preámbulos, Vignac encendió un cigarrillo y comenzó: –Doctor Massei... ¿Quiere reconsiderar si conoce o no a esta persona –al guardar el encendedor había extraído de su chaquetón un retrato–, o debo tratarlo como a un enemigo?

Pasmado por su tono severo, Lucas miró la foto del pasaporte de Rina Lautrec.

En la cocina estaban preparando el almuerzo del día siguiente. La cocinera sintió el timbre de la puerta de servicio, y con las manos metidas en una fuente de harina le gritó a la auxiliar que abriera. La joven se sacó los guantes de limpieza y corrió a apretar el botón.

–El gas –anunció, al tiempo que dos hombres empujaban el portón junto al lavadero, uno tenía una carpeta y lapicera, el otro tiraba del carro con un par de garrafas. Las dos mujeres saludaron y la cocinera les indicó con la cabeza–: Un momento.

Habían llegado en una camioneta negra con el logo de la empresa, que quedó con el motor encendido y las puertas abiertas mientras ellos hacían el despacho. Amparados por el ruido y la distracción, dos hombres vestidos con pantalón de fajina, jersey azul marino, botas militares y pistolera bajo el brazo, salieron de la caja y se metieron rápidamente por la puerta del rincón. Del patio, una escalera llevaba hacia la azotea del lavadero, y allí aguardaron que se hiciera silencio.

La camioneta se alejó por el camino y luego el conductor viró entrando a un monte de pinos, giró la llave, y apagó las luces. El otro se bajó, quitó del costado el adhesivo transparente con el logo y luego descubrió la matrícula falsa colocada sobre la real.

Lucas se estaba irritando con la actitud acusadora de Vignac. ¿Qué quería, que por un cierto parecido le entregara a una paciente? No hubiera dicho lo mismo un día antes, pero ella lo había salvado de la locura de Silvia Llorente. Suspiró.

–Ud. dijo que cuando encontrara a la culpable de la muerte de su hermano la denunciaría a la policía. ¿Acaso tiene pruebas de que la tal Rina se encuentra en Santa Rita?

Vignac asintió vagamente. Sus hombres se calaron un pasamontañas y abrieron la puerta de la terraza con una llave bien aceitada. Adentro, el salón estaba a oscuras, la estación de enfermería estaba del otro lado, más lejos, la escalera libre. Los pacientes dormían. Bajo la ventana de Lina se había apostado el tercer hombre, y el conductor cerca de la puerta exterior, vigilando que nadie se acercara a la clínica.

El alto miró por el recodo del pasillo, desde la escalera, en diagonal a su habitación y vio que el enfermero de la noche había entrado a un cuarto del otro lado. Cruzó el corredor sin hacer ruido, preparando el rifle de dardos tranquilizantes al tiempo que abría la puerta. Disparó sobre el bulto en la cama pero el ruido apagado no sonó como debía.

–S... –escuchó tras su oreja, y un golpe en el cuello lo tiró al piso. Lina meneó la cabeza, pensaban atraparla tan fácilmente, como si no tuviera instinto–. ¿Quién los...

Se volvió, sorprendida, y frunció el ceño. El segundo hombre le estaba apuntando con una pistola en medio de la frente, había entrado tras su compañero y le cerraba el camino a la puerta. El de abajo se había preparado para el plan B, escalando la pared con unas grampas. A Lina se le erizó la piel: entre dos fuegos, tenía la necesidad de atacar sin pensar en las consecuencias. Pero eso quería decir que debería huir después.

Lucas venía corriendo por el pasillo casi sin aire: de pronto se le había ocurrido que Vignac no había ido para enfrentarlo a él. Cruzó la recepción, donde el guardia le dijo que estaba todo tranquilo, pasó por el salón y los pasillos, desiertos a esa hora, los enfermeros ocupados en revisar la medicación de la mañana.

En el cuarto, el hombre presintió que ella iba a hacer un movimiento y disparó sin dudar. En un segundo Lina estaba mirando el caño del silenciador, al siguiente había llegado a la ventana, la noche la llamaba. Pasó increíblemente por el pequeño espacio entre dos barras de la reja, sosteniéndose con una mano de la ventana, a tiempo para patear hacia abajo al intruso. El doctor escuchó su grito involuntario cuando abrió la puerta y miró asombrado a los dos hombres de pasamontañas. El alto se volvió hacia él y lo noqueó con el codo, derribándolo para salir al pasillo. El otro volvió a disparar sobre la silueta que se vislumbraba en la ventana, pero Lina comenzó a trepar ágilmente por los ladrillos de la pared, y cuando se acercó a la reja tratando de imitarla, notó que era imposible pasar por allí.

Lucas se levantó y salió al corredor, buscando al intruso más grande, que seguramente estaba tratando de llegar al techo. Si conocían la disposición de la clínica, sabrían que no había salida por la zona de pacientes salvo trepando por el muro.

Se detuvo a tomar aire entre las siluetas oscuras de la terraza y de pronto percibió una sombra que lo observaba desde arriba. Un hombre cargó contra él saliendo de atrás de un sillón, el rifle entre ambas manos listo para hundirle la tráquea, pero algo lo detuvo. Lina había saltado desde el techo. El intruso sólo distinguió un par de ojos brillantes por la cacería, y un gruñido al abatirse contra su pecho. Aunque pesaba el doble que ella y era puro músculo, quedó lloriqueando en el suelo, asustado por su ferocidad, apretándose el brazo que le había mordido hasta arrancarle un pedazo de piel.

–Qué inútil –comentó Lina de pie junto al doctor, estudiando el arma que le había arrebatado, mientras Lucas la contemplaba estupefacto.

El doctor le sacó el rifle de las manos y ella se acordó de limpiarse con la manga del camisón la boca sucia de sangre. Ambos se volvieron al escuchar un crujido.

El tercer hombre les estaba apuntando con dos pistolas, acercándose paso a paso. Lucas hizo una seña con la cabeza y le dijo: –Váyanse. Puedes llevarte a tu compañero, porque no quiero tener que entregarlo a la policía.

Ahora tendría que cambiar las cerraduras, explicarle a Aníbal. Vignac le había declarado la guerra y no sabía qué hacer con él.

Estaban a solas. Recién se percató de que Lina se había sentado en una reposera, abatida, con la cara entre las manos. Ella alzó los ojos al notar su mirada:

–Bueno, se acabó –dijo simplemente.

Ya no tenía santuario, y al tener que marcharse, sintió por primera vez en años igual que cuando había perdido uno a uno los miembros de su familia. Estoica, aceptó la mano de Lucas y este le abrió la puerta para que volviera a su habitación.



Luego de pasar el portón se tenía que andar otro minuto en auto por una avenida sombreada de nogales, encinas y pinos, hasta emerger de pronto a la vista del imponente caserón de tres pisos. Los tejados oscuros caían en picada sobre una larga fachada de tintes góticos, sobre todo en las buhardillas y las ventanas del último piso. Dominaba la entrada una escalinata clásica, mientras que el aspecto macizo del edificio, con estrechas ventanas y torreones, le daban un aire a castillo medieval.

La camioneta crujió en el óvalo de pedregullo al detenerse frente al jardín, que con sus caminos bordeados de blanco, coloridos canteros y césped esmeralda, le quitaban un poco de severidad a la mansión. Antonieta, que lo esperaba en la escalinata de entrada, parecía pintada de acuerdo al escenario. La dama se sorprendió al verlo acompañado, no esperaba que bajara nadie más del vehículo, pero la señorita Chabaneix, como la presentó su sobrino, no era una persona que pudiera ser menospreciada. Lina, recatada en su vestido negro y saco tejido gris, admiró el predio con consideración y la saludó con una fineza que encantó a la señora de chal marrón y melena blanca, recordándole cuando su papá vivía, un respetado miembro de la industria del país. Ella se regodeaba en esa época dorada en que era la hija rica de una familia de clase, envidiada y venerada, y el camino rápido a su corazón era mostrar que se la recordaba en cualquier situación de esa categoría.

El otro atajo lo tenía su sobrino, su hijo postizo:

–¿Puede quedarse un día o dos, hasta que siga de viaje? La llevaría a un hotel, pero pensé que podíamos demostrar un poco de hospitalidad.

–¡Es tu casa... –exclamó Antonieta, y el sonido de sus voces se perdió en otro salón más grande.

La habían dejado en la biblioteca, Lina observó los paneles de madera que cubrían las paredes, los candelabros de cobre, los pesados cortinajes color oro viejo, las butacas de cuero verde. Comparado con la esencia a nuevo, la animación y las paredes blancas de Santa Rita, parecía que la habían transportado a un museo. Lucas la llamó desde la puerta abierta y ella se preguntó qué mazmorra le tocaría. Pero su rostro no traicionó la broma, además él le presentó antes a su tía abuela, Elena. A sus 84 años, tenía un cutis que no podía envidiarle nada a Lina, y era más baja y menuda que su hija. Su voz parecía un graznido, su rostro era seco y severo, su ropa sencilla, y sin embargo, transmitía una calidez indudable. Sus ojos vivaces decían que entendía más de lo que los jóvenes suponían, aunque no era de las personas que interferiría en el camino de los demás.

Incapaz de dormir después del ataque, Lina se había puesto a armar su valija. A la mañana temprano el doctor Massei la sorprendió cuando la estaba metiendo en su ropero, en espera de una ocasión para marcharse sin que la vieran.

–Qué bueno que ya tiene todo listo –comentó él con ironía.

–Supongo que ya no me quiere en su clínica, doctor –repuso Lina con tono agrio.

Él se alzó de hombros y sacó un papel de la carpeta que llevaba, con su historia clínica y todos sus datos. Había estado encerrado dos horas con el doctor Avakian, y tras una acalorada discusión tenía el alta pronta. Ella presentía que la iba a echar desde que lo vio por primera vez, así que aceptó su destino con resignación. Por eso no entendía por qué la ayudaba, llevándola a la casa de sus tías. Se dejó caer en la cama de dosel, y sus gruesos resortes le devolvieron el golpe.

Las paredes estaban empapeladas con rosas sobre un fondo color té, por la ventana abierta de par en par sintió el bosque susurrando. El cuadrado de sol daba sobre la mullida alfombra granate. El jardinero le había subido su maleta. No lo que se dice un calabozo.

Lucas se arrodilló junto a ella y estudió su expresión: imperturbable como siempre pero le faltaba algo, lucía triste, apagada. De pronto, le tocó la mejilla y el cuello con la punta de los dedos y Lina le devolvió la mirada, intrigada por su caricia.

–Increíble criatura –murmuró él, pero Lina no lo tomó como un halago, era como un entomólogo admirando un ejemplar raro.

Aunque él mismo había visto a Silvia romperle un vidrio en la cara, a las horas no tenía más que una cicatriz y al otro día, nada. También recordó que podía saltar desde el techo y caer parada sin doblarse un tobillo, y lo peor, ¿cómo salió por un espacio de doce centímetros? Había medido la reja con una regla. Pero esos pensamientos lo llevaban adonde no quería ir.

–Puedes dormir una siesta –Lucas se levantó, desinteresado de repente, y al salir añadió–. Cenamos a las siete.



–Deirdre ha desaparecido –con esas palabras y un gesto dramático lo recibió Liliana, al regresar a la clínica.

Valeria se llevó la mano a la boca, pasmada. El doctor la miró de reojo y tomó a Liliana de una brazo, metiéndola en su oficina para una charla confidencial. No quería que corrieran rumores más extraños de los que ya había por causa de la psiquiatra.

El doctor Avakian le había comentado a la contadora de unos intrusos, sospechando que una empleada entregó las llaves para un secuestro.

–¡Es terrible! ¿Acá, que pase eso? –se indignó Liliana–. ¿A quién querían?

La secretaria no se había presentado de mañana, y creyéndola enferma, Liliana la llamó a su casa. El teléfono daba fuera de servicio porque Deirdre lo había desconectado del borne.

Luego de escuchar su relato, Lucas replicó:

–Pero, ¿acaso esta empleada tenía acceso a las llaves?

–No, pero si lo piensas llegó hace tan poco... Me puse a revisar sus referencias enseguida. Son ciertas, pero ¿no tendrá algo que ver con la doctora Llorente? –musitó la mujer, preocupada.

–¿Quién la recomendó para el puesto?

–Mmm... Valeria.

La joven no soportó su escrutinio por más de diez minutos. Resultaba que no la conocía, su novio o amigo le había asegurado que era una excelente trabajadora. Aníbal llegó a la charla y la apretó más. Valeria confesó, rompiendo a llorar, que alguien le había pedido las llaves.

–¡Cómo! Hija de puta, ¿cómo fuiste capaz de hacernos esto? –vociferó Aníbal abalanzándose sobre la joven, quien cayó pálida, apocada y sollozando en el sillón de los acusados, mientras el doctor seguía sobre ella, gritándole hasta quedar rojo.

–Espera un minuto, Aníbal –Lucas los asombró manteniendo la calma, e interponiéndose entre ella, el acalorado doctor y la severa Liliana, le preguntó con ternura–. ¿Cómo se llama tu amigo?

Valeria susurró su nombre. Se lo esperaba pero igual se sobresaltó, y a sus espaldas, Liliana y Aníbal se miraron intrigados. ¿Quién era, un cómplice o un amigo de Llorente?

–Por favor, no me echen. Yo... –suplicó la joven, recordando tarde que tenía una abuela y un alquiler que pagar, y que su amante no la había llamado desde que le entregó la copia– no sé por qué lo hice, sé que está mal, no pude negarme.

–Veremos –Lucas meditó, y al final pidió que los dejaran a solas, esperando con suma paciencia hasta que la joven dejara de moquear y rogar, inquirió–. Cuéntame todo lo que sabes, cómo se conocieron, si te preguntó por algún doctor o paciente...


Aves nocturnas


Lina abrió los ojos sobresaltada al hallarse en un lugar extraño. Despertó fresca y alerta, sus sentidos vibraban por el aroma a pino, tierra, y los sonidos primitivos del bosque. Ante sus ojos, en la almohada de satín, le habían dejado unos papeles arrugados por el uso. Se sentó y los estudió en la penumbra del anochecer: entendió la sensación familiar al ver su propia letra. Era una parte del diario que mantenía de joven. Sintió ojos que la miraban por encima del hombro y revolvió la cabeza, estrujando los papeles y ocultándolos contra su cuerpo. Las sombras a punto de saltarle encima retrocedieron; estaba sola, seguramente el doctor había venido mientras dormía y los había dejado como declaración. “Sé lo que hiciste...”

Recorrió la galería del segundo piso, cuidando de no hacer ruido en el pulido piso de madera, mirando los retratos con enormes marcos labrados que decoraban las paredes, y espiando por las puertas entreabiertas. Habitaciones oscuras, el aire pesado pero sin polvo. Encontró la puerta que conducía por una escalera estrecha al ático, y también el cuarto con rastros juveniles, donde Lucas dormía de niño. Sonaron siete campanadas en el reloj del hall y en la escalera se cruzó con el doctor que venía a buscarla, impaciente.

Fiel a su palabra, Lucas regresó para hacerle compañía a sus tías en la cena, preocupado por haberles dejado en la casa una fiera o una mujer desesperada, todavía no sabía cual. Había dudado, tenía miedo de permitirle entrar a su casa, estuvo tentado a abandonarla en la carretera, pero triunfó su curiosidad que no quería alejarse de esta historia. Tenía que saber qué pasaba con ella y Vignac, y al mismo tiempo mantenerla fuera de su alcance. El único problema sería que su primo abriera la boca. ¿Cómo alertarlo, sin estar seguro de cuánto sabía, él que los había presentado?

En la cena mantuvo una calma forzada, y trató de mostrarse alegre, con tanto esfuerzo que apenas le dirigió una mirada a Lina. Ella notó su confusión y no hizo nada por aliviarla, ni seguirle las mentiras para salir del paso. Igual, sus tías no se mostraron muy curiosas sobre su amiga, charlando de un salón de té en Europa que Antonieta había visitado mucho antes que Lina, y de las ventajas de vivir en esa mansión aislada del mundo, de telas de vestidos y el clima húmedo.

Lo estaba buscando pero al salir por una puerta al jardín de invierno, la invadió una oleada de recuerdos. Elena estaba cortando los brotes de un macetero y cruzaron unas palabras al azar: Lina caminó por el pasillo caluroso, recargado de perfumes, contempló los rosales, las hojas azules bajo la luz fluorescente. Dimitri la había sorprendido antes de la fiesta con un enorme ramo de esas flores, de un rojo tan oscuro que parecía azabache. Estaba tardando delante del espejo, desanimada porque no tenía ganas de entretener a los invitados de Diana mientras su padre estaba de viaje, pero él entró como una tromba agitando a las sirvientas griegas, haciendo bromas, riendo a carcajadas del peinado de su madrastra y devolviendo una sonrisa a su rostro.

–Me envía mamá con la difícil misión de ponerte de humor y prepararte –dijo sentándose en la cama, muy serio. Las cortinas volaban con la brisa aromática que venía del olivar. El mar lamía los pies del acantilado y el chalet que habían alquilado por un mes se iba encendiendo a medida que el atardecer púrpura se iba apagando.

Lina había hundido la nariz en el ramo que colmaba sus brazos pero el inquieto Dimitri se lo arrebató para ponerlo en el jarrón de vidrio, arañando su piel de marfil en el apuro. Antes de que pudiera quejarse, la había llevado corriendo al salón, donde sonaban los violines, pues la música era su debilidad, aunque sólo fuera un conjunto local que falseaba la mayoría de las notas. Dimitri había sido recogido por su padre de pequeño, pero era su hermano mayor en todos los aspectos, su compañero y cómplice. Tenía un cabello castaño que se enrulaba tenazmente sobre unos ojos oscuros de mirada audaz y burlona, y una tez que se adaptaba a todos los climas. Como habían estado viviendo en Italia desde que Diana le insistió a su esposo para abandonar la casa en Mostar, cansada de la feroz guerra civil que los rodeaba, no era extraño su bronceado.

La mitad de los huéspedes también lucía piel morena, sobre la cual refulgían dientes blancos, perfectos, y el oro de sus joyas. Charlaban con indolencia de temas triviales cansándose hasta ellos mismos, más que nada para alardear de sus artículos de lujo, contar dónde habían estado, qué auto conducían, qué yate era el más costoso, y a quién conocían. Políticos, actores de televisión, empresarios. El resto, con un promedio de edad más elevado y un físico y apariencia menos afinado, pertenecían al círculo de Tarant. Al principio estaban decepcionados porque no estaba su anfitrión, y suspiraron al escuchar que aun estaba investigando unas ruinas en los Balcanes. Luego centraron su atención en un joven alto, pálido, distinguido pero vestido con sencillez. Lo primero que ella le notó fue su cabello lustroso como ala de cuervo bajo la lámpara que destilaba luz sobre el abultado escote de Diana. Antes de que se aproximaran, y de desaparecer él mismo, Dimitri le había susurrado en su oído:

–Es él. El hombre de rancio abolengo del que estaba hablando papá el otro día.

–Querida... –Diana la atrajo hacia sí con una mano llena de uñas carmesí, y ahora notó el aura masculina, el grueso perfume que emanaba del joven. Tenía unos ojos magnéticos, pero no supo decir de qué color porque bajó la mirada temiendo caer en su abismo. No encerraban misterio, sino que le hacían temer rendir los suyos bajo su poder–. Charles, ella es la niña de los ojos de Tarant –su esposa sólo lo llamaba por su nombre de pila o un apelativo en la intimidad, así como sus hijos tampoco le decían papá más que cuando no los escuchaba–. Charles quiere saber sobre la estatuilla...

La joven se preparó para ejercer sus dotes de seducción sobre el huésped y entretenerlo explicando cómo habían adquirido esa curiosa pieza veneciana de Dionisos y Ariadne. El encanto fue mutuo, y poco después de la medianoche ella lo condujo por un rústico camino de piedras hasta el mirador que se alzaba a medio camino entre la casa y la playa. El tono profundo de su voz estaba calentando sus orejas a medida que Charles iba derramando sus palabras, cualquiera, en su oído, y pronto su aliento caía por su cuello, se detenía en su arteria pulsante y con dos dedos soltaba el broche de la solera, descubriendo a la luz de la luna la curva de su espalda.

De pronto, Lina notó que había pasado el tiempo y estaba sola en el mesmérico aroma del invernadero que la había trasladado a su pasado. Casi podía sentir la caricia en su cintura y el sabor en los labios. Con Dimitri solían desdeñar la insistencia de Tarant por la tradición, secundado por Diana, por su parte interesada en mantener una imagen de rango y distinción bajo la forma del dinero y el lujo, pero al final terminó enredada con el heredero que quería su padre. Sangre pura de una antigua familia con la que Tarant compartía su ideología cerrada. Los jóvenes, en cambio, no se sentían tan distintos y superiores al resto de la humanidad como para desechar su sociedad.

–Ya se les pasará con el tiempo –había suspirado al regresar de su viaje a Nicópolis, cuando Diana le contó cómo andaban con cualquier gente del pueblo o turistas americanos. Tolerante al ver cercana su expectativa de unir bien a su hija, exclamó con fingido disgusto–. Bella Diana, veo que han hecho planes sin mí...

Charles y unos cuantos amigos íntimos se habían invitado al yate, animados por Dimitri y Diana, para celebrar los ritos de mayo.

–Bueno, yo agrego a un amigo que conocí en el tren –su familia lo miró sorprendida de que tratara de amigo a alguien que recién conocía–. Es un erudito de mente abierta y muy agradable. Se llama Tomás Lara.

Lina captó la mirada de Lucas fija en su mano. Había estrujado un tallo de rosa: abrió los dedos y dejó escapar los pétalos aterciopelados manchados de gotas de sangre más brillante que ellos. Tras una pausa Lina sacó de su bolsillo los papeles doblados y se los entregó:

–Toma. Para tu historia clínica. Tal vez puedas hacer un libro, a Anne Rice le funcionó.



Estaban en el estudio de su tío abuelo, una habitación sobrecargada de muebles que aún conservaba un leve tufo a tabaco y cuero nuevo. El doctor le había contado lo que sabía de Vignac y esperó que ella completara la historia.

A ella también le había caído bien Lara, aunque no lo conoció de forma íntima porque en esa época su tiempo estaba bastante absorbido por Charles. Su prometido de dos meses y su hermano Dimitri sí habían salido a rondar algunas noches por los bares de Skiros, Tasos, Varna, Constanza, en compañía de Tomás Lara, quien parecía tener un interés casi científico en sus actividades nocturnas.

–Supongo que llevados por su deseo de presumir, algún amigo de Charles o Dimitri que era muy impulsivo, le habrán mostrado los sitios prohibidos para humanos –comentó Lina con una sonrisa maliciosa.

Lucas comprobó que ya no estaba melancólica. Replicó, impasible, que él no creía en esas cosas.

–Vignac sí las cree. Por eso puede ir muy lejos –dijo ella con un tono sombrío; él solo podía ver el contorno de su rostro y la fina curva del cuello–. No sabes de qué es capaz esa gente.

Destrozado por la muerte de Dimitri, aunque no quisiera admitirlo, y desinteresado de Europa por la pérdida de Charles, Tarant decidió huir a América. Debían proteger su forma de vida de la mala publicidad que podía hacerles Vignac, si es que Lara había llegado a dar algún informe, porque en el tiempo que habían convivido no había hecho contacto con nadie. La traición de Lara había sido la primera vez que ella se había dado de frente con la superstición y la intolerancia de la gente. Conteniéndose de descargar su rabia contra toda la humanidad, aun no podía ocultar su desprecio por esas criaturas que se arrastraban por la tierra con sus vidas vacías. En ese estado de ánimo conoció a Iván, como broma salió que era cantante y él la hizo subirse al escenario. Entonces descubrió que de hecho podía cantar y hacer un show.

–Me mudé a la ciudad. Me gustó el cambio, me entretenía –Iván la llamaba ruiseñor, no sabía si por el bello canto o el pico dentado de estas aves nocturnas. Era una forma de entrar a fiestas privadas, que le servían para cubrir y mantener su estilo de vida–. Veía poco a mi padre y Diana... Un día me llamó mi abogado. Se había incendiado su propiedad. No quedó nada más que sus cuerpos carbonizados –Lina hizo una mueca burlona y remarcó con frialdad–. La policía lo dejó como suicidio porque se encontraron restos de barbitúricos. Yo creo que los mató él.

–¿Vignac? –Lucas se removió en su asiento y terminó caminando hasta la ventana. Un pájaro negro se remontó entre los árboles de la avenida–. No puede ser... Vignac insistía en encontrarlo a toda costa. No sabía de su muerte.

Mientras tanto, Vignac no pensaba quedarse quieto esperando que Lina sacara la cabeza del agujero donde se hubiera escondido. Bien entrada la madrugada, sus zapatos resonaron en las piedras del cementerio, vislumbró el punto rojo de un cigarrillo y se acercó al enterrador que había sobornado, quien lo estaba esperando apoyado en una tumba sin nombre. Vignac se arrodilló y pasó el pulgar sobre el doble ouroboros tallado en la losa. El sepulturero, un hombre gordo de rostro enrojecido por el vino barato, le tendió una barra y entre los dos separaron la piedra, dejando al descubierto un tufo a humedad repelente. Vignac metió la mano y tanteó en el pozo tenebroso hasta encontrar algo de madera. Hizo una seña y el otro iluminó con la linterna mientras él mismo sacaba los cuerpos resecos y los guardaba en una bolsa de arpillera.

Lina estaba acodada en la ventana de su cuarto. La casa dormía, excepto Lucas, que en la biblioteca, se sirvió un whisky y sacudió la cabeza con escepticismo al recordar todo lo que había estado escuchando. La hoja manoseada con la confesión de asesinato estaba sobre el escritorio. Lejos del efecto de sus ojos y labios se reprendió por casi justificarla al saber que Lara había causado la muerte de su hermano y de su novio, pero ¿cuánto de esa historia era real y cuánto fruto de un delirio paranoide?

Para asegurarse de que saliera en televisión, Vignac desapareció unas cuantas manijas de bronce, trozos de esculturas, y escribió símbolos nazi encima de varios mármoles.


Retribución


Tomás caminó por el muelle chequeando los lujosos botes que lo rodeaban, y tuvo que pedir ayuda. Le preguntó a un rozagante joven cómo llegar al Apolo II: siguió hasta el final y dobló el muelle, y al pasar un velero blanco lo vio, un impresionante yate gris de cuarenta metros. Sobre la cubierta, Tarant agitó una mano al reconocerlo y le indicó que se apurara. Tomás Lara se sintió como un explorador a punto de penetrar en el territorio de unos salvajes, evidente, visible, indefenso. Alguien tomó su pequeño maletín. Ya estaba arriba. Estrechó la mano de su anfitrión y de Dimitri. Luego aprendió que era su hijo adoptivo.

Las mujeres descansaban del calor de la tarde bajo el toldo en la popa. Le sonrieron y lo acomodaron entre ellas, pasándole una bebida enseguida al notar su rostro calenturiento. Diana era conversadora pero no aburría, las tres jóvenes más calladas que la acompañaban parecían modelos y, sin embargo, no tenía nada que envidiarles con su belleza plena. Al caer el sol, una de las jóvenes se quitó los lentes oscuros, el pareo, y se tiró al agua dorada. Dimitri, con las piernas por fuera de la escalerilla, la ayudó a subir comentando que tuviera cuidado con los tiburones. Cuando el sol púrpura se sumergió, algunas personas empezaron a subir de los camarotes. Charles se acercó a charlar con él, y dos hombres mayores, de barba canosa, ojos verdes, y ropa marinera, descorcharon una botella de champaña con Diana.

Tomás notó que habían perdido de vista toda costa, aunque en ese mar abundaban las islas pequeñas.

Toda su estadía en el yate transcurrió en una serie de instantáneas de aparente desenfreno; la fiesta duraba cada noche hasta el alba y a veces la orgía continuaba durante las horas muertas del día. Asustado la primera vez que le pasaron una copa rebosante, hasta que comprobó que era vino tinto, dulce y sabroso como uva recién exprimida. Miró alrededor: Tarant tenía a Diana en sus rodillas, quien le acariciaba la cabeza suavemente con una expresión beatífica. Reían con uno de los viejos que fumaba y bebía mientras observaba en la otra punta del barco a dos jóvenes mujeres acariciarse entre las sombras. Lara se fijó en ellas y un par de esos ojos brillantes, negros, lo observaron de vuelta. La otra hizo una pausa y le pareció que lo invitaban a unirse a su juego erótico. Viendo que dudaba, Dimitri tomó su lugar y se colocó entre las dos muchachas, que comenzaron a meterle mano por adentro de la camisa y bajo su pantalón sin timidez.

Tuvo que ceder a la siguiente invitación, si no quería llamar la atención. De día, parecía un barco fantasma, si se encontraba con alguien en cubierta o en el pasillo, estaban demacrados, exhaustos, evitaban su mirada o gruñían algo. De noche revivía el gozo.

Notó que Charles parecía tener la exclusividad de la hija de Tarant, aunque algunas de sus actitudes lo contrariaron: una mañana la vio emerger desnuda del agua, su hermano la envolvió en una toalla y se quedaron abrazados, ella apoyando la cabeza en el brazo del joven. Poco después trepó al yate una de las jóvenes que más le gustaban y que creía haber tenido en su camarote o habría sido un sueño de opio. Más tarde vio a Charles apoyado en la espalda de un joven; lo estaba empujando contra el muro de proa y parecía querer convencerlo de algo. Se apartó rápidamente: había algo repelente en sus ojos fríos.

Una semana después bajó en Latmos, desorientado, tanto que creyó haber estado un mes navegando. Con la excusa de que necesitaba hacer unas compras, se internó en un shopping, entró al motel contiguo y se encerró en una habitación para redactar un informe. Volvió a meter su diario en el forro de su maleta, eligió un par de camisas y de sandalias en una tienda y regresó al puerto. Cenaban en un restaurant, sólo la familia, pues sus invitados se habían marchado el día anterior. ¿Por qué no los acompañaba hasta Varna, ya que Tarant iba a un castillo del Danubio a estudiar unos manuscritos que un amigo había descubierto?

Podría juntar las pruebas que necesitaba. Aunque había tenido visiones sospechosas, adormecido por el vino y el hachís que corría en la bacanal no había podido comprobar ningún hecho de sangre, nadie había desaparecido del barco. Siguiendo sus pasos en tierra, ganando su confianza, confirmaría lo que le señalaba su investigación del árbol genealógico de Tarant.

Vignac entró al cuarto al punto que una mujer de rostro severo, con el cabello gris atado tirante en un moño, tan flaca que no llenaba su largo saco de lana beige, estaba abriendo el correo con dedos torpes, apurados. Cortó con un abrecartas de plata el cartón y del paquete de DHL cayó un librito de tapas oscuras, abultado con recortes y fotos, con banditas para contener las hojas que tendían a doblarse por el uso.

–¡Madre! –exclamó Vignac, tentado a arrancarle el diario de su medio-hermano de las manos.

–Oh... –tras una larga pausa la mujer dijo con voz cascada por la emoción–, ¿sabes lo que quiere decir esto? Mi hijo está...

–Sí, pero voy a buscarlo –y antes de que ella pudiera levantarse de la silla, sujetando la mesa con manos temblorosas, él ya había salido de la habitación dando un portazo.



Se había quedado dormido con la cabeza apoyada en el escritorio, sobre sus brazos. Se despertó con la boca pastosa, una arruga marcada en el rostro, y alarmado por una sensación de pesadilla. Subió corriendo las escaleras y encontró a Lina dormida, respirando profundamente. No podía haber salido porque él mismo había atrancado las puertas y puesto la alarma. Sintiendo cómo se le helaba la sangre en las venas se acercó a la ventana que seguía abierta y comprobó que había más de cuatro metros hasta el porche, aunque bajo la luz gris del amanecer notó rastros frescos de tierra y hojitas secas en la alfombra.

Lucas frunció el ceño y cerró la ventana, mientras una mezcla de perplejidad, duda y fastidio se iba apoderando de su alma.

La sirvienta le había dicho que estaba desayunando y la encontró apoyada en la isla de la cocina, la vista fija en las noticias que estaban pasando por la tele. Lina había estado jugando con su café sin prestarle atención hasta que reconoció ese punto en el cementerio, cerca de un panteón blanco pintarrajeado que era lo que la cámara estaba enfocando. El doctor Massei notó que no había tocado la comida.

–¿Qué pasa? –preguntó, poniéndole una mano en el hombro. Ella saltó al contacto.

Luego aferró el teléfono y llamó a Iván. Él la vio pasar de una expresión de duda a asombro, consternación, y al final se puso rígida:

–Ese maldito ultrajó la tumba de mi padre y su esposa, y ahora mi representante dice que le robaron mis documentos, papeles de mi abogado, pasaporte, todo... y no tocaron nada más.

–Tienes que ir con la policía –replicó Lucas después de pensar un rato para absorber eso–. Así logró encontrarte. Lo siguió. Él conoce todos tus datos personales ¿no es así?

Lina pasó por su lado y se volteó a mirarlo, inescrutable, desde la puerta.

Había sospechado de él, pero parecía inocente. Lentamente asintió y él se ofreció a acompañarla. Sólo que ella no pensaba exponer su caso a la policía. No por temor a que la interrogaran por la desaparición de alguien en otro continente, sino porque su primer deber era proteger el secreto de su clase. En la camioneta, sonó el celular de Lucas y atendió. Aunque usaba un audífono para manejar, Lina notó la brusca sacudida que le dio al volante, sorprendido. Era él. Lucas puso el teléfono en altavoz:

–...tengo los contactos para destruirlo, Dr. Massei. ¿Cuánto le aguantará la junta directiva de Crisol? La reputación de Santa Rita se está desbarrancando y con entregarme a esa criminal loca que se cree vamp...

–Aquí estoy, monsieur de Vignac –lo cortó ella, volviéndose de golpe hacia el aparato y exclamó–, puedo ir a arrancarle hasta la última gota de sangre si quiere probarme.

Lucas susurró que se calmara. Vignac lanzó una carcajada, y mencionando un lugar para encontrarse, agregó: –Tenga cuidado, doctor. Muerde.

Por el rabillo del ojo notó su rabia: la mujer mostraba una hilera de dientes apretados entre sus labios rojos y el pulso le saltaba en la sien. No pudo evitar recordar lo que le había contado el jardinero cuando sacaba el auto: un gemido espectral lo despertó en mitad de la noche y después encontró un rastro de sangre cerca del rosedal. Algún perro había mutilado un par de comadrejas.

Vignac había dicho que se hallaba esperando en un centro comercial, un lugar público. Al girar en la entrada al amplio garaje, Lucas se preguntó si quería ampararse entre la gente o tener testigos. Lina se bajó de la camioneta con gesto apurado y, decidida, se dirigió al ascensor. Cuando la puerta se abrió, enviándolos a un hall blanco lustroso, se empezó a sentir atrapada en el ruido, el ir y venir de gente, y la claridad que entraba a raudales por el techo de claraboya y rebotaba contra el cristal y el acero de las vidrieras.

–Hace tiempo que estabas recluida en la clínica –dijo Lucas, cubriéndola con su cuerpo de un grupo de colegialas y jóvenes que pasaba.

En un momento, el gentío se disipó y lo vio: parecía un maniquí sacado de un bazar de antigüedades, ahí parado de gabardina con un paraguas escocés contra la flamante tienda de discos. Sus miradas se encontraron un segundo y Vignac salió disparado hacia la escalera, en un extremo del hall. Pretendía que lo siguieran y ellos lo hicieron, bajando de nuevo a la calle.

Aunque la luz interior le había parecido fuerte, tras pasar la puerta ahumada la sorprendió el resplandor del sol. Lucas la había sobrepasado, pero no llegó a alcanzar a Vignac, que se había detenido bajo un gran árbol, junto a un banco ocupado por unos ancianos, porque oyó la advertencia. Lina había distinguido a dos hombres de campera de jean y polera negra, que en actitud casual, las manos en los bolsillos, los mantenían vigilados.

–¡Sé que intentaba llamar mi atención! –exclamó ella–. ¿Qué hizo con ellos?

–En realidad no era sólo por eso –replicó Vignac–. Quería comprobar que estuvieran muertos de verdad –los viejitos lo miraron shockeados al escuchar esto y se encogieron en el asiento–. Los impíos se conservan admirablemente. Tendría que verlos, doctor. Por eso, contestando a tu pregunta, qué hice con ellos, los tuve que meter en un bidón de ácido para disolver su carne corrupta, y purifiqué sus huesos en el fuego.

No les tenía simpatía, pero hablar con tanto deleite de la profanación de unos cadáveres le puso la piel de gallina a Lucas, y apretó los puños. Chequeó la reacción de Lina. Ella seguía con aparente calma los movimientos de Vignac, quien estaba sacando el diario que le había pertenecido, y le enseñó una foto amarillenta:

–Si puedes mostrarme sus restos yo te devolveré lo que queda de tu querido padre.

Una sonrisa cínica comenzó a formarse en la boca de Lina, para sorpresa de Lucas y rabia de Vignac. Así que le estaba devolviendo lo debido. Lina tomó carrera inesperadamente, Vignac se la vio venir encima, y entonces uno de los guardaespaldas se atravesó en su camino. Un codo se incrustó en la garganta de la mujer y todos pudieron escuchar el crujido. Los ancianos salieron disparados. Vignac se encaminó hacia la vereda y una camioneta gris frenó contra el cordón.

Lucas se agachó junto a Lina, quien había caído hecha un ovillo en el suelo, pero antes de que la tocara, ella se levantó y se precipitó sobre su atacante, quien seguía a Vignac rumbo al interior de la camioneta. Lo empujó al piso, tirándose contra su espalda con todo su peso. Una mano la aferró de la cabellera. Vignac le dio un tirón al mango de su paraguas y un espadín cortó el aire apenas por encima de la cabeza de la mujer, quien se agachó justo a tiempo. Sin embargo, no pudo evitar la patada que Vignac le dio en la cabeza antes de cerrar la portezuela, al tiempo que el vehículo arrancaba. El guardaespaldas caído se fue corriendo una cuadra tras ellos hasta que lo subieron en el próximo semáforo.

–¿Estás bien? –titubeó Lucas, dándole una mano para levantarse del piso.

Lina se tocó la cabeza y murmuró: –Me sacó un mechón de pelo.



La policía había dicho a los abogados de la clínica que no podrían probar mucho contra Silvia Llorente, porque tendrían que demostrar qué tipo de influencia usaba para que un paciente atacara a enfermeros y asesinara a otro interno. Además, Rodrigo Prassio ni siquiera era su paciente. Por drogar y molestar al doctor Massei, su abogado había conseguido que la mandaran a un pabellón psiquiátrico tan pronto saliera de cuidados intermedios, y estaba solicitando que se le diera permiso para viajar a España para su cura, contando con el aval del embajador.

Del interrogatorio que le hizo un detective, apenas recuperó la conciencia, no se pudo sacar mucha información coherente. Al parecer, sentía rencor porque un abuelo de Lucas habría sido el responsable de la quiebra de la clínica que su familia tenía en su ciudad natal, hacía muchos años.

El guardia de la puerta no se sorprendió de que viniera una mujer atractiva y perfumada, entre las tantas visitas que le habían permitido, desde psiquiatras consultantes a personal diplomático. Apenas miró su documento por encima y Helena Sánchez entró, sonriéndole.

Deirdre se ajustó los lentes de carey con un gesto que pretendía hacer una pausa y se sentó junto a la camilla de Silvia. Nunca había sido atractiva, pero ahora tenía la piel escamosa y ojeras violetas, iba envuelta en vendas que le tapaban el cuello y los brazos, y un manojo de pelo reseco encima del casco era toda la cabellera que le quedaba. La mujer extendió un brazo sobre la sábana blanca hacia Deirdre, con un gran cansancio en sus ojos. De pronto, graznó: –¿Quién es Ud.? No es recepcionista ¿verdad?

–Sólo soy la mensajera. Lo importante es que alguien sabe quién es Ud., Dra Llorente, y quién la protege –Deirdre dibujó un signo en el aire con su dedo–. Es verdad que su abogado ya se ha movido, por eso no le ofrecemos la libertad sino el cumplimiento de su misión… si tan sólo me contesta algo.

Hablaba como si pudiera ofrecerle cualquiera de esas cosas sin titubear.

–¿Y bien? –Silvia la miró con ojos serenos, curiosos.

–¿Qué poder tiene sobre el doctor Lucas Massei?

Lina estaba sentada a la sombra en un banco de la plaza, pensativa, las manos entrelazadas en el regazo. La preocupaba que Vignac se hubiera ido tan fácilmente, sin intentar atraparla. Tendría pensado alguna forma de capturarla y vengarse. La entrevista era solo una excusa para obtener su ADN y compararlo con el de su padre. Era cauteloso, sabía que si peleaba contra más de uno perdería. Cuando confirmara que Tarant estaba muerto y ella era la única sobreviviente, ¿qué podía hacer? Buscar refugio en Europa entre los suyos, o matarlo. De todas formas, volver a su vida anterior.

–Tienes que contar todo esto en la policía y pedir protección –aconsejó Lucas, que la estaba observando. Ella levantó la cabeza, la piel tersa sin una señal, ni la huella de la suela que debería tener en la frente ni un machucón en el cuello, y le sostuvo la mirada.– Mejor vamos de vuelta a la casa. Puedes quedarte el tiempo que sea necesario.

Historial 2: Pesadillas

Infidencias



–Qué buena trabajadora me recomendaste, Valeria, lo voy a tener en cuenta en el futuro –exclamó la contadora de la clínica, cerrando una carpeta con decisión.

Liliana Dexler miró en torno, satisfecha. De un lado podía ver la recepción, vacía, limpia, ordenada, del otro, a través de las ventanas polarizadas, los muros resplandecientes bajo el sol de la mañana y la delineada sombra de las plantas que Jano había colocado junto al nombre de la clínica. El día era hermoso, todo había vuelto a la tranquilidad, en conclusión, la vida era muy buena.

Por su parte, Valeria asintió al halago con modestia y mentalmente le agradeció al maravilloso hombre que había conocido y le había dado tanto en tan poco tiempo. El jueves anterior, Vignac le había comentado que lamentaba el estado de su país, porque una amiga, excelente secretaria, no tenía empleo, y recordando las palabras de la señora Dexler, Valeria replicó que ella podía ayudarla si era una persona de su entera confianza.

En ese momento, Deirdre salió de la oficina y pasó junto a las dos mujeres con una cordial sonrisa. Con su traje beige, lentes de carey, y los bucles rojizos recogidos en un moño, era la imagen de la eficiencia, igual a las modelos que salen en los comerciales de bancos. Avakian admiró su andar cadencioso al pasar frente a su consultorio, y se frotó la barriga deseando tener veinte años y veinte kilos menos para poder con ese bombón. Luego su mirada tropezó con la expresión severa de Liliana, y volvió a su trabajo, suspirando.

Esa misma noche Valeria le agradeció a Vignac los elogios de su jefa y hasta él se sorprendió de su entusiasmo en la cama.

Enredada boca abajo en la sábana blanca y tiesa, jugó con los dedos del pie del hombre, mientras él la escuchaba parlotear alegremente, sentado contra la cabecera de la cama, apartándose con indolencia los mechones de pelo plateado que se pegoteaban en el sudor de su sien.

–¿Así que conocías al doctor Massei de Europa? –preguntó ella volviéndose a mirarlo, y continuó diciendo con curiosidad–. Me gustaría saber cómo es cuando está lejos del hospital... Es tan misterioso... pero creo que es uno de esos adictos al trabajo.

–¿Te gusta? –inquirió Vignac inclinándose hacia ella, con tono burlón.

–¡No! –exclamó Valeria, aunque en verdad le parecía delicioso, con esa sonrisa amable y su aire distante–. Además, sé que anda con muchas mujeres, de todo tipo, que lo siguen como un enjambre, pero él no muestra mucho interés por ninguna.

–Entonces dime, ¿quién te gusta de tu trabajo? –continuó Vignac, trazando círculos con un dedo en su espalda desnuda, en cuanto ella hizo una pausa.

Valeria se estremeció: –Bueno... El doctor Avakian es simpático... y buen médico, pero tengo la idea de que siempre está mirando a las mujeres, me refiero a las más jóvenes. Creo que alguna vez se me insinuó, cuando recién entré a la clínica. Espero que sean ideas mías, porque es un viejo de cincuenta y cinco años –se quejó la joven.

Vignac se rió.

–Yo tengo casi su edad –explicó.

–No es lo mismo –replicó Valeria, comparando sus músculos trabajados, dorados, y sus labios firmes, con el bonachón y fofo doctor–. Y lo mismo digo de Fernando Tasse. No que sea un viejo verde, porque a él sólo le interesa tu complejo de Edipo. Es muy distraído, muy cómico... Para nada lo que yo esperaba de un profesional famoso, pero buena gente.

–Así que sólo hay hombres en ese lugar –la regañó Vignac suavemente, tirando de un mechón de pelo detrás de su oreja e inclinándose para rozar su cuello con su aliento.

–No, pero tú me preguntaste –rió ella, por las cosquillas en su piel–. Además no te voy a hablar de mujeres, no vayas a creer que son bonitas. Sólo te podría contar de la doctora Silvia, porque es una mujer reseca y rara.

–¿Rara? Me gustan las raras.

–No... no lo que piensas, pervertido. Me cae mal esa española, así que no voy a recordarla en este momento –continuó Valeria, dejándolo hacer mientras él bajaba por su espalda con pequeños besos–. Y Julia, que es la más linda, es muy inocente para tu gusto.

–Las inocentes a veces son las peores –replicó él, apartando la sábana que le entorpecía llegar a su destino. Ya tenía suficiente de interrogatorio, ahora su erección le reclamaba otro tipo de satisfacción, y la piel rosada, húmeda y turgente de su compañera requería su atención. Le susurró–. Yo creía que eras una joven inocente.

Deirdre no tenía idea de por qué le interesaba tanto lo que pasaba en esa clínica, pero tenía una deuda de gratitud con él y si le pedía algo lo cumplía con placer, aunque esta vez tuviera que abandonar su empleo para entrar a Santa Rita. En dos días se dio cuenta de que su tarea iba a ser muy fácil, el clima entre los empleados era franco e informal. Ninguno dudó con sus preguntas ni se negó a hablar de cualquier tema. Su fidelidad hacia la institución era indudable, pero ya la consideraban como una más de la familia. Así que aprovechó sus horas de descanso para charlar en la cocina, y además tuvo la suerte de coincidir con Carlos Spitta en el micro, de regreso a la ciudad. Él salía de un largo turno extra pero en lugar de ponerse a dormir, se sentó a su lado y conversó todo el viaje.

Mientras que todos volvían a la rutina, Ana recuperándose, Lina tratando de evitar al doctor Massei y Julia cruzándose en su camino cada vez que podía para agradecerle su acto heroico, Ulises se encontraba cada vez más angustiado. Ya no había vuelto a tener esas pesadillas espeluznantes que lo seguían hasta la luz del día, pero habían retornado los sueños que lo acosaban desde niño. Le rogó al doctor y a Fernando que le dieran esos medicamentos que le sacaban los sueños, pero estos se negaron a darle más tranquilizantes, señalando que estos le había causado su episodio desagradable.

A la noche, el joven se sentó en su cama sobresaltado, sacudiendo con desesperación los últimos vestigios del sueño. A la luz roja del velador, distinguió el atrapa-sueños que le había regalado su hermana y alguien había dejado sobre su mesita de luz. Lo tomó y contempló las plumas colgando de la telaraña de hilo. Los cazadores que en sueños lo seguían por tierras desiertas, incansables, para apresarlo, sacarle la piel del rostro y dejarlo sin cara utilizando algo pegajoso que hervían en un caldero, no habían quedado atrapados en la red. Todas las noches lo volvían a perseguir y aunque algunas veces lograban sacarle la cara continuaban asediándolo, sin que Ulises supiera por qué. Arrojó la artesanía al piso con rabia.

Esa misma tarde, en el patio de los enfermos peligrosos al cual estaba restringido ahora, se había encontrado con Eduardo, que le habló desde el otro lado de la reja. Eduardo fantaseaba con interminables enfermedades que lo aquejaban y había terminado en Santa Rita luego de provocar un incendio en un hospital, por un accidente o tratando de cubrir un robo de medicamentos. Su hobby, su especialidad, era buscar, sustraer y probar todo tipo de sustancias, y en esta clínica donde el acceso era casi imposible para los internos, lo consideraba todo un reto. A pesar de todas las trabas, Eduardo conseguía cosas, o tenía gente que se las introducía, y como buen samaritano también le gustaba compartir con sus compañeros.

Si los doctores se negaban y su familia les daba la razón, meditó Ulises, tendría que recurrir a otros métodos para parar sus pesadillas.

A la mañana siguiente muy temprano, Ulises era tema de conversación entre gente que él ni imaginaba. Vignac, vestido con elegancia para después ir a visitar a unos anticuarios, unos viejos que había conocido en Italia hacía veinte años cuando ya eran ancianos, escuchó con interés el relato de Deirdre. Estaban sentados en una confitería, ella desayunaba y él tomaba un café antes de empezar sus actividades.

–No sé si todo esto te puede servir, querido –terminó ella, sorbiendo su café con leche frío–. Un montón de chismes del personal y delirios de pacientes, porque los doctores no han querido hablar de nada extraño.

–Su forma de razonar es muy limitada –replicó él, mirando por la ventana el tráfico y la gente apurada para llegar al trabajo–, su formación les impide comprender lo que está más allá de sus teorías, no lo ven aunque sea una fuerza que los arroja contra el muro. Me extraña del doctor Massei, pero supongo que no quería entrometidos de la prensa amarilla o curiosos que estorbaran a sus pacientes. Lo que necesitan es un exorcista.

–¿Tú crees? –exclamó Deirdre, alarmada, y Vignac se mordió la lengua por hablar con tanto descuido.

–No te asustes –la calmó, tomándole la mano a través de la mesa–. No se trata de espíritus esta vez. Quise decir que necesitan la ayuda de un experto, alguien que sepa de lo que habla y que sea discreto...

–O sea que te necesitan, Roy.

Luego de pensarlo varios días, Lina resolvió que debía confiar en Massei. Si sospechaba algo de su confrontación con Miura, guardaba el secreto, como había sido discreto con lo que sabía de su disipada vida anterior. Especuló que si le contaba con honestidad por qué había decidido ingresar a la clínica, tendría su confianza. Estaba en el salón comunal, rodeada de pacientes pero absorta en su pintura cuando se decidió al fin, al verlo pasar por el corredor conversando con Tasse. Guardó sus cosas rápidamente y se levantó. Dudó, pero en ese momento Massei volvió a aparecer en la puerta y caminó hacia él con decisión.

–¿Puedo hablar con Ud.? –preguntó con seriedad.

Lucas captó su mirada franca y cierta humildad en su voz que la hacían parecer más humana, en lugar de la diosa inalcanzable. Pero Fernando, que seguía a su lado tratando de abrocharse el chaleco de lana, intervino en tono bromista:

–¡Eh! ¿Vas a hablar con él? ¿Me quieres poner celoso?

Ella arqueó las cejas y Lucas se la llevó. La condujo hasta su consultorio, pero apenas se habían sentado, con gran ansiedad, cada uno parapetado de un lado del escritorio en sendos sillones de cuero, él recordó que había dejado esperando por una respuesta a Carlos Spitta. Se disculpó y salió un momento.

Lina miró las paredes grises, desnudas a excepción de un diploma enmarcado, y estudió los contenidos de la estantería, libros, una planta, varios cajones cerrados. Encima del escritorio había quedado su agenda, entre el reloj y el portalápices. Estiró una mano hacia ella, pero se contuvo a último momento, y en su lugar dirigió su curiosidad hacia la cajita con tarjetas de visita, pensando que de todas formas estaban a la vista. Las de abajo eran del propio Massei, pero había apilado tarjetas de su primo, de Dexler, Avakian y la clínica, y una destacaba por su color marrón. Lina la tomó con un vago presentimiento y la revolvió entre sus dedos, como si picara. Lucas había tirado distraídamente la tarjeta que Vignac le dio entre las otras.

–R. M. de Vignac –leyó la mujer, sorprendida primero, hasta que un escalofrío le erizó la nuca, recordando–. De Vignac ¿aquí?

¿Cómo podía conocerlo Lucas Massei? No podía ser casualidad. Ahora recordaba que las enfermeras vivían hablando de él cuando se fue de viaje a Europa. Tal vez la tarjeta venía de allá. ¿O su pasado la iba a seguir hasta Santa Rita, que había supuesto un lugar perdido en el mundo? Massei la había considerado con desconfianza desde un principio, a diferencia del resto que la trataba con amabilidad. Otra vez, no podía ser coincidencia.

Se levantó, olvidando en su prisa la tarjeta que tenía en su mano y que cayó al suelo mientras salía del consultorio. En la puerta se chocó con Lucas, que preguntó, sorprendido:

–¿No querías hablar conmigo?

Ella lo esquivó y volvió al salón. Lucas entró, extrañado por su cambio de actitud, y se sentó en el sillón que ella había dejado tibio, pensativo.



Desenfreno



El lugar que Eduardo había escogido para sus transacciones era la segunda maceta frente al corredor de los psicóticos. Ponía su mercadería en la planta, oculta entre las hojas lustrosas, y sus compañeros podían retirarla alargando el brazo entre la reja, apenas necesitaban agacharse o demorar un segundo para que los otros no sospecharan. Ulises estaba deambulando por el patio interior techado cuando vio pasar una cabeza anaranjada, y se acercó a la reja. Eduardo se marchaba silbando, las manos cruzadas en la espalda. Ulises sacudió la cabeza, saludó al doctor que iba pasando, se abalanzó y arrebató la bolsita de plástico transparente de entre las hojas.

–¿No tienes con que pagarme? No te preocupes, lo hago de favor. En este lugar son tan cuidadosos que no se puede colar nada –le había dicho Eduardo el día anterior–. Donde estaba antes me traían plata y podía conseguir lo que quisiera, pero acá... –terminó suspirando, mientras Ulises lo miraba de reojo, dudando después de todo si debería tomar lo que le diera.

–Tengo un sedante que te va a hacer dormir como un bebé –agregó Eduardo, risueño, describiendo las bondades de su producto.

Ulises no necesitaba recelar de él; Eduardo era un experto en todo lo referente a enfermedades y curas. Había comenzado con dolores de cabeza y de estómago, pero una vez que la docena de médicos que visitaba asiduamente se cansaron de su presencia o se les agotó la reserva de análisis, comenzó a estudiar por sí mismo tratados de medicina para descubrir qué tenía. Llegó a la conclusión de que padecía un conglomerado de enfermedades extrañas a medida que sus síntomas iban creciendo: tenía manchas amarillas en los brazos y picazón en la nuca, puntos blancos en la retina, diarrea vespertina, insomnio, ahogo, parálisis repentinas. Lo que primero le pareció interesante o curioso, pasó a causarle un gran temor y desazón constante. Después de pasar por la homeopatía francesa y alemana, beber su propia orina, hacer yoga y acupuntura, reiki, e irrigación intestinal, empezó a automedicarse. Terminó en el hospital por envenenamiento y, como al salir volvía a tener sus malestares, volvió tres veces más por tomarse un cóctel completo de drogas. La última vez tuvo la mala suerte de provocar un pequeño incendio gracias a un tanque de oxígeno y un colchón inflable que entró en cortocircuito. No hubiera sido la gran cosa si no hubiera tratado de ayudar a su vecino, porque al empujarlo de la cama le arrancó la sonda, y Eduardo fue encontrado por las enfermeras en actitud sospechosa, con el suero en una mano, la bolsa de orina en la otra y su compañero de cuarto en el piso.

Del hospital psiquiátrico fue echado por traficar con drogas y Santa Rita lo aceptó, aunque su familia no tenía recursos para pagar una clínica privada. Aquí no había aprovechados que le trajeran sustancias raras, pero de vez en cuando lograba sustraer algo de lo que le daban a los demás, aunque tuviera que sacarlo de la boca de algún paciente más lento.

Después de repartir, le quedaron un par de cápsulas y, a la hora de ir a la cama las estuvo mirando, haciendo tiempo, como un niño que hace durar el placer antes de comerse sus únicos caramelos.

–Para los nervios –murmuró en la oscuridad, tragándolas de un buche.

En la cama de al lado, hacía rato que su compañero roncaba, y varios muros más allá, Ulises trataba de conciliar el sueño relajándose tal como le habían enseñado. Su última visión despierto fue un vaso de plástico con agua que había sobre la mesita, enrojecido por la luz tenue del velador.

Lina seguía despierta ya pasada la medianoche: daba vueltas en su cuarto, descalza para no despertar al resto. Fue a la ventana y abrió la cortina buscando aliviar la sensación de opresión que ese espacio pequeño le generaba. Estaba más inquieta de lo usual a esa hora de la noche. Aguzó el oído, porque creyó escuchar gruñidos y rasguños. Detuvo su ronda, alerta; debía estar imaginando cosas. A la mañana se le pasaría esa urgencia, se dijo, esa sensación de privación que la acosaba se desvanecería con la luz del sol.

Ulises abrió los ojos. Estaba en su cama, la luz gris que anunciaba el alba difuminaba los rincones. Se sintió feliz, porque por primera vez en semanas pudo dormir tranquilo, sin que lo asaltaran pesadillas y engendros. Salió de la cama, se desperezó, sintiéndose elástico, descansado y fresco, y caminó hacia la puerta. De pronto se volvió, sorprendido, al notar que la cama contigua estaba vacía. Las sábanas blancas formaban un revoltijo y la manta clara caía hasta el piso. Ni Ulises ni el mueble formaban ninguna sombra en el suelo, porque una luz potente entraba por debajo de la puerta. Ulises alargó una mano hacia el picaporte, temiendo girarlo pero incapaz de detenerse.

La puerta se abrió de golpe y se encontró cara a cara con un hombre.

–¡Hola! –exclamó Eduardo con frescura, como si encontrara la situación divertida–. ¿Qué haces en mi sueño?

Ulises frunció el ceño. ¿Cómo se había metido hasta su cuarto, traspasando la reja que separaba las salas? ¿Y por qué le preguntaba eso?

Cruzó el umbral, ignorando la niebla que le cubría los pies. Del otro lado, en lugar del pasillo, se encontró en un amplio prado de color verde pálido, grisáceo como un día de invierno. Debía estar soñando y había soñado que despertaba y se levantaba, pensó. Pero no era una pesadilla.

–No es una pesadilla –Eduardo hizo eco de sus pensamientos.

Ambos estaban vestidos con su ropa de cama, Eduardo tenía un pijama con la camisa desabotonada y Ulises podía ver cómo ondulaba su piel debajo de la ropa.

–¿Qué te pasa? –exclamó señalando su torso.

Eduardo se miró, indiferente, pero al ver los gusanitos gordos que reptaban por debajo de su piel su expresión cambió rápidamente.

–¡Ah! –gritó espantado–. ¡Saca... sácalos! –le gritó, sacudiendo los brazos.

Ulises lo miró impotente y comenzó a sudar y a respirar con agitación, escuchando el fru-fru que primero le pareció venir de los gusanos y sólo después se dio cuenta de que provenía de algo muy grande que se acercaba arrastrándose por el piso reseco. Fru... fru... Eduardo se miró las manos deformes, los dedos estirados y fundidos como moco. Las movió frenético, tratando de sacarse de encima esa visión, pero lo único que logró fue alargar aún más sus dedos hasta que le colgaban hasta el piso. Salió corriendo en busca de ayuda. Ulises ya no se preocupaba por él, tenía los ojos cerrados y rogaba salir de allí. Algo se acercaba. Quería despertar. A través de sus párpados notó que ya no estaba en el hemisferio luminoso, el mundo en el que estaba parado había rotado bajo sus pies y la gran sombra se cernía sobre su cabeza.

Abrió los ojos y no vio nada. Estaba sumergido en lo negro, lo oscuro le llenaba los pulmones, sofocándolo, y sentía su gusto a hierro en la boca. La piel se le erizó al sentir algo correoso y frío. Se tapó los oídos, presintiendo que iba a escuchar algo espantoso en el silencio invisible y al segundo estallaron los aullidos de un millón de sirenas taladrando su cabeza. Aunque se tapara las orejas, estaba hundido en la nada negra que entraba por todos sus poros y agujeros. Le parecía que había pasado una eternidad, no podía recordar quién era ni cómo había llegado allí. Perdió toda noción de sus pies y manos, y de la nada una luz roja estalló detrás de sus ojos.

Ulises abrió los ojos y se encontró con un aliento caliente y pútrido que le soplaba en la cara, mientras su cabeza subía y bajaba violentamente, golpéandose contra la almohada de su cama. Disparó sus brazos agarrotados contra su atacante y logró parar sus sacudidas un momento. Reconoció a su compañero de habitación en el momento en que este pegaba un salto y le salía de encima, rebotando contra la pared.

De repente, la puerta se abrió, reemplazando la luz mortecina del interior con la luz pura del sol. Dos enfermeros se abalanzaron sobre el hombre, que había quedado agazapado en un rincón luego de intentar ahorcar a Ulises.

–¿Estás bien? –preguntó la enfermera Débora, examinando el rostro pálido del joven, quien recién estaba recuperando el oído, ensordecido por los chillidos del sueño.

–¿Qué sucede? –agregó el otro enfermero, conteniendo los brazos del hombre que hasta ese momento había sido un paciente tranquilo, despistado, estable–. Nunca tenemos tanto trabajo a esta hora. Apenas son las seis y ya se despertaron cuatro excitados.

Después de que Débora lo consolara y su compañero fuera arrastrado de la habitación, mientras escuchaba los gritos provenientes del pasillo, Ulises volvió debajo de la sábana sintiéndose culpable. La doctora Llorente pasó como rayo, la cara roja y los ojos brillantes, preocupada por la epidemia de gritos. Grandes arañas caminaban por los techos, según sus pacientes, y radios instaladas en las cabeceras de las camas los obligaban a salir, correr y golpearse, mediante mensajes en lenguas muertas que sólo se oían dentro de sus cabezas.

–Esto pasa de vez en cuando –tranquilizó Avakian a la exaltada psiquiatra, palméandole el hombro, despreocupado.

Silvia Llorente se fue por el pasillo meneando la cabeza, reprochándole su indiferencia. Al rato, se cruzó con Lucas y su cara de pocos amigos le comunicó a este que había pasado una mala noche, al igual que podía ver por el agotamiento en los demás funcionarios. Silvia sólo le pasó unas carpetas, de mal humor, sin dar más detalles. Lucas se puso la bata y caminó por la clínica. En el camino se encontró con una escena que lo dejó perplejo. Avakian estaba charlando con Débora, quien en su impecable uniforme blanco le estaba explicando lo que habían hecho con algunos pacientes inquietos. Al darse vuelta la jefa de turno para cerrar una puerta, Aníbal aprovechó para pellizcarle con alevosía la parte más carnosa de su anatomía posterior, a lo que Débora pegó un salto y, luego de lanzarle una mirada furibunda, siguió de largo, mascullando entre dientes.

–Aníbal... –lo abordó Lucas, extrañado, y se quedó sin saber qué decirle.

Sabía que el doctor Avakian era un pícaro y le gustaban las mujeres jóvenes y rellenitas, y Débora estaba muy linda, pero nunca había cometido una falta de respeto con una colega en el lugar de trabajo. Por su parte, Avakian empezó a hablarle de los pacientes como si nada, aunque notó la expresión atónita de su amigo. Cuando llegaron al cuarto que Ulises ocupaba, Lucas se detuvo a preguntarle:

–¿Te encuentras bien?

A lo que el joven respondió afirmativamente –menos preocupado por el ataque que por la pesadilla, de la que tal vez su compañero lo había salvado al despertarlo en su violencia–.

–Pregúntele a ella... –susurró de pronto, cuando Lucas ya se marchaba–. Ella lo vio.

Massei se volvió, sorprendido por su tono sombrío. Ulises lo miraba, esperando ayuda y comprensión:

–¿Qué cosa? ¿Quién es ella? –replicó Lucas, pero Ulises decidió permanecer mudo luego de lanzar la piedra.

–Déjalo, es una tontería –dijo Avakian con desdén, pensando que empezaba a delirar.

–Tal vez quiere decir Lina –sugirió Carlos, quien se había detenido junto a ellos–. Cuando vino nos encontramos en el pasillo y apenas verla, comenzó a gritar que sabía algo.

Lucas se volvió hacia el enfermero, exasperado, ya que todo volvía sobre ella. Pero se sorprendió al notar los nudillos de Spitta bañados en sangre. ¿Acaso hasta los empleados se habían dedicado a golpear los muros con los puños? “Tuve que parar a unos que se levantaron con ganas de pelea”, explicó Carlos, y Lucas se preguntó cómo habrían quedado. Caminó hasta el salón comunal, curioso por ver si la locura se había extendido por toda la clínica o sólo en ese pabellón. Para su tranquilidad todo parecía normal.

Aunque los problemas no llegaban hasta la recepción, desde que llegó por la mañana, Deirdre había sentido escalofríos y una sensación de inquietud, como que algo se estaba cocinando y todos corrían peligro. A su lado, Valeria actuaba como si nada mientras hablaba por teléfono. La pelirroja se quedó mirándola por el rabillo del ojo, descontenta. La puerta de calle se abrió y Deirdre respingó, apretando con fuerza la cruz de ágata que colgaba sobre su pecho.

Aliviada, vio que sólo se trataba de la nutricionista. No trabajaba ese día, sólo pasaba a buscar una agenda que había dejado olvidada, dijo Julia al pasar sonriente, desapareciendo por la puerta de personal. Al mismo tiempo, Lucas se frenaba a mitad del salón, junto a la mesa de plástico donde Ana y otra paciente jugaban al ludo. ¿Qué iba a hacer? Se reprendió. ¿Le iba a hacer caso al delirio de un paciente que acusaba a otro de ser culpable de sus sueños? ¿Por qué le era tan fácil desconfiar de ella, por qué no quería ayudarla al igual que a los demás? Ignorando que una psicóloga le había hablado, Lucas se volvió como un autómata. La mujer que se había dirigido a él lo insultó entre dientes, por engreído. Ana la miró, sorprendida. Su compañera de juego, Andrea, se había quedado inmóvil con la vista en el tablero. Estaba callada, aunque solía moverse todo el tiempo y parlotear sobre su increíble vida de actriz.

–¡Hola! –saludó Julia al salir por una puerta al pasillo, sintiendo que el día se iluminaba.

El viaje extra había valido la pena, al menos para ver al doctor Massei con esa cara de distraído tan cómica. Iba a seguir de largo, pero se sentía contenta, efervescente, y decidió aprovechar la oportunidad. Se interpuso en su camino y Lucas debió frenar de golpe para no chocar con ella; le colocó las manos sobre los hombros como disculpa.

–Ho-hola, lo siento, iba distraído pensando en... –tartamudeó, pero Julia no lo estaba escuchando.

–¿Qué te parece si te invito a cenar? –lo interrumpió.

–Eh... –Lucas se sorprendió, pero lo tomó como una invitación de amigos–. Bueno, me encantaría que lo hicieras. Cuando quieras arreglamos algo.

Julia frunció el ceño. Tanto tiempo le había tomado decidirse a hablarle y él le contestaba que sí con tanta frialdad. No tenía corazón. Enojada, se volvió y salió por el pasillo a grandes zancadas, exclamando con desagrado: –¡Está bien!

Lucas quedó boquiabierto un momento y luego volvió a su consultorio, preguntándose qué mosca le había picado.

En la recepción, Deirdre la vio pasar casi llorando, tomó el auricular, y marcó el número de Vignac. Se estaba asustando.

Confluencia


Lina se escurrió del salón comunitario, donde los pacientes estaban actuando de forma extraña. Presentía que no era un simple contagio de nervios, porque también los encargados mostraban signos de estar influenciados por algo maligno. Cuando unos pacientes se mantenían inmóviles, absortos en sus fantasías, Teresa y la auxiliar Pérez se enfurecían con ellos, los sacudían con impaciencia y los empujaban con brutalidad. Un joven se había bajado el pantalón enfrente del sillón donde Lina estaba sentada, y en lugar de llevárselo, Teresa le gritó que era una pervertida. Ella se levantó con la firme intención de tomarla del cuello, pero se contuvo a tiempo, dándose cuenta de que no podía dejarse llevar por su instinto. También se sentía frustrada, sólo pensaba en atacar a los que se le cruzaban. Su santuario se estaba trastornando.

–Esto podrá sonarle extraño, pero yo también me considero un científico y no me interesa perder el tiempo –explicaba Vignac en el teléfono–. Se encuentran en un punto de alta densidad espiritual, como Stonehenge, el Mar Muerto o el Monte Atos, lugares que la humanidad ha elegido a lo largo del tiempo como centro de devoción y de culto, un lugar sagrado.

–Pero, ¿por qué ahora? –replicó Massei desde su consultorio, todavía revolviendo entre sus dedos la tarjeta que Vignac le había dado y que encontró en el suelo luego de que Lina se marchara.

–No lo sé con exactitud, algún elemento se ha cambiado, destruyendo el equilibrio –especuló el otro, y luego de una pausa agregó–. Debo ver qué hay allí para descubrir qué está pasando.

–De acuerdo –respondió Lucas de inmediato, ya que daba lo mismo, ¿qué mal podía hacerles un erudito en escritos antiguos?

Luego de colgar, el doctor se sacó la bata y abrió la puerta, dándose cuenta de que por primera vez tenía que armarse de valor para salir, cuando estaba acostumbrado a deambular entre la gente de la clínica como si nada. Esto lo perturbó más que la fuerza descomunal de Ulises o el descaro de Aníbal. Por eso se dirigió hacia la recepción para comentarle a Valeria un detalle y recuperar el ánimo antes de volver a los pacientes; pero en el mostrador se encontró con la nueva empleada, y abatido, recordó a Cristian.

La mujer alzó hacia él unos ojos desconfiados. Sin embargo, era la única que hoy no le daba inseguridad. Había cierta piedad en su mirada, y meditó que debía ser por la cruz que llevaba. Él no era religioso, aunque de pequeño sus tías, que lo criaron tras el accidente de sus padres, habían tratado de inculcarle el amor a Cristo. Resultaba irónico que a esta altura buscara explicaciones irracionales en un pseudo espiritista con ínfulas de experto en parapsicología, y recordó que Vignac le había caído antipático, excepto cuando estaba en su presencia y lo encantaba con su labia.

Pero ya no podía hacerse atrás, así que lo recibió y acompañó en su ronda por la clínica. Atardecía cuando Vignac entró, pasando por delante de Jano sin saludar. El cuidador, acodado sobre su escoba entre las hojas sin barrer, estudió con suspicacia su costoso traje.

–Buenas tardes –se detuvo un momento y saludó a las secretarias con galantería; cualquiera diría que no las conocía.

Valeria se sonrojó pero Deirdre no reaccionó, más preocupada por lo que fuera a descubrir que por su simpatía, e impaciente porque llegara la hora de marcharse a su casa. El reloj marcó las seis y salió disparada hacia la puerta, mientras la más joven remoloneaba con unos papeles para esperar a su amante, ansiosa. Vignac, por su parte, sólo se movía por curiosidad profesional.

Para construir la clínica se había utilizado una antigua casa burguesa de veraneo, a la que se le añadió una cocina más amplia en la parte de abajo y un anexo para tener más cuartos. El patio interno había sido techado y una parte del tejado reparada, pero ninguna estructura había sido modificada. Vignac recorrió el lugar en silencio, al parecer prestando atención al edificio y no a los ocupantes.

–Ya lo intuía, Massei –declaró–, por la zona y la forma de la casa, fue construida por masones. ¿Tiene idea de quienes eran los dueños anteriores?

–Sí –respondió Lucas enseguida–, pero no eran nada de eso. Fue comprada en remate a principios de siglo, luego de que su dueño quebrara...

–El marqués de la Laguna, se dio en quiebra luego de que su esposa se suicidó y la familia de su suegro le quitó el apoyo económico. Tenía un saladero. Pero no fue el que construyó la casa, sino su amigo Silvestre D’amico, quien se hacía llamar alquimista.

El doctor Massei se detuvo en medio del patio interior, estimando cuánto sabía ya Vignac. A esa hora el espacio estaba sumido en la penumbra, frío y húmedo. Vio que el otro sacaba una linterna del bolsillo y recorría con su luz los rincones y zócalos, desplazando las sombras. Nunca había creído que el patio fuera un lugar desolador hasta ese atardecer, cuando sintió el eco de sus pasos en las frías paredes. El haz de luz se detuvo sobre el dintel de una puerta, labrado con hojas y frutos que enmarcaban una cruz en forma de T con dos barras en diagonal.

–Los protectores parecen seguir en su lugar –murmuró Vignac, tomando notas. Lucas alzó las cejas, estoico. El acento extranjero se confundió, en el tono urgente y enérgico que ahora usaba para recontar los datos–. Es interesante que esta residencia haya sido tomada como clínica psiquiátrica. En otra época se los hubiera llamado visionarios, chamanes, profetas; muchos de ellos estaban tan locos como sus pacientes. Pero tenían el poder, o sea la sensibilidad para percibir cosas que nosotros no tomamos en cuenta, y la intuición para hallar relaciones donde sólo vemos casualidades. Eso es el destino... ¿Lo aburro, doctor Massei?

Lucas sacudió la cabeza, había quedado absorto en los detalles que Vignac le iba mostrando mientras avanzaban por el corredor: el labrado de las rejillas de respiración de los cuartos, en forma de floridas cruces, el diseño de las cerámicas del piso, y la forma en que el sol poniente caía exactamente por la ventana del comedor.

–Allí había un vitral –recordó Massei–. Algo religioso... un caballero con armadura cortando la cabeza de una bestia, un dragón.

–Muy sugestivo –asintió Vignac–, pero seguramente era un adorno.

Massei lo siguió fuera del comedor, cruzándose con varios internos. Parecían abatidos, cansados. También él tenía ojeras, como si en ese ambiente tan sólo respirar fatigara. Vignac los ojeó sin fijarse mucho en ninguno y se volvió resuelto hacia una puerta del otro lado del salón.

–¿Qué es eso? –señaló, de pronto interesado.

–Un pequeño almacén donde se guardan los materiales de la terapia ocupacional.

Vignac esquivó los sillones y se detuvo a estudiar esa puerta, sacando una brújula del bolsillo para cerciorarse de que tenía la ubicación correcta. Lina, que había resuelto bajar a cenar para no tener que dar explicaciones, aunque no se sentía lista para enfrentarse con la gente, los vio al bajar el último escalón, y quedó petrificada. Rápidamente, se dio vuelta intentando volver arriba, pero el ojo de Lucas la había captado, ya que no estaba tan concentrado como Vignac con su aparato. Para evitar caer bajo sospecha, Lina se volvió fingiendo naturalidad y con un esfuerzo mayor cruzó caminando el salón hasta alcanzar al resto de los pacientes, pasando a espaldas de Vignac con la mueca congelada en su rostro. Su corazón latía a toda prisa. No quería que la viera pero ardía por lanzarse sobre él y arrancarle las entrañas con sus uñas. Mantuvo la compostura bajo la mirada del doctor.

–Se nota que han cambiado esta puerta, porque es más moderna que las otras. Era un punto de balance con el poniente.

–¿Qué tiene que ver la puerta? –preguntó Lucas, entre curioso y enojado por esas insignificancias.

–Es una coincidencia –replicó Vignac, sin sentirse molesto por sus dudas–. Lo importante es que estamos parados sobre un vórtice de fuerzas terrestres, próximos al solsticio y alguien ha intervenido para perjudicar a algunos de sus pacientes. Por qué motivo, no lo sé. Tal vez tengan una queja contra la clínica o pretenden enfermar a alguien.

–¿Cómo que alquien ha intervenido? ¿Quién? ¿Qué se supone que ha hecho?

–Venga conmigo y vea... si no me equivoco mucho, debe ser abajo, más cerca de la tierra. ¿Tienen un depósito, cuarto de calderas o lavadero en el sótano?

Debajo de la planta principal se ubicaba la caldera susurrante, un lugar húmedo, cálido y oscuro; además de unos depósitos llenos de polvo y el cuarto donde habitaba Jano, un recinto alargado con un pequeño tragaluz rectangular. Estaba cerrado, pero Lucas estaba seguro de que no había motivos para desconfiar del cuidador, ni para perturbar su intimidad. Al final del tenebroso corredor, una corta escalera llevaba a un laboratorio en desuso. Se había preparado para alojar un equipo de investigación pero la idea nunca se llevó a cabo y se hallaba clausurado, explicó Massei. Pero Vignac continuó, y decidido, subió los escalones. Sacudió el candado y Lucas contempló asombrado cuando este cayó al piso en piezas. Vignac empujó la puerta, que se abrió con un chirrido, y luego de unos segundos, irrumpió con un movimiento brusco.

Sus pasos resonaron en la estancia vacía. Lo primero que invadió su visión al encenderse la luz automáticamente fueron dos hileras de mesadas de mármol con piletas de acero inoxidable impecables. Los tubos fluorescentes inundaron de blanco el recinto, los azulejos de la pared y las estanterías empotradas, repletas de instrumentos aún embalados en bolsas de plástico, listos para ser usados.

Lucas siguió a Vignac, quien se había detenido entre las dos mesadas. En medio del suelo de pulcra cerámica blanca habían pintado un círculo rojo que no llegaba a cerrarse, y en su interior una estrella de cinco puntas. Aunque al entrar había sentido olor a nuevo, a goma, cemento y plástico, ahora comenzó a percibir el tufo agrio de lo orgánico.

–Bueno... –suspiró, metiendo las manos en el bolsillo–. Supongo que tendré que llamar a la policía.

–¿Por qué? –replicó Vignac, quien se había arrodillado para estudiar el trazado del círculo y estaba midiendo con una cintra métrica el ancho de la sangre reseca.

–Por vandalismo.

Vignac fijó en él una mirada penetrante, que lo hizo sentirse de nuevo en jardín de infantes.

–No le servirá de nada. Ellos no entenderán lo que sucede aquí –dijo, volviéndose hacia el círculo incompleto–. Esta es una apertura, un ritual sencillo para desatar fuerzas contenidas. ¿No ha tenido problemas extraños con sus pacientes, aparte de la repentina furia asesina del secretario? Pues es muy probable que los tenga, me refiero a que los pacientes empeoren, que cambien de personalidad... Las fuerzas místicas agitan el inconsciente humano, y sacan lo primitivo que llevamos dentro, nos dan visiones del océano primigenio... Tal vez deba examinar esta sangre. A qué o a quién pertenece.

Lucas lo observó, asombrado por lo misteriosa que podía ser la vida de un filólogo, mientras Vignac tomaba de un anaquel un tubo de ensayo para guardar una muestra de sangre que rasconeó con la lima que llevaba siempre en su bolsillo. Después le entregó el tubito, y mientras Lucas lo guardaba en el bolsillo y salía, sin que lo viera tomó una muestra para sí mismo.

Arriba, habían terminado las actividades del día y la cena, y las auxiliares iban a las corridas controlando que todos fueran a sus cuartos y que tuvieran su medicación. Lina se puso en la fila detrás de Juan, un gordito que también iba al segundo piso. Al salir del comedor cubierta por su masa, asomó la cabeza por encima de su hombro, acechando la presencia de Massei o Vignac. Ya que no habían vuelto del sótano al que habían bajado media hora antes, salió disparada hacia la escalera, pasando con éxito entre las enfermeras. Se entreparó en la puerta de su cuarto, alerta: los divisó al otro extremo del pasillo. Habían subido por la escalera de servicio. Los separaban sólo un par de personas que seguían charlando pero se dispersaron al ver venir al doctor Massei, entrando a sus respectivos cuartos. Vignac se detuvo para mirarla, pero ya se había esfumado de su campo de visión.

–No digo que deba sospechar de sus colegas o de los empleados, Massei –susurró, contestando a sus dudas–. También puede tratarse de un interno pero... lo que vimos no es obra de un loco. Hay un orden, un método que se ha seguido tal cual lo indican los textos de alquimia o nigromancia.

–Es cierto que hay un par de pacientes que muestran interés por esos temas –indicó Lucas, dándose vuelta en seguida para hablar con el ocupante del primer cuarto, mientras Vignac esperaba afuera, ojeándolos, al parecer sin prestar atención.

Lina escuchó junto a la puerta abierta y se preguntó si Massei pasaría de largo. Parecía especialmente meticuloso hoy, ya que se detuvo a conversar con cada paciente. Miró en torno, estudiando su propia habitación en busca de recuerdos delatores y luego de un escondite. Estaba el ropero, pero si lo abrían no tenía cómo ocultarse, y debajo de la cama parecía poco razonable. Escuchó sus voces, aproximándose. El acento y el tono de voz de Vignac le hicieron recordar claramente a su hermano y por un instante revivió su juventud. Se subió al marco de la ventana y se acurrucó en el pequeño espacio entre la reja y la cortina, acomodando los pliegues azules para que no vieran el bulto que formaba.

–No está aquí –comentó Lucas, luego de golpear.

Ambos entraron en el cuarto, iluminado tenuemente por una lamparita situada junto a la cabecera de la cama. Todo estaba ordenado, y no parecía habitado, excepto por un saco azul echado sobre la cama y las pinturas sobresaliendo de la carpeta que Lina había dejado sobre la mesa. Lucas no había vuelto allí desde el incidente con Ana, y la imagen de las dos mujeres se confundió en su recuerdo, una derrotada y bañada en sangre, la otra lidiando consigo misma en gran confusión.

–Muy buena técnica –murmuró Vignac, ojeando los retratos.

Lucas se había dirigido a la ventana, sintiendo la brisa fría que subía después de la caída del sol, y apartó la cortina para cerrarla.

–¡Ah! –exclamó alguien a sus espaldas. Era una enfermera con un vaso en la mano–. ¿No está Lina? Creí verla subir, y no pasó por su medicación...

–No estaba aquí –contestó Lucas, sonriéndole a la confusa muchacha y conduciendo a los otros afuera, le ordenó–. Búsquela. Quiero que tengan un cuidado especial esta noche con todos los pacientes.


Impulsos

Mientras Vignac olvidaba su obsesión por lo esotérico en brazos de una entusiasta Valeria, para ser más exactos entre sus piernas, a Massei no le fue tan fácil sacar de su mente lo que le había dicho en la tarde, y se revolvía en su cama demasiado amplia para un soltero insomne. Seguía preguntándose si lo que contaba el extranjero sería charlatanería, si la estrella roja envuelta en un círculo incompleto implicaba algún peligro para la gente de Santa Rita, o sólo se trataba de una payasada para asustarlos. Un último acto de Miura tal vez, o una invitación al desastre.

Había visto algo extraño en Ulises, pero ¿podía creer en lo sobrenatural?

Lina se había enterado de que Vignac se marchaba, desde el tejado, oculta tras una chimenea. Después caminó por el techo, bajó por un alero, levantó una chapa de plástico de la terraza y se descolgó hasta el suelo. Por suerte no habían cerrado todavía la puerta, pero fue sorprendida por la enfermera que andaba buscándola y tuvo que soportar una reprimenda y que la escoltaran hasta su cuarto. Aunque se sentía protegida en Santa Rita, en el aire de la noche había experimentado con nostalgia la libertad.

En los pasillos de la clínica no se movía un alma, como si enfermeros y auxiliares tuvieran miedo de poner un pie fuera de sus estaciones de trabajo. Fastidiado por tener que hacer el turno de la noche, Spitta se removió en su silla junto a la cámara de vigilancia que le permitía observar todo el pabellón. Estaba haciendo frío, como si no funcionara la calefacción. Alargó el brazo hacia el teléfono, pensando en llamar a Jano y decirle que le diera una mirada a la caldera, sintiendo la satisfacción de molestarlo en pleno sueño a mitad de la noche. Pero en el interín vio por el rabillo del ojo una sombra que se movía en el pasillo y soltó el teléfono, alerta. ¿Quién se había salido de su habitación?

Se había equivocado. Las cámaras no mostraban nada. Extrañado, salió de su silla y caminó hacia el cruce de pasillos. Sólo se podían oír sus propios pasos amortiguados. Un viento helado le azotaba la cara, como si alguien hubiese abierto una ventana. Se le erizaron los vellos de la nuca cuando se detuvo frente a la habitación donde dormía Ulises, presintiendo que el problema venía de ahí adentro. No quería abrir la puerta. ¿Pero si le había pasado algo? Era responsable por su bienestar y por su seguridad. Tenía que juntar valor y olvidarse de las supersticiones.

Carlos Spitta empujó la puerta y miró adentro.

Ulises seguía en su cama, durmiendo pacíficamente. Sin embargo, el viento se originaba allí, había corrientes que se arremolinaban en torno a sus pies, acariciándole las pantorrillas a través del pantalón. De pronto, una fuerza brutal barrió al enfermero, lanzándolo contra el muro del otro lado del pasillo. Al mismo tiempo que caía, golpéandose el hombro derecho contra el piso, estalló un concierto de alaridos. Diez pacientes se habían despertado al mismo tiempo, poniéndose a aullar en sincronía. Aturdido por el volumen y la violencia de sus gritos, Carlos reptó por el piso, viendo pasar por la esquina a uno de sus colegas, cojeando. Había sido sorprendido por un loco que despertó, se lanzó contra él arrancando las correas que lo ataban, y le mordió una pierna. Aterrado, sólo atinó a salir del cuarto y cerrar la puerta tras de sí, trancándola con el pasador. Adentro, furioso, el loco golpeaba con brutalidad la madera, manchando de sangre la puerta y haciendo saltar astillas con sus puños.

En el resto del edificio los pacientes tampoco estaban en calma. Las auxiliares corrieron a apoyar a sus compañeros. Además de despertar atemorizados por el escándalo que provenía del otro pabellón, algunos pacientes comenzaron a salir y correr por los pasillos, agitando los brazos y tirando cosas.

Carlos había logrado ponerse de pie y contemplaba la situación a su alrededor; sabía que tenía que poner un poco de control pero no podía dejar de temblar. Todos parecían desorientados como si no supieran que hacer. Se sentía incapaz de moverse, paralizado por el viento helado. Creyó notar que las luces disminuían de intensidad, como si perdieran energía. Parpadearon y un segundo después, en medio del silencio repentino, se fue la luz.

Carlos reaccionó y corrió por el corredor hacia el teléfono, rozando al pasar cuerpos que arrojaba lejos de sí sin poder reconocerlos. Habían vuelto a estallar gritos y portazos, sentía un perfume agrio y en el fondo de todo un zumbido que penetraba hasta el centro de su cerebro. Encontró su linterna y la encendió, aclarando el panorama a su alrededor, enfocando en el acto unos rostros distorsionados, frenéticos, y otros aterrados, sobrecogidos. Reconoció la voz de Jano que gritaba a lo lejos, y un colega que preguntaba por qué no había luz. La línea de teléfono estaba muerta.

En el segundo piso, las bombitas del corredor estallaron una a una, dejándolos también inmersos en la oscuridad. Lina se había colocado junto a su puerta, contemplando el ir y venir, escuchando los gritos de dolor, furia y miedo que llegaban de abajo, donde la situación debía ser peor. También sintió el olor acre que había impresionado a Carlos. Fuego. Algo se estaba incendiando. Sangre, había varios heridos. Temor y excitación. Juan, siempre tranquilo y tímido, pasó corriendo desnudo, hostigando a Ana, que huía con ojos de venado asustado. Lina saltó en medio y paró al hombre de un golpe en la garganta en el momento que asía a su presa.

Juan cayó como una masa fofa y pesada, lanzando apenas un gruñido y soltando a Ana.

–El miedo hace que te persigan –susurró Lina, pero la otra no reconoció la voz de su salvadora y tampoco podía verla en la oscuridad.

Spitta se detuvo a recuperar el aliento en el patio, y entonces recordó que tenía el celular en su cinturón. Con tanta mala suerte no tendría batería, pensó. No, el aparato brilló en la penumbra y Carlos suspiró aliviado. Pero luego de los tonos de marcado, al ponerse el celular en la oreja escuchó un sonido crepitante y estática. Ruido blanco. Lo miró de nuevo pero la pantalla no indicaba nada extraño. A punto de gritar de frustración, percibió que el escándalo había disminuido en intensidad. La mayoría había dejado de gritar y moverse; la sirena que parecía tener en la cabeza cesó, el zumbido constante se había desvanecido.

Volvió adentro y recorrió el corredor. Las luces se iban encendiendo, con excepción de aquellas que habían estallado. Encontró rostros familiares y no contorsionados, que lo miraban intrigados, confusos, como si recién despertaran y se preguntaran qué estaban haciendo fuera de sus camas. Vio a Jano del otro lado de la puerta del pabellón. Venía con cara de cansado y un extintor en la mano:

–Alguien prendió fuego en la cocina y lo dejó arder –masculló, sopesando el tanque vacío para que lo viera.

Carlos no supo qué contestarle. Del baño salía un charco de agua. Pasó por encima de los trozos de vidrio que llenaban el pasillo, en medio del silencio general, y observó las auras negras que descubrían quemaduras del tendido eléctrico a lo largo de la pared. Llegó al teléfono y comprobó la línea; también había vuelto a la normalidad.

Todos regresaron a sus camas, agotados, sin recordar exactamente por qué estaban tan enojados, perturbados, o asustados. Jano se puso a reparar la pérdida de agua de una cañería que parecía haberse salido de su lugar por una explosión.

–¿Notaste que la temperatura bajó mucho esta noche? –le preguntó Spitta, mirándolo trabajar desde la puerta del baño.

Jano sacudió la cabeza. La calefacción funcionaba bien y no había sentido nada. Carlos sintió un escalofrío, al recordar los remolinos helados que habían pasado por su lado, no podía haber sido una ráfaga de viento. Arriba, las enfermeras controlaban el estado de sus pacientes, pero estaban bien, salvo que necesitaron más drogas para calmarse. El único herido había sido Juan: luego de haber encontrado su ropa abandonada en el cuarto, lo hallaron inconsciente en medio del pasillo.

Al pasar por el comedor, una limpiadora creyó ver un bulto y pensó que podía ser un paciente que se hubiera escondido allí por miedo. Encendió las luces y para su sorpresa, encontró a un joven tirado en el suelo, los ojos abiertos clavados en el techo, lívido.

Carlos corrió al escuchar su grito, temiendo que todo comenzara de nuevo. Abrazó a la joven que lo había encontrado, reconociendo a uno de sus pacientes y notando en seguida que estaba muerto. Se arrodilló junto a él y lo examinó sin tocarlo, pero lo que vio le heló la sangre. Miró alrededor como si temiera que alguien saltara desde un rincón, pero estaban solos.

–¿Llamaste al doctor Avakian? –le preguntó un auxiliar desde la puerta, preocupado por cómo iban a explicar lo sucedido esa noche.

–La doctora Silvia estaba por aquí –balbuceó la limpiadora, limpiándose las lágrimas con la manga de su uniforme. Estaba llorando de miedo–. Para que lo vea...

–No hay nada que podamos hacer por él –replicó Carlos.

Rodrigo Prassio estaba en Santa Rita tratando de dejar su manía por comer cualquier cosa que tuviera a su alcance, sin importar si era tierra, insectos, plástico o alfileres. Aparte de esta compulsión, su carácter era dulce y amable, y solo intentaba salvarse, asustado por los gritos de sus compañeros, cuando empezó a correr a ciegas en medio del tumulto. En la penumbra, su instinto lo guió hacia el comedor y se acurrucó debajo de una mesa. Pero al parecer no había encontrado un buen refugio.

La policía acordonó el predio. El comisario parecía harto por tener que acudir de nuevo a ese lugar; nunca había pensado que por tener un manicomio cerca iba a tener tanto trabajo. La cuestión del homicidio era lo peor, porque tenía que soportar la interferencia de la Jefatura y las llamadas del ministro. Además se imaginaba el lío que iba a armar la prensa en cuanto supieran de otro incidente en Santa Rita, y para colmo de males, tan fantástico.

Tampoco estaban felices los doctores y allegados de la clínica, que se congregaron allí tan pronto pudieron responder a sus mensajes. Uno de los primeros en llegar fue Lucas, quien no tuvo problemas en sacudirse el sueño, vestirse y conducir a toda velocidad. Sin embargo, para entonces ya estaban reunidos en la dirección Tasse, Aníbal y Silvia Llorente. La psiquiatra estaba relatando los hechos antes de encontrar al muerto.

–¿Qué está qué... –exclamó Aníbal, alzando la voz, al tiempo que entraba Lucas.

Silvia asintió gravemente. Los cabellos erizados de horror, Lucas corrió a verlo con sus propios ojos, siguiendo por instinto las miradas de soslayo y las luces encendidas. Se detuvo en la puerta del comedor, donde Carlos parecía montar guardia de brazos cruzados, enfrentado a un policía. Junto al cadáver, el juez de turno esperaba al médico forense, que se tardaría un par de horas en llegar.

El enfermero respondió a su mirada con un gesto afirmativo. Por muy extraño que podía resultar, el paciente había sido mordido. Tenía la yugular desgarrada y presentaba marcas de dientes humanos en un brazo y en la cintura. Podía haber muerto desangrado pero no había rastros del líquido vital donde lo habían encontrado.

El policía había dejado de interrogar a Carlos y lo estudiaba con recelo. En cambio, Lucas lo ignoró, y su expresión indiferente calmó las dudas del funcionario policial, que comenzó a sentirse apocado en presencia del joven doctor. Massei se volvió hacia el salón con un movimiento repentino. Allí se detuvo, dividido entre lo que había en el sótano y sus dudas sobre Lina. Pensó un momento. Si se movía iba a alertar a la policía y no le interesaba que lo investigaran. No pensaba ayudarlos ni le interesaba hacer justicia, porque sentía que en sus manos tenía la clave de todo. En lugar de dirigirse hacia Lina como tenía pensado, caminó con tranquilidad hasta la recepción y habló unas palabras con Aníbal. A él le iban a interrogar sobre los pacientes, y también necesitaba su opinión como amigo, pero para su sorpresa, Aníbal no creía que ella podía ser culpable.

–No vamos a dar datos de nuestro internos. Por eso no te preocupes, Lucas –murmuró el otro al notar el tinte de la preocupación de su colega y agregó con tono de enfado–. Claro que no quiero tener a toda la prensa y a las familias y al ministro curioseando por qué no podemos mantener a nuestros pacientes quietos en la noche.

–Más que de cómo ocultarlo deberíamos preocuparnos de por qué pasan estas cosas –replicó Lucas, impaciente, preguntándose al mismo tiempo si se trataba de un sabotaje.

Luego dejó esa idea de lado, no creía que alguien se fuera a tomar tantas molestias para dejarlos mal parados.

Fragmento del pasado


A diferencia del resto del hotel que parecía detenido en mil novecientos cuarenta, el bar tenía una decoración moderna en tonos beige, con cómodas butacas mullidas y mesas ratonas de cristal ahumado, luz ambiental tenue y música funcional. El barman repasaba las copas con cara de aburrimiento, detrás de la gruesa barra tapizada de cuero, entre espejos y destellos de cristal, acero inoxidable y botellas medio vacías. Vignac le hizo una seña que pareció no ver pero en seguida le envió a la moza con una botella de bourbon, dos vasos y una cubetera con hielo. Sentado frente a él, luego de un día agotador, Lucas se relajaba, su mirada vuelta hacia el amplio ventanal que brindaba un hermoso panorama de la ciudad con las luces titilando en el crepúsculo azul. Vignac llenó un vaso hasta arriba y se lo entregó. Lucas lo tomó como señal para seguir contándole lo que la policía había dejado entrever.

En medio de la confusión causada por un apagón en la noche, alguien había asesinado al paciente Rodrigo Prassio tras seguirlo hasta el comedor, usando sus propios dientes. La sangre había desaparecido del cadáver y en el piso no había derramada una gota.

Vignac se cuidaba de mostrar su interés y asentía de forma cortés mientras sorbía su bebida. Deirdre le había comunicado lo del muerto y otros rumores, por lo que tuvo noticias antes de enterarse por la televisión y de recibir la llamada de Massei.

–¿Analizó la sangre que tomamos ayer, doctor? –lo interrumpió.

Lucas negó con la cabeza. No había tenido tiempo ni oportunidad. Vignac sí aunque no se lo aclaró. No era sangre humana sino de perro.

–No creo que los símbolos, la masonería o el solsticio tengan que ver con lo que sucedió anoche... Me refiero al asesinato. Fue un hecho de violencia, seguramente alguno de los internos lo hizo...

El doctor tenía razón probablemente, pensó Vignac.

–Eso es lo que le dice su director, supongo –replicó sin embargo, moviendo una mano con desdén–. Ya le había advertido que la situación podía remover instintos salvajes.

Asegurándose de que nadie los miraba, aunque de hecho eran los únicos que ocupaban una mesa en el bar, Vignac sacó unas fotos de su chaqueta y las tiró sobre la mesita. Lucas observó las imágenes que se desparramaron entre la botella y su vaso: una copia de una escena antigua, en un elegante aposento del siglo XIX se reunía un grupo de gente con trajes de gala hasta el cuello; en otra había una pareja pálida y sonriente frente a un aeroplano con ruinas egipcias de fondo; por último un grupo familiar más moderno. El doctor respingó. Vignac notó el gesto brusco que Lucas trató de ocultar llevándose la mano a la boca y apoyando el codo sobre una rodilla.

Massei alzó las cejas, inquisitivo.

–He notado que le preocupa más el crimen en sí, que la posibilidad de que las autoridades los intervengan. En ese caso –explicó Vignac juntando las fotos de modo que la más nueva quedó arriba, y añadió en un susurro–, tal vez le interese saber que ya me he topado con casos así. Sí, me refiero a criaturas reales que pueden palparse y fotografiarse.

Lucas estudió el papel satinado. El grupo consistía de un hombre mayor con bigote oscuro y sienes plateadas, rostro delgado y pálido, una mirada penetrante y traje austero, formal, parado mirando a la cámara. Tenía una mano posada sobre el hombro desnudo de una mujer rubia, y la otra apoyada en una silla antigua de respaldo alto. Lo flanqueaban un joven de rostro redondo, jovial, y cabello enrulado, que posaba con las manos en las caderas, y un hombre como de treinta y cinco, serio, alto, aristocrático. Este descansaba su mano, con un aire de posesión y seguridad, sobre la joven que estaba sentada al frente, quien le había llamado la atención en el primer momento. Apenas una muchacha, con una solera de gasa azul que contrastaba con el vestido de raso morado de la rubia, dejando ver su delicada piel blanca. Tenía cabello oscuro largo y un mechón caía sobre su pecho como por descuido. Sus labios se contorneaban en una sonrisa como la que había visto muchas veces en Carolina Chabaneix cuando se burlaba de sus doctores.

Vignac había sacado el diario de tapas verdes mientras el doctor seguía en muda contemplación:

–No contesta... –prosiguió, pasando las hojas amarillentas como si reflexionara–. Lo tomaré como que acepta mi testimonio.

Lucas reaccionó de pronto, uniendo la imagen a las palabras de Vignac. Se sentía lento, le costaba trabajo pensar y el alcohol lo estaba poniendo torpe a medida que sus músculos se aflojaban.

–¿Lo conoce? –preguntó Vignac, inclinándose sobre la mesa, hipnotizándolo con sus ojos.

–¿A quién? –susurró Lucas, tratando de escapar del misterio al mundo real, pero aliviado al notar que se refería a unos de los hombres.

–Tarant –señaló Vignac poniendo el dedo encima del hombre mayor, decidido a jugarse por la verdad–. Esta es su familia, en Europa, hace once años –exclamó, y luego cambió su tono enérgico por un tono casual–. Creí que tal vez lo había reconocido, porque él emigró a este país hace unos cuantos años.

Vignac volvió a llenar su vaso, hizo una pausa para tragar un poco de bourbon sin hielo, y agregó:

–Luego de matar a mi hermano.

Lucas se recostó lentamente sobre su asiento, sin quitar los ojos de Vignac, quien miraba por la ventana, recordando su pasado o pensando en el asesino de su hermano.

–Si lo hubiera reconocido, habría sido una pista importante –continuó, con voz forzada–. Lo he estado siguiendo por medio mundo, pero cubrió bien sus huellas y sólo logré dar con él por casualidad. Cuando llegué a esta ciudad, sin embargo, encontré que todo rastro de su existencia y de su familia había desaparecido. Lo siento, por contarle esto, pero cuando oí que alguien murió de esa forma... En fin, tuve la impresión de que Ud. podía ayudarme, que lo reconocería.

Lucas tragó en seco, deseoso de tomar un trago pero temiendo que su mano temblorosa delatara sus nervios.

–Él... Ellos son... –titubeó, sin saber cómo nombrarlo–. ¿Este hombre... a su hermano lo mató...

–Sí –la respuesta fue tajante–. Tarant es un vampiro. Este hombre mató a mi hermano bebiendo su sangre, con la ayuda de su descendencia.

Vignac se colocó una mano sobre la frente, cubriéndose los ojos, abrumado por el dolor del recuerdo que seguía fresco. Aspiró hondo y se recuperó lo suficiente como para volver una mirada dura y decidida sobre el doctor, quien no sabía qué pensar de todo esto. Vignac puso el cuaderno verde junto a las fotos.

–Mi hermano también tenía un interés por lo oculto y había logrado investigar a esta familia de vampiros, rastreando su origen hasta tiempos de Atila. De algún modo se coló en su círculo, pero alguien lo delató y lo mataron para callarlo, para que no los descubriera al público. Por eso me dedico a investigar hechos extraños, esperando encontrar su pista y esta vez tener pruebas para hacerle justicia. De hecho, tengo algo muy importante. Este diario, lo conseguí en su residencia europea apenas la abandonaron... Lo escribió esta joven, la hija de Tarant, y en sus propias palabras describe lo que hicieron con mi hermano Tomás.

Lucas vio pasar las hojas con avidez; la somnolencia había abandonado su cuerpo y mente, volvía a estar alerta. Vignac retuvo el diario con codicia, temiendo que dejara sus manos, y en su lugar le tendió unas copias que había doblado entre las páginas. Lucas miró las fotocopias de algunos pasajes del diario. Al principio su visión nublada no le permitió distinguir nada. Luego, se dio cuenta de que no conocía la letra de la mujer como para hacer una comparación. En la clínica debía tener algo escrito por Lina, en su ficha de ingreso. Leyó por encima, algunas palabras saltaron a sus ojos. Se trataba de una confesión explícita, sin remordimientos.

–¿Le ha mostrado la foto a otros? –preguntó, recordando que su primo también la reconocería.

Esperó con ansia su respuesta, que como pensaba era negativa, y luego dijo para escudarse en caso de que descubriera algo:

–Lamento haberle dado esperanzas, pero pensé que había un aire familiar en esta chica. Alguien que he visto en televisión o en los diarios, un rostro bonito. Tal vez es una coincidencia. Lo siento mucho, Vignac.

A Fernando Tasse le importaba muy poco la presencia de la policía rondando por todos lados, y realizó sus sesiones normalmente. Al final del día, mientras transcribía algunas notas y hacía apuntes, notó algo que le había pasado desapercibido. Parecía una increíble coincidencia, a no ser que un paciente hubiera sido sugestionado por otro a propósito, para soñar con lo mismo. Volvió a revisar y notó que los mismos elementos aparecían en las pesadillas y en los comentarios del grupo. Por extraño que fuera el contagio, sabía donde estaba el origen, porque el primero que le había relatado esas imágenes fue Ulises, horrible imaginería fruto del pavor nocturno.

Salió de su consultorio y cruzó el pasillo, que a esta hora permanecía tranquilo como un cementerio, comparado con la agitación del día. Buscó en las historias y enseguida notó que lo mismo que unos soñaban, otros lo veían despiertos. Sobresaltado, miró sobre su hombro. No sabía cómo, pero si por alguna razón unos actuaban lo que otros temían o deseaban, todos corrían gran peligro. Quería hablarlo con los doctores Avakian o Massei, con quienes tenía mayor confianza, pero al salir de nuevo al pasillo se dio cuenta de la hora que era. Ya se habían marchado hacía horas. Y su esposa lo esperaba. Se había olvidado de mirar el reloj. De todas formas, consideró, podía comentarles por la mañana.

Lucas resistió la tentación de volver a la clínica y se contentó con un llamado para chequear cómo estaban las cosas. Era medianoche, el rumor del tráfico servía de fondo al aullido de los perros al pasar el recolector de basura por su calle. Tenía las cortinas descorridas. Luego de colgar, se sentó en la cama e hizo una pausa, juntando coraje para leer de nuevo las hojas manuscritas.

El trozo que Vignac le había entregado comenzaba de forma abrupta. “No puedo creerlo, Dimitri descubrió que Tomás Lara es uno de los rastreadores. Ha logrado engañarnos porque lleva el nombre de su padre. Lo que nos contó de su vida parece cierto pero sus intenciones...” La autora agregaba unos comentarios deshilachados contando cuánto le había impresionado enterarse de que el hombre con el que había paseado, conversado y bailado, que había sido invitado a pasar una quincena en su finca y que había salido con Charles, en realidad había estado acechando mientras se hacía pasar por un amigo. Esta indignación, que sin duda había sido la primera emoción, daba lugar luego de un espacio vacío en la hoja, a una seguidilla de frases llenas de odio y deseo de venganza. La letra se escurría, había escrito apurada o alterada. “Como me gustaría encontrármelo de frente para arrancarle el corazón con mis propios dedos y sentir cómo deja de latir en mis manos.”

La otra fotocopia comenzaba en una fecha posterior y refería primero a hechos cotidianos. Ella registraba con ironía lo que le había dicho una tal Diana y describía los lugares que habían visitado. A esta pequeña entrada seguía algo del día siguiente: “...y me encontré a mi padre encerrado con el traidor, no pude contenerme y me lancé sobre él, al fin tuve la oportunidad que tanto ansiaba de terminar con él con mis propias manos. Su sangre era sabrosa o tal vez sea el placer de la venganza. Aunque mi padre me detuvo y lo mató él mismo, esta vez le hubiera peleado la presa si no fuera porque se me adelantó aprovechando su fuerza mayor.”

Lucas dejó de leer, asqueado. No podía evitar imaginarse estas criaturas, rapaces, violentas, lanzándose sobre el cuerpo del indefenso Tomás Lara.

“Diana estaba preocupada porque nos encontraron, temía que vinieran otros, y mi padre decidió partir de inmediato, aunque no parecía muy asustado. Escribo esto porque no puedo contarlo a nadie, ni a Diana. Me miró con ternura después de lo que hicimos, como pocas veces lo hace, me abrazó. Creo que en el fondo me tiene lástima porque perdí a Charles. Si supiera que poco me importa ahora. Estoy feliz o exaltada o satisfecha con el triunfo, ni siquiera van a poder encontrar el cadáver de Lara, ni siquiera podrán tener sus restos, aunque me hubiera gustado ver sus rostros al encontrarlo con las marcas de nuestros dientes en él.”

–Charles, Diana... su padre, ¿dónde está ahora esta familia tan unida en el momento del crimen? –Lucas murmuró, temblando.

Esta mujer andaba suelta por Santa Rita, podía ir y venir todo el día como un lobo entre corderos, ¿y debían protegerla de su perseguidor? En cuanto a su afán por la sangre, Lucas no pensaba como Vignac que se tratara de criaturas especiales, no más que Cristian Miura o cualquier asesino. Al menos las historias tradicionales, Bram Stoker y demás, no encajaban con lo que él sabía de Carolina Chabaneix. Se trataba de una mujer fatal, por decirlo así, una vampiresa. Pero no se derretía al sol, comía como cualquiera, no se transformaba en un murciélago para salir volando y tampoco tenía fuerza sobrehumana. No se podía detener con un crucifijo ni una ristra de ajos, ni siquiera con un pentáculo como había dibujado Vignac tras la puerta del salón. Declarándose incapaz de conciliar el sueño por el resto de la noche, Lucas se cambió de ropa y salió de su apartamento. Volvería a la clínica, aprovechando el viaje, la velocidad, para despejarse. Se había metido las copias del diario en un bolsillo del pantalón.



Pesadillas indestructibles
Al subir a su habitación, Vignac encontró en el piso un sobre de manila que le habían tirado por debajo de la puerta. Lo recogió y mientras se sacaba el saco, leyó la pequeña nota de papel encerado pegada encima. La información provenía de su conocido de las computadoras y al ojear las primeras hojas, Vignac desistió de irse a dormir y se puso a leer como loco.

La fotografía que le había entregado de la hija de Tarant había coincidido con un recorte de la sección espectáculos de un periódico del año anterior. Su asociado le enviaba una copia de la nota, que contaba las maravillas vocales y la presencia irresistible de una mujer que actuaba en un cabaret. Se hacía llamar Rina Lautrec y bajo ese nombre, el experto hacker había podido ubicar cuentas de teléfono, impuestos, un apartamento, cuentas de banco, el nombre de su representante y todos los lugares donde se había presentado en los últimos cinco años.

Vignac golpeó su puño contra la mesa, haciendo saltar todos los papeles y la taza de café vacía. Después de tanto tiempo, estaba tan cerca. No podía esperar un minuto más. Se puso una gabardina y antes de salir al lugar donde ella había trabajado hasta hacía pocos meses, dejó un mensaje en la contestadora de Deirdre, en caso de que algo le sucediera esa noche.

A la misma hora que Vignac estacionaba frente al lujoso cabaret apenas conteniendo sus ansias, Lucas Massei rondaba los pasillos de Santa Rita. Perdido en sus pensamientos, había deambulado como un fantasma por el primer piso, pasando frente al comedor donde habían encontrado el cuerpo, chocando con la mesa, temporalmente dispuesta en el salón grande, entrando y saliendo de la recepción. Regresó a su consultorio, pero al pasar notó que Fernando había dejado la luz encendida al marcharse, y entró a apagar la lámpara. Sobre el escritorio había un cuaderno abierto y hojas de notas esparcidas. Sacudiendo la cabeza por el desorden de Tasse, sus ojos quedaron clavados en unas palabras, lo último que el psicoanalista había escrito antes de recordar que debía volver a su hogar.

Lucas se sentó en el sillón, la frente apoyada sobre los pulgares con los codos sobre el escritorio, y meditó. La conexión resultaba misteriosa. ¿Por qué se verían en sueños? ¿Cómo podían tener dos personas el mismo sueño? Además, él había presenciado algo muy raro cuando Ulises actuaba como sonámbulo, aunque después lo había apartado de su mente. Le costaba aceptar que pudiera tratarse de algo sobrenatural. Carlos le había contado que antes del escándalo y los desbarajustes de la noche anterior, había sentido frío y un sonido zumbante que provenía del cuarto donde Ulises dormía tranquilamente. También estaba dormido cuando su compañero enloqueció y trató de ahorcarlo.

Tenía que ver qué andaba mal con Ulises antes de que ocurriera algo peor. Lucas no se puso a dudar y caminó directamente a su cuarto, indicándole a Débora, que se sorprendió al verlo por allí, que lo acompañara.

Aunque no recordara todo lo que había pasado en sus pesadillas, Ulises estaba seguro de que algo espantoso quería atraparlo y que todo lo malo que sucedía a su alrededor estaba causado por eso. Tomar la droga de Eduardo había sido un terrible error, y la noche siguiente el efecto parecía persistir, aumentado. Al despertar, vio que el horror continuaba en la realidad y ya no supo qué hacer para escapar. Ahora, no soportaba la idea de dormirse, temiendo despertar en una atmósfera helada y oscura, donde ya no existiera el mundo que conocía y sólo hubiera tinieblas.

–¡Está dormido! –exclamó Débora por tercera vez, tratando de disuadir al doctor de entrar.

Ella tenía la certeza de que estaba bien y que no era necesario entrar. Pero Lucas ya se hallaba en la puerta, la mano en el picaporte, mientras la enfermera lo perseguía al trote, cargando con el registro de los pacientes. Lucas dudó un instante: ¿no se estaría dejando llevar por la superstición? ¿Qué iba a encontrar? ¿Y si no le pasaba nada? La luz del pasillo se coló en la penumbra rojiza de la habitación. El paciente estaba en su cama, cubierto con la sábana hasta la cabeza.

Se acercó. Ulises seguía despierto, a pesar de los sedantes que le prescribió Avakian. Débora sacudió la cabeza, desde el pasillo. El joven sintió que alguien se le acercaba y su cuerpo se tensó bajo la sábana. Lucas notó el movimiento y lo descubrió de un tirón.

–¡Ah...! –gritó Ulises, saltando y acurrucándose en la cabecera.

Lucas respingó por el repentino grito, y trató de calmarlo, pero el muchacho parecía no reconocerlo. Al final, dejó de gemir y balbucear y dejó que lo tocara. Débora entró y encendió la luz, preocupada: mordía su lápiz mientras Lucas le examinaba las pupilas al desorbitado joven. Tenía las manos amoratadas, y marcas rojas en los dedos.

–¿Qué es esto? –murmuró Lucas, tomando su mano derecha. Estiró la manga de su camiseta y notó marcas rojas similares en el brazo. Tenía huellas de dientes enterrados en la carne, y cardenales por pellizcarse–. ¿Qué te hiciste?

Desesperado al sentir que las drogas se apropiaban de su mente, que ni siquiera su miedo podía detener la pesadez de sus párpados, el joven había optado por el dolor para no quedarse dormido.

–¡Hay que contenerlo! –exclamó Débora con un dejo de histeria, aunque no se movió de su lugar junto a la puerta, como si temiera entrar.

Lucas le dio una ojeada, fastidiado, y la enfermera se calló. Ulises seguía arrodillado sobre la cama, tenso, a punto de saltar como un resorte.

–¿Tienes miedo de dormir por los malos sueños? –preguntó Lucas, con voz suave y tranquila.

El joven asintió. Podía ser una locura, pero decidió ayudarlo. Tenían que mantenerlo despierto, hasta saber qué podían hacer por él.

–Ven conmigo, vamos, no te preocupes –lo consoló–. Acompáñame al baño.

Débora los siguió, obnubilada. ¿Por qué se comportaba de forma tan extraña el doctor Massei? Pretendía darle un baño de agua helada al pobre Ulises, y encima le encargó que lo mantuviera despierto, andando.

Lucas los dejó y corrió hacia el segundo pabellón, temiendo de pronto que Lina causara algún daño entre los demás pacientes. No estaba seguro de que estuviera bien vigilada. Era una amenaza y debían encerrarla en el pabellón de mayor seguridad.

Carlos Spitta, agotado por la noche anterior, y el doctor Avakian que dormía su guardia, fueron atraídos por el movimiento. La explicación de la enfermera los llenó de asombro, aunque Carlos estaba más inclinado a darle la razón a Massei y Aníbal en cambio creía que se estaba contagiando de los pacientes.

–Hay que acostar a este pobre chico, y tratar de que duerma –ordenó Avakian.

Pero al escuchar sus palabras, Ulises dirigió hacia él sus ojos inyectados en sangre, en velada amenaza, y comenzó a temblar violentamente. Compadecido de su miserable aspecto, frío, con el pelo mojado y el rostro hundido, el doctor decidió llevarlo al consultorio.

Sus pasos resonaron en el silencioso corredor. Las luces de seguridad hacían que las sombras de las plantas y mobiliario resultaran tétricas. Temiendo haberse vuelto un hombre supersticioso, se reprendió y se exigió medir las cosas con juicio y razón antes de actuar como un loco. Iba meditando esto cuando una mano le atrapó un brazo y lo condujo, antes de saber qué pasaba, hacia un cuarto. La enfermera del piso parecía asustada, y Lucas demoró en comprender de qué le hablaba. Contempló al hombre, que postrado en su cama, respiraba agitado, y bajo sus párpados, los globos oculares se sacudían, persiguiendo imágenes fantasmales.

–¿No es raro? –preguntó la joven enfemera, esperando del doctor una palabra de alivio, de tranquilidad, pero Lucas no estaba seguro de que no poder despertar a una persona de una pesadilla estuviera fuera de lo normal.

–Bueno... está soñando, por eso es difícil que nuestras voces o sacudidas le lleguen... Además, ¿qué le preocupa?

La enfermera movió la cabeza, impaciente, trataba de explicarle. Eduardo se había dormido sin problemas y comenzó a soñar. Ella acudió a ver qué pasaba porque estaba lanzando alaridos, agitado, pero no pudo despertarlo. Lucas observó al hombre sudoroso, gimiendo, removiéndose entre las sábanas. La joven le secó la frente con una toallita.

¿Y ahora qué? ¿No se trataba de Ulises solamente? Recordó las notas de Tasse: ellos dos habían tenido el mismo sueño.

Lucas salió, pensando en consultar con Avakian. Tenían que descubrir qué estaba causando esas pesadillas. Pero en el camino se detuvo al notar la cara perpleja de la enfermera que lo acompañaba. Revisaron cada cama y en todas encontraron lo mismo. Los pacientes soñaban y se removían, lanzaban golpes al aire, Ana se incorporó e intentó caminar sonámbula. La mayoría parecía tener pesadillas, gruñían, gemían, sudaban.

–¿Qué hago? –gimoteó la enfermera.

–Vuelva y vigile los signos de Eduardo –contestó Lucas con voz tajante, sólo por calmarla con alguna tarea. No tenía idea de qué hacer y ella pareció alegrarse con la orden.

Se entreparó en una puerta y golpeó.

–Sí, estoy despierta –contestó ella desde adentro.

Abrió la puerta y Lina apareció en el umbral. Hacía rato que estaba escuchando el rumor de quejidos que parecían venir de todos lados, y un zumbido fondo que también había percibido antes, como un motor a lo lejos, un ronroneo que parecía acercarse de a poco. Se había puesto el saco azul sobre el camisón, como si supiera que algo iba a ocurrir.

–¿Qué sucede? –preguntó Lina, antes de que él lograra formular una frase con la cual sacar de su sistema todo lo que tenía para decirle–. ¿Qué es ese ruido?

“¿Qué ruido?” Replicó en su mente Lucas, al tiempo que ella se cubría la cabeza un segundo antes de que la puerta al final del pasillo volara de su marco y se estrellara contra la pared opuesta. El estruendo lo dejó sordo, porque intentó taparse las orejas demasiado tarde. Antes de que él pudiera recuperarse de la sorpresa, Lina se volvió y creyó percibir una radiación que salía de ese cuarto y repercutía a lo largo del corredor.

La enfermera, que había dejado a Eduardo en cuanto sintió lo que le pareció una bomba, salió y se encontró frente a frente con un hombre corpulento, con ojos redondos de tan abiertos, que avanzaba lento pero decidido. Tardó unos segundos de puro pasmo en reconocer al paciente, el amable Juan que usualmente tenía cara de bobo y modales tímidos. Ahora le dieron miedo esos ojos en blanco y su respiración fuerte, animal. El hombre extendió los brazos hacia ella y Lucas gritó algo que la joven no alcanzó a escuchar. Lina y el doctor se cubrieron las orejas. Juan abrió la boca y de ese agujero brotó un aullido que pareció detonar el aire. La joven cayó desmayada.

Las luces del pasillo se quemaron una a una a medida que el sonido avanzaba con la fuerza de un viento huracanado. Lucas sintió el impulso sobre su cuerpo medio agachado, la onda lo sorprendió cuando intentaba buscar refugio tras el mostrador de enfermería. Lina había caído de rodillas, tapándose las orejas, y atónito, vio como su cabello era azotado por un vendaval que no podía existir más que en su imaginación.

Juan avanzó resuelto hacia sus próximas víctimas. Mientras Lucas sentía una oleada de náusea, fuera por lo increíble de la situación o por efecto del poder desatado en ese hombre, Lina se había dado vuelta para enfrentarlo, los ojos brillantes de excitación, pronta a brincar sobre él. ¿Qué poder poseía este paciente, que parecía sonámbulo? Pensó Lucas, al tiempo que Juan se preparaba para arrollarlos con el clamor espectral de su garganta.

Lina se agazapó, lista para abalanzarse contra el gordito. Juan alzó los brazos y el viento sacudió el aire encerrado en el corredor, succionándolos hacia él. En el último instante, Lucas se arrojó contra la joven, la empujó hacia la escalera, y ambos rodaron hacia abajo, al tiempo que una fuerza increíble barría el pasillo del segundo piso, destrozando lámparas, plantas y muebles.

El joven doctor cayó de bruces contra el piso, y a su lado, Lina aterrizó sobre sus talones luego de rodar y girar en el aire. Se paró de un salto y levantó al hombre con ella, arrastrándolo del cuello de la camisa. Luego del estruendo, un intenso silencio se había depositado sobre el lugar.

Sintieron voces que venían hacia ellos.

–¡Ah! Aquí estás –exclamó Aníbal, quien venía con Débora sujetada de un brazo–. ¿Qué haces? ¡Ah, ya veo! Buscando mejor compañía.

Los otros dos lo observaron impasibles, mientras el doctor reía solo. Débora se sonrojó, posiblemente por el pellizcón que Avakian le metió debajo de su uniforme.

–¿No sintieron la conmoción en el segundo piso? –replicó Lucas, extrañado.

–¿Qué conmoción? ¿Qué pasó? Estaba todo tranquilo.

Lucas miró a Lina, para comprobar si a ella le parecía tan extraño como a él que no oyeran la tremenda explosión de alaridos que los había lanzado hacia abajo.

–Ya descubrimos lo que pasó –prosiguió Avakian, sonriente–. Ulises confesó que la noche anterior había tomado una droga que le pasó otro internado. Eso le causó pesadillas, y por eso hoy no quería dormirse.

–¿Quién se la dio? –exclamó Massei, calculando a toda velocidad. Enseguida recordó y se contestó a sí mismo–. Eduardo. Tuvo esos problemas y ya varias veces lo pescamos con contrabando pero... Eso no explica todo.

–¿Y ese otro joven? –inquirió Lina, volviéndose hacia la escalera.

¿Por qué no los perseguía? ¿Por qué no lo habían escuchado los demás? ¿Acaso no era real lo que habían visto antes? ¿Se trataba de un sueño, una alucinación?



Vignac no tardó en ubicar al que podía decirle donde encontrarla. El barman aceptó sus euros y le señaló a Iván, que estaba sentado, como cuatro noches a la semana, con sus amigos en la mesa frente al escenario.

El pelirrojo alzó hacia el extranjero sus ojos claros y lánguidos de comerciante hábil, y lo invitó a sentarse. Vignac se presentó y lo felicitó por la banda de jazz que estaba tocando, y sin darle tiempo a ubicar qué pretendía le preguntó por Rina.

–Ya no trabaja en el medio –Iván movió la cabeza, aplastó su cigarrillo en el cenicero y puso una expresión distante mientras se recostaba sobre su silla.

Vignac sonrió y asintió. Eso ya lo sabía. Él venía de Europa, su familia le había pedido que le entregara unos documentos y necesitaba ubicarla urgente.

–No tengo idea de dónde puede estar –el representante sonrió con malhumor, encogiéndose de hombros.

Vignac se mudó de mesa y se depositó por una hora y media en la parte de arriba, donde se había sentado Lucas Massei, cerca de la foto de Rina, vigilando entre vaso y vaso lo que hacía el manager. Conciente de tener sus ojos clavados en la espalda, el pelirrojo se despidió de su compañía y habló con el barman. Por la puerta de atrás salió junto al depósito de botellas vacías. Se subió a su auto y partió rumbo a su casa, sin percibir que a pesar de todo un coche lo seguía todo el camino.


Símbolos muertos


Carlos estaba espantado porque lo habían dejado a solas con Ulises vigilándose mutuamente. Aunque estaba sedado, el joven tendido en la camilla tenía los ojos abiertos, y a cada rato se volvía a comprobar que el enfermero seguía sentado inmóvil. Carlos parecía murmurar entre dientes y Ulises creyó escuchar una oración entrecortada.

–Te estás dejando atrapar por las fantasías de los pacientes, Lucas –rezongó Aníbal, incrédulo, parado junto a Massei y sacudiéndole un brazo–. ¿No estás delirando? ¿Cómo va a ser posible todo eso que me contaste?

Ambos se volvieron cuando Lina suspiró y anunció, con voz grave:

–Ahí viene.

Juan bajaba con algo de torpeza como si no viera el camino y estuviera tanteando los escalones, saltándose algunos. Antes de que alcanzara el suelo, Lucas se desprendió de Aníbal y obligó a las dos mujeres a marcharse:

–¡Débora! Envía a Carlos para acá, y Uds. dos quédense encerradas en el consultorio de Aníbal.

Ulises estaba sintiendo la calma que iba bañando sus miembros y sumergiendo su cuerpo en un reposo agradable, aunque su mente le gritara que permaneciera despierto. Parecía estar envuelto en un mar tibio, en una cama húmeda, viscosa, que se movía al ritmo de su corazón. Las esquinas de su campo de visión se iban borroneando, dando lugar a una calma roja que se iba oscureciendo.

Carlos se levantó. Un escalofrío recorrió su espalda en cuanto comenzó a escuchar el zumbido grave, y retrocedió dos pasos antes de que la puerta se abriera de golpe.

–¡Santa madre de dios! –exclamó, tomándose el pecho.

Lina sintió el mismo sonido que la había inquietado arriba y la fuente parecía ser Ulises. Mientras Débora le explicaba al enfermero que debía ayudar a los doctores a contener a un paciente, ella se acercó a la camilla y tomó la mano de Ulises. Este abrió los ojos, desenfocados, y al fin la miró, sorprendido, asustado.

–¿Tú lo oyes? –le preguntó con voz pastosa y débil.

Lina asintió.

–Estoy despierto aún pero la siento... la oscuridad viene por mí –continuó Ulises, con un tono escalofriante–. No era un sueño. No era la droga, es real.

Débora se sacudió el uniforme y declaró, para alejar el miedo que le daba:

–Está delirando.

Como lluvia resbalaban lágrimas por el rostro lívido del joven. Era inmensa la pena que sentía ante esa cosa oscura que lo envolvía. Cuanto más cercano, el zumbido se convertía en un aullido crepitante y casi podía sentir en sus manos la sustancia viscosa que se disolvía a su alrededor, serpenteando y creciendo como una masa viva y tenebrosa.

La enfermera notó como crispaba las manos, apretando la de Lina hasta hacerle crujir los huesos, y corrió a sujetarlo. Ulises comenzó a convulsionarse, intentando escapar de sus ligaduras, y Débora le sostuvo la cabeza, pero apenas tocar su piel, un choque eléctrico se expandió por su cuerpo y cayó al piso.

El joven percibió que algo le había pasado a la mujer rubia y miró con ojos horrorizados a Lina, a quien apenas podía distinguir entre la penumbra roja que no le permitía ver más allá.

–Sólo está dormida –respondió Lina sin inquietarse y agregó, sujetando la mano que temblaba de tanto esfuerzo–. No debes temer. No debes resistirte. Eso no te va a tragar, no te va a hacer daño.

Mientras tanto, Lucas y Carlos trataban de resistir el embate de Juan, que no se dejaba tranquilizar tan fácilmente. Luego de arrancarse la camiseta y lanzar un alarido, se había deshecho del forzudo Carlos con un movimiento del brazo que lo tiró contra un sillón, por suerte.

–¡Jesucristo! –gimió el enfermero, poniéndose de pie con ayuda de Avakian–. Necesitamos algo que nos proteja del mal.

–¿Qué, una cruz? –replicó el doctor–. Mejor una dosis de...

Juan había quedado inmóvil en medio del salón, esperando. Parecía estar atendiendo a lo lejos, pensó Lucas, sintiendo al mismo tiempo al par que hablaba detrás de él. Protección del mal, era una tontería pero... Al parecer le habían respondido del otro lado y Juan siguió avanzando, topando a Lucas y sacudiéndose la jeringa con que Avakian trató de paralizarlo.

–¡Hay que detenerlo! –gritó Lucas, tomándole el brazo izquierdo.

Carlos se aferró del otro y a pura fuerza lograron pararlo un momento. La droga no hacía efecto, consideró Avakian, asombrado. Los ojos rodaron en sus cuencas y Juan, o la cosa que lo poseía según Carlos, se fijó en él. Abrió la boca y aulló. Las bombitas estallaron y quedaron a oscuras. Avakian sintió algo que lo golpeaba en el pecho. Juan había logrado desprenderse de Lucas y tiró al más viejo al suelo. Lucas le dio una cachetada y eso atrajo su atención. Juan se detuvo y se volvió en su dirección.

–¿Estás bien? Aníbal, llama al guardia por radio, no podemos solos –gritó Lucas, al mismo tiempo animando al enfermero–. ¡Vamos Spitta, ayúdame a llevarlo hacia ese cuarto!

–¿Al depósito? –replicó Carlos, extrañado.

Mientras Aníbal se incorporaba todo adolorido por haberse dado las costillas contra una silla en su camino al suelo, los otros dos se esforzaban en dirigir al frenético Juan hacia el almacén de materiales. La última opción antes de que terminara encerrado de por vida por su agresividad, aunque parecía una locura, podía ser el símbolo pintado en esa puerta. Lucas giró el picaporte, poniendo un poco de esperanza en lo que había dicho Vignac; Carlos empujó hacia adentro a Juan y los tres quedaron encerrados en el pequeño cuarto.

La bombita se encendió de forma automática. Juan dio contra el piso y Carlos lo mantuvo en esa posición usando una llave de lucha. Lucas se volvió y ante sus asombrados ojos, descubrió que alguien había borrado el pentágono. Puso sus manos, boquiabierto, sobre el manchón rosado que era lo único que quedaba.

–¡Parece que va a explotar! –avisó Carlos palpitante, sintiendo que debajo de él la gran masa corporal temblaba.

Un segundo después comenzaron a caer cosas de las estanterías. La bombita se fundió y Lucas se tuvo que agachar para evitar los proyectiles que volaban por el cuarto. La ventana crujió y una lluvia de cristales los bañó, como si la hubieran roto de una pedrada. Junto a su pie había rodado una lata. Lucas la tomó y contempló indeciso la lata de aerosol rojo. Por fin se levantó y volvió a pintar sobre la puerta la estrella de cinco puntas.

–No debes temerle –repitió Lina junto a su oído, al tiempo que una ola negra lo cubría, tragándoselo por completo.

Completó el círculo. Carlos tenía los ojos cerrados con fuerza y repetía una letanía que Lucas reconoció y le hizo reír, histérico. De pronto todo estaba en silencio, el aire frío de la noche se colaba por la ventana rota, y sus pasos crujieron sobre pedazos de vidrio y crayones tirados. Avakian entreabrió la puerta y asomó la cabeza. Venía acompañado de un guardia y otro enfermero. Dirigieron la luz de una linterna, iluminando a Juan. Este pestañeó por la luz y miró al doctor Massei, desorientado:

–¿Qué pasó? –murmuró, al despertarse en un lugar extraño, con Carlos encima de él, sin camisa, en el piso frío.

Como Juan, Eduardo despertó de su pesadilla como si nada, y el resto siguió durmiendo hasta que con la luz del día, todos sus sueños malos se esfumaron y nunca recordaron nada.

Encontraron a Débora dormida y a Lina tranquilamente sentada junto a Ulises.

Lucas corrió hacia ellos y le tomó los signos al joven, temiendo, dada la serenidad absoluta que reinaba, que hubiera pasado lo peor.

–Está bien –suspiró, luego de constatar que sólo dormía.

Recogió a la enfermera del piso y se volvió a Lina, crispado por su aparente impasibilidad.

–Los seres humanos son seres de luz y de sombra –murmuró ella, antes de que pudiera preguntarle nada–. A veces sale la parte oculta, su otra naturaleza. En algunos lugares y momentos del año en especial.

Coincidía bastante con la explicación que le hubiera dado Vignac, pensó Lucas, sintiendo en el muslo la presión de las hojas de papel que tenía en el bolsillo.

–A ti no te afectó –replicó él, dudando ahora de las supersticiones que minutos antes le parecían ciertas.

–Yo tengo una sola naturaleza –replicó ella.

Alguien gimió, desviando su atención. Débora se estaba despertando, despistada y con dolor de cabeza, preguntándose cómo se había quedado dormida en esa situación.

Lo que Lucas más temía después de toda esa aventura, era caminar por la clínica y ver que todo estaba en orden, ninguna lámpara o cristal fuera de su lugar. Para su tranquilidad mental, encontró un gran desorden en el salón y en el pasillo de arriba. No todo era un sueño.

Pero quedaba mucho por descubrir y lo inquietaba. ¿Quién había limpiado el pentagrama de la puerta? ¿Fue una casualidad o alguien estaba planeando en su contra? Lina seguía siendo la principal sospechosa, ahora porque no había sido afectada y sus palabras le mostraban que podía conocer tanto de ocultismo como Vignac.

Se detuvo a contemplar los destrozos del cuarto de materiales. Un rayo de luz matinal asomó por la abertura ahora sin el vidrio esmerilado, golpeando en el techo, y a medida que el sol subía la luz descendió hasta la puerta, cegándolo. Su sombra quedó delineada sobre el símbolo nuevo que escurría su forma de estrella sobre la superficie blanca.

Salió a dar una última recorrida antes de irse a dormir un rato. Una limpiadora pasó lentamente, afanándose con el lampazo sobre el piso del salón. Carlos pasó por el corredor y le sonrió, satisfecho. El sol entibiaba de a poco los muros y la claridad mostraba que todo estaba tranquilo. Parecía mentira que hacía un par de horas había pasado por el mismo lugar huyendo de uno de sus pacientes.

A las ocho llegó Tasse. Se había quedado preocupado, luego de volver a su casa, incapaz en toda la noche de prestarle atención a su esposa o conciliar un sueño tranquilo. Se apresuró a reunirlos en su oficina para decirles:

–Tengo algo muy importante que descubrí sobre dos pacientes. Parece raro pero Ulises y Eduardo... –Avakian y Lucas se miraron, y lo dejaron hablando solo–. ¡Pero...

Al rato apareció el comisario para traerles, según él mismo, buenas noticias. Habían hecho coincidir las huellas de dedos y dientes encontradas en Rodrigo Prassio y tenían a un culpable para su crimen. El policía se mostraba contento, a diferencia de Lucas, que tragó en seco, y Avakian, quien se tomó la cabeza, sintiendo que iba a tener migraña.

–El forense le sacó un molde a la herida que recibió el enfermero, el que lo dejó escapar... y coinciden perfectamente con las marcas del cadáver –explicó el comisario con expresivos gestos, haciendo gala de haber visto más televisión de la necesaria–. Luego se cotejaron las huellas digitales y, ahí lo tienen, el culpable es el mismo. Según la declaración recogida, el paciente Díaz, Celestino.

–¿Chacho? –exclamó el doctor Avakian, sobresaltando al funcionario.

Lucas escuchó apenas lo suficiente y se retiró a su consultorio, a descansar los ojos. Había creído que Lina era la culpable porque se decía vampiro, pero la joven ni siquiera había salido de su cuarto. Se sintió culpable: por un prejuicio que había albergado sin conocerla, porque lo confrontaba o no lo admiraba tanto como los demás, estaba inclinado a creer lo peor de ella. Sacó las fotocopias para volver a estudiarlas. ¿Tenía razón Vignac o sólo estaba cegado por sus ansias de venganza? Tenía que saber la verdad, de alguna manera.