martes, 20 de julio de 2010

Historial 1: Frenesí

Santa Rita




El doctor Massei estacionó su camioneta azul marino en el pedregullo frente al muro de la clínica, que de ese lado mostraba el ladrillo descubierto, en un espacio que había quedado entre el Twingo verde de la nutricionista y el Mercedes color champagne del Dr. Avakian.

A pesar de lo agreste de su situación, rodeada por bosques de pinos, al final de un camino de tierra que se alejaba cinco kilómetros de la carretera, y del aspecto humilde de su exterior, la impresión cambiaba radicalmente al ingresar al predio de la clínica Santa Rita. En esa mañana soleada, los muros pintados de pulcro blanco refulgían tanto que Lucas Massei tuvo que ponerse de nuevo los lentes oscuros, y en su visión la casa de dos plantas apareció teñida de rojo vino. Sus pasos resonaron en el patio de entrada recubierto con cerámicas, las cuales enseñaban el nombre de sus benefactores, la Fundación Crisol, en negro sobre fondo crema. El sonido llamó la atención del hombre que barría hojas y polvo imaginario en un rincón, a la sombra de la casita del vigilante.

–¡Ah! Ya llegó –murmuró sin dirigir sus ojos hacia él–. Buenos días, doctor.

Lucas sonrió y saludó al cuidador, Jano, que a veces hacía gala de un comportamiento más raro que el de los internados.

Al atravesar las puertas de cristal ahumado se sacó los lentes, y su presencia, después de una alejamiento de tres meses, fue recibida calurosamente por la secretaria y las enfermeras que pasaban por recepción. Luego de colgar el teléfono, Valeria salió de atrás del mostrador con una sonrisa amplia en su rostro juvenil, y corrió a su lado, procurándole un beso y una serie de exclamaciones inconclusas:

–¿Cómo... ¡No avi... ¿Cuándo... ¿Cómo estu... ¡Hola! ¿Te paso...

El Dr. Massei la hizo a un lado con gentileza y saludó a la jefa del turno de enfermeras, Teresa Martínez, una mujer corpulenta y franca, que lo miró de arriba abajo, inspeccionando su elegante camisa azul y traje nuevo, ropa comprada en Italia, seguramente calculando cuánto le había costado, mientras lo ponía al día. Aníbal Avakian había abandonado a un paciente apenas oyó su voz; salió por la puerta enrejada, y lo metió adentro de una oficina.

Eran las nueve, los pacientes debían estarse dirigiendo a sus actividades de la mañana luego de haber cumplido con el aseo de sus cuartos y el desayuno a las ocho. Todos tenían talleres de plástica o sesiones de grupo, excepto los violentos que no podían dejar su sala y permanecían aislados del resto, entreteniéndose como mejor quisieran bajo estricta vigilancia. Lucas abrió con su llave la puerta de la enfermería, y mientras se iba poniendo la bata caminó por un pasillo decorado de amarillo, hacia el amplio salón comunal, pasando por habitaciones, sin cerrojo, aunque sí tenían las ventanas protegidas. Iba ojeando un bloc de hojas celestes y rosadas, maldiciendo a su suplente por la cantidad de medicamentos que le había estado dando a sus pacientes. Se detuvo junto a una maceta y la acomodó con el pie, moviéndola para que tapara el círculo de óxido en la cerámica blanca. Una auxiliar morena de la que no recordaba el nombre pasó junto a él, ayudando a un joven rubio de aspecto frágil que caminaba arrastrando los pies.

Cuando llegó al salón, el rubio ya estaba apoltronado en un sillón mirando la tele. En la fresca penumbra se amontonaban las mesas y sillas vacías. Se detuvo junto al hogar ceniciento para anotar algo y siguió a la otra salida. Por un instante dudó, de un lado el invitante cielo despejado y el sol lo llamaban a la terraza, del otro lado venían las voces apagadas de la gente con la que debía ponerse a trabajar. En ese instante una sombra se deslizó a sus espaldas, provocándole un escalofrío. Lucas se volvió, sorprendido, y alcanzó a ver a una mujer que pasó sin hacer ruido por el pasillo, y se escurrió por la puerta corrediza hacia la terraza, donde unas escaleras pegadas a la pared conducían al segundo piso. Enseguida la siguió y la detuvo, tocándole el hombro en el momento en que ponía el pie en el primer escalón. La mujer se volvió y le clavó una mirada dura, indignada, que le sacó el aliento y le hizo olvidar lo que le iba a decir.

–Ho... Ah... –titubeó, mientras ella se impacientaba y él se sentía un completo idiota. Carraspeó y trató de ubicarla. Tenía puesto un vestido oscuro floreado que dejaba ver sus piernas y brazos blancos como la leche, así que no podía tratarse de una trabajadora. Esperaba que se decidiera con más dominio de sí misma que él, no parecía una internada–. Quería decirle que el horario de visita comienza a las diez –dijo finalmente–. Señora...

Todo el cuerpo de la mujer, comenzando por su rostro y cuello, pareció ondular por un segundo, como si se relajara rápidamente, y con un movimiento imperceptible se adelantó para leer el carnet de identidad que colgaba de su bata.

–Doctor Massei –replicó ella, impávida, sin responder su sonrisa, y escrutándolo sin pudor–. Es el psiquiatra del que todos hablan... –dijo lentamente–. Permiso –y sin esperar a que él contestara se dio media vuelta y continuó escaleras arriba.

Lucas permaneció clavado al piso como si todavía pudiera contemplar los grandes y llamativos ojos grises y el rostro oval de piel clara, aterciopelada, enmarcado en sedoso cabello negro, colocado sobre un grácil cuello de cisne. Luego sacudió la cabeza, riéndose de sí mismo, y dando la vuelta siguió su camino, olvidando en el acto el incidente. Por el pasillo se encontró de frente con un hombre cuarentón, medio pelado, que llevaba traje gris y chaleco de lana marrón a pesar del calor, quien venía sosteniéndose la barbilla con una mano mientras con la otra se tomaba del codo y asentía, absorto.

–¡Fernando! –exclamó, y el otro se detuvo y extendió los brazos pero sin mirarlo de frente, pues seguía encandilado con una idea–. ¿Cómo estás? Recién llegué del congreso...

Fernando Tasse reaccionó y sus ojos lo enfocaron. Para ello se puso los lentes redondos que le colgaban sobre el pecho.

–¡Querido Massei! –borbotó, abrazándolo–. ¿Cómo te fue? Cuéntame todo... ¡Ah, no! Ahora no puedo, porque voy... porque estaba por...

Tasse se quedó pensando con el dedo en alto señalando la salida.

–Ahora debes tener terapia grupal –lo auxilió Lucas, llevándolo hacia donde el grupo ya lo estaba esperando hacía quince minutos.

A la hora del almuerzo, Lucas tuvo que pasar por la administración a firmar unos papeles y hablar por teléfono con la Sra. Dexler. Se paró junto al mostrador de la recepción, ojeando los papeles que el secretario, Cristian, estaba revolviendo, mientras escuchaba por el auricular el monótono discurso de Liliana Dexler. A su lado apareció una mujer joven, simpática, de cabello liso castaño que le rozaba con suavidad la bata rosa. Estuvo allí parada largo rato, abrazando un manojo de papeles con rostro radiante, hasta que el doctor se percató de su presencia y le correspondió con una cálida sonrisa. Colgó el teléfono y se acodó en el mostrador, indiferente a la mirada cáustica de Cristian, que quería acomodar su espacio de trabajo pero él le movía las cosas de sitio mientras charlaba animadamente con la nutricionista. Luego de las preguntas de rigor, su charla derivó hacia los pacientes, y ella le comentó:

–Supongo que tengo que hablar contigo, porque el médico general no le da importancia a su caso, que no hay nada malo en su organismo. Dice que espere a ver los próximos resultados o que la medicación le haga efecto. Fernando también dice que no es anoréxica y que no puede hacer nada si ella come y sigue desnutrida –la joven inspiró con fuerza luego de no parar de hablar por un minuto, durante el cual Lucas siguió recostado mirándola, y viendo de pronto la hora en su reloj, agregó con prisa–. Ya tengo que irme, pero me gustaría comentar varias cosas contigo, Lucas –dijo su nombre tímidamente, porque recién poco tiempo antes de su viaje él le había insistido que lo llamara por su nombre y no por su título.

Lucas, en ese mismo momento estaba mirando a Cristian pasar unas carpetas, y reconoció en una solicitud de ingreso el rostro de la mujer que había visto de mañana. La arrancó de manos de Cristian, quien se apartó molesto como si le hubiera dado un golpe.

–Justamente te estaba hablando de ella, qué buen ojo tienes, recién llegas y ya la reconoces –lo alabó la joven, arregló su bolso y papeles apresuradamente, pasó por su lado y lo saludó–. Hasta luego.

–Hasta luego, Julia –respondió él mecánicamente.

Julia se volteó a darle una última mirada antes de cruzar la puerta ensombrecida por el sol de afuera, pero él estaba de espaldas y sólo se encontró con la mirada atenta del secretario. Lo saludó con un gesto amable, y Cristian replicó con una mano, apenas.

–Carolina Chabaneix –leyó Massei, repasando a toda velocidad los datos de la paciente.

Había pensado que se trataba de la familiar de un interno que había venido a deshora, pero ahora reparaba en la familiaridad que mostraba con el lugar y le pareció tonto haberse equivocado. Y esa mirada directa y clara, ¿a qué trastorno correspondía? Se había internado por voluntad propia y pagaba la cuenta de un banco. No habían registrado nombres ni números de parientes; miró con reprobación al secretario. No podía creer que un funcionario eficiente como este dejara pasar por alto ese detalle, fundamental para el trato de los pacientes. Cristian Miura le devolvió una mirada imperturbable al reprochárselo. Simplemente, la paciente no tenía familiares. ¿Qué le había dicho Julia? Tenía que ponerse al día con los demás. Le extrañó que en su conversación de la mañana Aníbal no la mencionara entre los nuevos ingresos.

Cristian volvió la mirada hacia la puerta por la que Julia había desaparecido largo rato antes, recordando todavía su gesto gentil, y luego vio al doctor alejarse con paso decidido por el pasillo. Se llevó un dedo a los labios, pensativo.

Si su apariencia y la hoja clínica le habían llamado la atención, Lucas podría haber gritado al ver a la enfermera Teresa charlar con la joven como si fueran viejas amigas. Estaban paradas junto a la salida del fondo y la mujer mayor, que la doblaba en tamaño, trataba de convencerla para hacer algo. Ella, que creía que usar la sutileza con un paciente significaba obligarlo por la fuerza bruta. Al final, Teresa salió a la terraza, y sujetando una reposera que se hallaba del lado soleado del patio, la arrastró hasta ponerla debajo del toldo verde que protegía el ventanal. Entonces la joven se animó a salir y conversó un poco más, hasta que Teresa volvió a entrar y ella se quedó descansando a media luz.

–Es increíble la personalidad de esa Lina –la voz a sus espaldas lo sobresaltó, y al volverse se dio cuenta de que además de él, Aníbal y Fernando observaban la escena. Este último exclamó–. La terapia con ella sería una delicia, por las pocas veces que he logrado conversar. Es culta, tranquila, y tiene el don de tranquilizar a la bestia –añadió, arqueando las cejas en dirección a la corpulenta Teresa, quien estaba zarandeando a Clara, la poseída, para que se dedicara a las plantas.

–Debe ser prerrogativa de su especie –replicó el doctor Avakian, sarcástico, palpándose los bolsillos en busca de chicle.

–¿Qué especie? –interpuso Lucas.

–No se trata de una especie... ella nunca dijo no ser humana –le replicó Fernando a Aníbal.

–No tiene tampoco las características que uno esperaría... Bueno, a veces no parece tan loca, porque no anda diciendo que cree ser una criatura de la noche y se comporta muy bien, ¿verdad?

–Esperen, ¿están hablando de la señora Chabaneix? –los enfrentó Lucas, parando la corriente de su diálogo que podía llevarlos muy lejos–. No entiendo, ¿cuál es el diagnóstico?

–Un cuadro depresivo con ideas atípicas –dijo Avakian, con sus insensibles clasificaciones–. Pero lo interesante es que su motivo, es que cree ser un vampiro.

Con el ceño fruncido, Lucas se volvió a contemplarlos por un rato, a ver si no intentaban hacerle una broma de bienvenida. El doctor Avakian era un hombre macizo, con vientre prominente, y alto, pero aunque más delgado Massei lo superaba en estatura y actitud. Avasallado, el otro asintió, y Fernando salió en su defensa, contándole la historia detrás de Carolina Chabaneix.



Sueños vívidos



Lina se había presentado una tarde con su pequeña maleta, y sin vacilar pidió hablar con un doctor porque quería internarse. La secretaria, Valeria, la había estudiado por encima de los lentes, calibrando su cara, ropa y gestos. Lina soportó su escrutinio con estoicismo y esperó tranquilamente a que la secretaria se dignara a hacerle caso. No solía impacientarse ni pensaba hacer un show de loca, aunque se lo solicitaran para permitirle quedarse. Pero no, apenas habló con la psiquiatra de turno y le contó que era una vampira y que eso le estaba destrozando la vida, porque temía salir de día, no había nada que pudiera comer y tenía miedo de atacar a la gente, y le dieron entrada. Una auxiliar la condujo hasta una modesta habitación del segundo piso, con una espléndida vista al campo y el mar de fondo, aunque la ventana estrecha le estaba haciendo desarrollar claustrofobia. Luego vinieron las evaluaciones, los fármacos, las pruebas médicas. A esa altura ya estaba contenta con el lugar que había elegido. La política era ser respetuosos con el paciente y los enfermeros eran agradables. Tenía bastante libertad para deambular por los lugares habilitados mientras cumpliera con su régimen de medicación y sesiones de terapia. La psiquiatra se asombró de la mejora en su ánimo en unos pocos días, aunque no se viera reflejado en las pruebas médicas ni en su apariencia anémica.

Varias veces en el día, notó que el recién llegado la estudiaba de lejos, y comenzó a inquietarse, preguntándose si notaba algo. Aunque no se sentía feliz, no se consideraba una persona deprimida, y había pasado dos semanas tirando las pastillas en una maceta del corredor, en el baño o arrojándolas por la ventana, luego de engañar a la enfermera. Todos creían que cumplía con sus indicaciones a rajatabla.

De noche en su cuarto, se sentó en la cama con las piernas juntas y la espalda recta, y miró las píldoras que había escondido en el hueco de su palma.

–Tal vez me quiten la ansiedad –murmuró, mirando hacia la ventana, donde las cortinas descubiertas dejaban ver el cielo nocturno, y las puso en su mesita de luz.

Se desvistió, se cambió por el camisón de algodón blanco y se metió bajo la sábana. Poco después pasó una enfermera a comprobar cómo estaba y le cerró la cortina.

Pasaron las horas pero no podía dormir. Ruidos apagados llegaban de todas partes del edificio; el motor del lavadero, el zumbido de la caldera, pasos, voces en el pasillo, la cama del cuarto vecino, un grillo, el viento. De pronto, distinguió un sonido curioso. Aunque no se había movido, Lina sentía que el cuerpo le hervía por dentro; calculó que ya sería medianoche. Abrió los ojos y se volteó para tomar las pastillas, porque una de ellas era un sedante suave, aunque nunca lo había usado y no sabía que efecto le podía provocar. Su mano se detuvo a medio camino y en lugar de abrir el cajón, saltó de la cama y corrió a la ventana, la cual abrió de par en par. No tenía nada de sueño pero al día siguiente tendría que levantarse a las seis y media y no podría dormir de día, como hacía en su casa. Alerta, volvió a distinguir el ruido como de raspado contra el piso junto con un zumbido eléctrico, seguido ahora de una conmoción y voces ahogadas. Provenía de la pared del fondo, de una habitación que daba a otro pasillo al cual ella no podía acceder. Reconoció la voz de uno de los pacientes.

Ulises era un muchacho de veinticinco años, de apariencia jovial, con ojos y cabello negros, y un lunar junto a la boca. Clara, una paciente que llevaba un año en la clínica, había dicho al verlo que era lo mejor que había pasado por allí. Desde chico tenía pesadillas, pero en los últimos tiempos habían empeorado hasta el punto que una noche de sueños lo dejaba agotado y de un humor terrible para aguantar el día. Su novia lo dejó y él armó tal lío en el trabajo que su jefe lo amenazó con echarlo. En cambio, le dieron permiso por enfermedad. Pero para desesperación de Tasse y el psiquiatra que lo atendía, parecía empeorar cada vez más. Los ruidos que Lina oyó, venían del consultorio que habían arreglado con una camilla y aparatos para controlar su sueño, y averiguar qué andaba mal en su cabeza.

El especialista contratado se levantó corriendo de su silla, tras comprobar que su ritmo cardíaco y respiración se aceleraban rápidamente, aun cuando no había alcanzado el período REM. Ulises movía la cabeza y sudaba a chorros, los brazos duros, pegados al costado del cuerpo.

No podía despertar, no podía moverse, estaba en una oscuridad tan profunda que podría haber estado ciego, y tenía la certeza de que algo acechaba a sus espaldas. Algo pasaba junto a sus orejas, algo grande y peludo que podía envolverlo pero no se distinguía de lo negro; sólo sentía un susurro, un escalofrío y la sensación de algo masivo junto a su cuerpo paralizado. De pronto comenzó a sacudirse sin poder parar; parecía que algo lo estaba tratando de aplastar contra la cama. Tenía mareos de tanto que le rebotaba la cabeza y el susurro se había convertido en un ruido atronador.

–¡Gioia, despierta! –el técnico lo estaba sacudiendo de los hombros con fuerza, gritándole en la oreja–. ¡Ulises! ¡Ulises!

El joven comenzó a ver borroso. El pánico se apoderó de él y se aferró de lo primero que encontró, frenético. Luego su mente se despejó y se vio a sí mismo en un lugar extraño, hundiendo los dedos en el brazo del técnico, que seguía hablándole para que despertara.

–¿Estabas soñando? –le preguntaba.

Todavía confuso, Ulises le respondió con un movimiento de cabeza:

–No. Tenía miedo.

–¿Viste algo?

–No había nada.

El técnico caminó unos pasos hasta la computadora y comenzó a escribir sus notas; acomodó las cámaras que había movido al pasar corriendo. La imagen del pequeño monitor siguió mostrando su sueño inquieto, interrumpido cinco veces, hasta el amanecer.

Lina estaba sentada en el comedor, junto con Clara, que siempre insistía en acompañarla y hablarle aunque ella nunca le había dado confianza. Mientras Clara, que tenía un problema de múltiple personalidad pero todos se preguntaban cuando iba a aparecer otra que la curiosa y charlatana de siempre, seguía hablando sola, Lina vio pasar a Ulises Gioia acompañado de un enfermero, y sus ojos lo siguieron hasta que desapareció en un cuarto.

–Siempre tuvo pesadillas, lo que no es de extrañar con su personalidad infantil y ansiosa –decía en ese momento Fernando Tasse al equipo de técnicos reunidos en la oficina de Avakian para el informe semanal–. Pero estos sueños de angustia son distintos, según me dice el especialista, no llegó en ningún momento a soñar. Puede tratarse de una enfermedad orgánica y no de un síntoma de su neurosis.

Lucas le cedió su asiento, porque ver a Fernando caminar de un lado a otro mordiéndose la uña o reboleando la corbata era exasperante.

–Así es... Se trata de terrores nocturnos, con un despertar confuso y síntomas vegetativos, en la etapa más profunda del sueño no REM, cuando se supone que el cerebro no puede elaborar sueños con ilación –explicó la Dra. Llorente.

–En suma, me están pidiendo una nueva evaluación –suspiró Avakian.

A Lina se le había borrado de la mente su molestia nocturna y las ojeras que había visto en Ulises, hasta que más tarde se lo encontró caminando por un pasillo en compañía de una enfermera. Antes de que se cruzaran, notó que algo sucedía porque el joven se había quedado estático, con la mirada perdida en el espacio. La enfemera trataba de hacerlo reaccionar y caminar. Parecía dormido con los ojos abiertos. Lina se apretó contra la pared oportunamente, porque al instante Ulises se puso a temblar como una hoja y arrancó a correr en su dirección, de forma que se habría estrellado contra ella si no se hubiera corrido. La enfermera amagó a seguirlo y entonces, las dos vieron que se detenía para inspirar profundamente, como si hubiera decidido calmarse. Por el contrario, estalló en alaridos y se puso a agitar sus brazos.

Ya venía por el pasillo Carlos, un enfermero fornido y experiente que se encargaba de los que se ponían inquietos.

–¡Ulises! –lo llamó, acercándose lentamente al joven, que se había callado de nuevo pero sus hombros se sacudían; estaba sollozando en silencio.

Al ponerle una mano encima, Ulises se volvió una fiera e intentó huir. Carlos manoteó el aire al querer atraparlo. Mientras pedía ayuda por walkie-talkie, Ulises se metió en una habitación y se detuvo en la ventana, apretujado contra el vidrio. Recién entonces Lina se movió de su lugar para ir junto a la puerta, detrás de Carlos, y ambos espiaron el interior. Temblando, Ulises se volvió hacia ellos. Parecía despierto, con unos ojos desorbitados de terror, que primero miraron a Carlos como pidiendo ayuda y luego se movieron hacia la derecha como si viera a alguien junto a él. El enfermero había entrado al cuarto, cuando Ulises rompió el vidrio con sus puños y golpeó frustrado la reja que lo sostenía. Se dio vuelta, derribó y sujetó a Carlos por el cuello, moviéndose tan rápido que lo tomó desprevenido.

Aunque el rostro de Carlos se estaba poniendo rojo a medida que el otro intentaba sofocarlo, Lina pensó que pronto vendrían los demás a ayudarlo. La enfermera estaba hablando con alguien en el extremo del pasillo. Se iba a dar vuelta para marcharse cuando notó por el rabillo del ojo que la mano de Ulises se estiraba para tomar un fragmento de botella que había caído de una bandeja. Antes de que pudiera clavarlo en el cuello del enfermero, Lina se había lanzado adentro y detuvo su brazo en el acto. Ulises la miró, sorprendido, desubicado, mientras ella estrujaba su muñeca con una sola mano. La pieza de vidrio puntiaguda cayó al suelo y el joven aflojó su otro brazo. Carlos ya podía respirar y pudo incorporarse por sí mismo.

Lina soltó al joven y se irguió al tiempo que los otros entraban en el cuarto.

–¿Qué pasa aquí? –exclamó Lucas, sorprendido al ver a la mujer parada allí y luego a Ulises arrodillado entre fragmentos de vidrio, respirando pesadamente.

–Ulises iba a matarme –gruñó Carlos, acariciándose el cuello–. Gracias a Lina que lo detuvo a último momento.

–¡No puede ser! –interrumpió Tasse, que venía detrás de los enfermeros y Lucas–. Él no es violento.

Lucas creyó percibir el nacimiento de una sonrisa desdeñosa en los labios de Lina, pero al examinarla desapareció y ella le devolvió la mirada con frialdad.

Los enfermeros se llevaron a Ulises tras inyectarlo, pero desde el ataque frustrado estaba inerte, sin responder a sus palabras.

–Es muy peligroso lo que acaba de hacer –Massei detuvo a Lina en el pasillo luego de que los otros despejaran el lugar–. No debe intervenir, para eso estamos nosotros.

–No era mi intención –replicó ella enseguida, y como segundo pensamiento agregó–. Como Uds. tardaban tanto y el pobre hombre se veía en problemas, pensé en actuar. Si hubiera un crimen... No quiero que vengan a perturbar la paz de este lugar.

Mientras la veía seguir su camino a paso seguro, Lucas se quedó pensando si le temería a la policía por un motivo particular, y se asombró de la calma que mostraba luego de un incidente que hubiera puesto histérico a cualquier otro interno.

–Me hubiera gustado verte en acción –comentó Clara, cuando sentados en círculo en el salón, luego de una sesión de grupo, comentaban lo sucedido–. Pobre Ulises... Creo que podría ayudarlo... pero los doctores me han hecho olvidar cómo hacer surgir mi otro yo.

En su otra faceta, Clara se presentaba como una médium, y aún en su personalidad habitual creía que los sueños de Ulises eran avisos del más allá.

–Ese muchacho es un canal abierto con el mundo de los espíritus. Hay que hacerle un trabajo antes de que invite a algún condenado a pasar a este lado –dijo con seriedad, para diversión de Lina que asentía a todas sus ideas.

En otra parte, Tasse buscaba otro tipo de explicación y de tratamiento para su paciente. Ahora el muchacho recordaba algo de lo que había visto en su ensoñación, aunque le costaba ponerlo en palabras. Había tenido mucho miedo y una necesidad imperiosa de escapar, y aunque no recordaba de qué, explicaba su intento de fugarse de Carlos. En realidad quería escapar de las imágenes terroríficas de su pesadilla, cosas que surgían de la oscuridad para atraparlo.

–Vamos a ver cómo pasa la noche –murmuró Lucas, que no tenía mucha esperanza respecto al estado del muchacho, rumbo a la locura–. Vete a tu casa, Fernando.

El psicoanalista negó con la cabeza. Ulises confiaba en él, quería estar por si despertaba de su sueño con algún recuerdo que le diera más información.

Tal como le había avisado antes, Clara se escapó de su cuarto avanzada la noche, y se dirigió por las escaleras al primer piso. Desde su cama, Lina sintió sus pasos enfundados en pantuflas perderse en un pasillo de abajo. La idea le había quedado colgada todo el día y al cabo, Clara decidió usar sus poderes chamánicos para curar a Ulises. Tuvo que escabullirse mientras una enfermera dejaba abierta la puerta al pasar y se metió en el área de los locos peligrosos. La hilera de puertas cerradas que debía atravesar le dio escalofríos. Juntando valor, se deslizó sin apartarse de una pared, mirando con aprensión por las ventanitas a los ocupantes de las distintas camas.

Llegó al cuarto ocupado por Ulises, se detuvo un instante en el umbral a echar un vistazo, y lanzó un alarido que se extendió por todo el edificio. A Tasse se le cayó la pluma fuente de las manos. Los enfermeros se voltearon, asustados. Lucas, que estaba dormitando en su consultorio, saltó del sillón. Lina saltó de la cama, con los oídos zumbándole.

El joven continuaba durmiendo tranquilamente, sedado, pero lo que había espantado a Clara fue la sombra que creyó ver alzándose de la cama y ocupando todo el techo. La enfermera Kromp y Lucas la hallaron sentada en el suelo, donde había caído al chocar de espaldas contra la pared. Frente a ella, estaba la puerta abierta y la habitación en calma: Ulises dormía con los brazos sujetados.

–¡Clara! ¿Qué haces aquí? –preguntó Tasse, apenas llegado.

En lugar de responderle, la mujer comenzó a tartamudear sobre la sombra, los ojos fijos en Ulises. ¿No lo veían? La sombra se cernía sobre el muchacho, una mancha que tenía consistencia aunque sólo era oscuridad. Ulises parecía resplandecer y la mancha se tragaba su luz. Aunque inmovilizado, el cuerpo se arqueaba hacia arriba, subiendo sin ninguna tensión muscular.

–Tranquila –Lucas la ayudó a levantarse e intentaba tranquilizarla–. No hay nada.

Apenas murmuró estas palabras, Lucas notó por el rabillo del ojo que algo se movía en el cuarto, al mismo tiempo que la enfermera entraba a verificar que todo estuviera bien con Ulises.

–¡Débora! –le advirtió, pero ella no reaccionó a tiempo y alguien la empujó de cabeza fuera de la habitación.

Fernando estaba mirando boquiabierto a Débora Kromp, caída en el suelo a sus pies, inconsciente, luego se volvió hacia el cuarto vacío. Lucas tampoco pudo distinguir a nadie que la pudiera haber golpeado, y Clara chillaba entre sus brazos, temblando.

–Está tratando de traspasar a este lado –creyó oírle decir en su agitación.

Ante sus miradas atónitas, las correas que sujetaban a Ulises se soltaron por sí solas y él se irguió en su lecho, los ojos abiertos en blanco.

–Ya es tarde –gimió Clara, escondiendo su rostro en el pecho del doctor para no enfrentar esa horrible visión.

A su pesar, los dos hombres retrocedieron a medida que el joven avanzaba lentamente hacia ellos. Tenían que controlarlo e inyectarlo de nuevo, pensó Lucas, tratando de desembarazarse de Clara, que lo tenía aferrado por la bata. Fernando alargó un brazo hacia Ulises, y este lo repelió de un manotazo. Lo extraño fue que al recibir el ligero golpe el hombre giró sobre sí mismo, y cayó desmadejado al piso. Lucas dio media vuelta y corrió hacia la enfermería, razonando que lo que había visto era imposible, y notando que las luces del corredor titilaban a su paso. En el mostrador había tranquilizantes. A un metro de su destino tropezó. Algo se enredó entre sus pies y se fue al piso de bruces. No perdió la conciencia como le había sucedido a Débora y a Tasse.

Clara se había quedado petrificada, las manos juntas, orando, mientras Ulises se detenía frente a ella con los brazos caídos y el cabello erizado. Lucas miró atrás y se dio cuenta de que ella respiraba agitadamente, porque podía ver su aliento condensado en el aire frío que estaba invadiendo el corredor. Trató de moverse pero tenía las piernas enredadas en algo; en la sombra devoradora que sólo Clara podía ver, extendiéndose por todas partes. La mujer cambió su plegaria por un cántico monocorde e insistente, a la vez que sus manos se movían por el aire dibujando símbolos que podían disipar la oscuridad. Lucas volvió a insistir para liberarse, y ahora pudo soltar sus pies y arrastrarse hasta la enfermería. Se levantó sosteniéndose de una silla y buscó entre los papeles y aparatos médicos las llaves del botiquín. Recordó que tenía las suyas en el bolsillo del pantalón y, con manos temblorosas, logró al fin sacar una botella de tranquilizante.

En todo ese rato, Clara seguía cantando salmos y moviendo las manos en torno al obnubilado Ulises, encerrando lo oscuro en un denso torbellino. Que la materia de los sueños permaneciera en el reino de los sueños y dejara de molestarlo. Colocó su dedo en la frente de Ulises y una fuerza enorme los derribó a ambos.

Vuelta la calma, Fernando se estaba incorporando junto con Débora, mientras el joven seguía tirado en el piso y Clara había caído de rodillas, agotada. Lucas se acercó con la jeringa en la mano pero preguntándose qué uso podía darle. Entonces contempló el revuelo de cosas que habían terminado en el suelo y la expresión incrédula de sus colegas, y les dijo:

–Y ahora... ¿cómo vamos a explicar este... “poltergeist”?



Místico



Lina miró en torno y notó que la joven que siempre la acompañaba no estaba tampoco en la sala comunitaria, así como había faltado al desayuno. Pasó por el corredor y por la puerta entreabierta de su cuarto comprobó que la cama estaba hecha pero no había nadie allí. Se topó con Teresa y le preguntó.

–¿A Clara? Se la llevó la ambulancia temprano esta mañana –a la hora en que Lina podía dormir mejor, por eso no había escuchado el ruido del motor y el abrir y cerrar de puertas–. No sabía que te preocupaba, siempre pensé que te molestaba que te siguiera a todas partes.

Lina se encogió de hombros:

–Es agradable tener compañía a veces. Además, me dio mucha curiosidad. ¿Acaso tiene algo que ver con Ulises? –preguntó de golpe.

La enfermera la miró asombrada porque se acercaba tanto a la verdad, pero hizo un gesto con la mano y dijo que su doctor lo había solicitado. Lina ya había entrevisto en su expresión que a Clara le había sucedido algo al bajar a ver al joven de las pesadillas.

Al tener que explicar los eventos de la noche a sus colegas, ni con toda su presencia de ánimo pudo Lucas soportar sus miradas incrédulas. Débora no recordaba nada y no podía decir quién la atacó. Fernando tenía una historia diferente, y por su parte, Lucas tampoco quería que culparan a Ulises; sólo por eso contó lo que había visto, sabiendo que resultaba una historia sin pies ni cabeza.

Avakian le palmeó el hombro, mientras lo acompañaba a su auto:

–En estos lugares, no es extraño que uno se confunda y vea cosas, porque estamos muy conectados con la fantasía de los pacientes. Pero, Massei, tú sabes que ni Clara tiene poderes para exorcizar ni hay nada en Ulises, ningún poder maligno. La fuerza que mostró se explica por su estado psicótico. Así como él tiene estas alucinaciones, tú también sufriste la falta de sueño ¿No estabas medio dormido cuando fuiste a ver qué pasaba? No te entreveres, porque aunque ni yo ni los otros de aquí te juzgamos, puedes echar a perder tu carrera con esta clase de ensueños.

Aunque Massei y Avakian se sintieran orgullosos de la reserva que mantenían en Santa Rita, algunos diarios poco respetables sacaron al día siguiente una nota sobre lo ocurrido. En uno aparecía una historia de posesión y confusas maquinaciones en una clínica embrujada. Cuando Valeria se lo mostró a Lucas, este agradeció que ese diario no lo comprara nadie sensato; pero igual solicitó a Dexler que hablara con el editor y parara esa sarta de rumores que sólo podían poner mal a los familiares de los pacientes si llegaba a sus oídos.

Pero no sólo los idiotas compran revistas de fenómenos paranormales, como creía Lucas; en ese momento, la mesa de una habitación de un antiguo hotel en el centro de la ciudad, estaba cubierta de todo el material del ramo y toda la prensa amarillista que se hacía eco de esos fenómenos, además de los diarios y revistas más prestigiosos. Un hombre de unos cuarenta y cinco a cincuenta años, pelo entrecano, atlético, y un rostro anguloso con profundas líneas marcadas en la piel bronceada, vestido de traje y sentado a la mesa con una bandeja de café al lado, pasaba rápidamente las hojas de un diario. Lo dejó, exasperado, y tomó una revista. Dobló la punta de varias hojas para revisarlas más tarde y pasó a un semanario. Se detuvo donde aparecía la nota de dos columnas y media página sobre los ataques misteriosos en Santa Rita y lo cotejó con el párrafo que había leído en otro medio.

A pesar del silencio que mantenía, sólo acompañado del susurro de las hojas, no estaba solo en el cuarto. En la cama a sus espaldas, una mujer joven, pelirroja, envuelta en una sábana, con la cabeza apoyada en una mano y expresión aburrida, lo miraba trabajar tan concentrado. Al final se decidió a hablar:

–¿En serio esperas encontrar algo en toda esa basura? –preguntó con voz decepcionada.

El hombre se interrumpió para darse vuelta y contestarle, con una sonrisa complaciente, como un maestro que da cátedra:

–Aunque no reflejen hechos ni verdaderas declaraciones, porque los editores saben como embellecer una historia para hacerla fascinante y fantástica para el que no sabe nada de lo sobrenatural, te asombraría la cantidad de verdades ocultas entre estas fabricaciones sinsentido. Además, Deirdre, todos los humanos tenemos un instinto para lo sobrenatural, aunque no lo usemos en esta época moderna, y cuando la gente empieza un rumor, aunque vayan por el camino equivocado, están señalando que algo sucede.

Deirdre sonrió, encantada con su explicación y su indefinible acento extranjero, y saltó de la cama para ir al baño. Él no le prestó atención cuando pasó desnuda por su lado. También dejó la puerta abierta mientras se duchaba, de forma que él podía escuchar como sonido de fondo la lluvia y la mujer tarareando, mientras se concentraba de nuevo en su lectura. Para cuando Deirdre estuvo lista, vestida, maquillada y peinada, él finalizó su tarea y anotó varios nombres y números en una libreta de tapa roja, que guardó en el bolsillo interior del saco. Se levantó y la acompañó hasta la puerta.

–Adiós, Roy –saludó, del otro lado del umbral–. Cuando necesites algo más, llámame al celu.

El hombre le besó la mano con galantería.

–No lo dudes.

Apenas se cerró la puerta enrejada del ascensor, el hombre volvió al cuarto y se preparó rápidamente para salir, tomando un sobretodo, la agenda de cuero, los lentes y las llaves. Salió volando del cuarto y bajó las escaleras de tres en tres.

El recepcionista detuvo su impulso al llamarlo del otro lado del vestíbulo. Atravesó la sala en penumbras, llena de silloncitos forrados en terciopelo y mesitas de bronce.

–Señor Vignac –recitó el funcionario con voz monótona, y extendió su brazo recto, entregándole una tarjeta–. Tiene un mensaje.

Vignac dio vuelta la tarjeta blanca y vio escrito una hora, las cuatro y media, y un nombre, Jonás Massei. Luego de un momento recordó al propietario de este título, y sonrió, pues sólo a él se le ocurriría llamar a un amigo recién llegado a la ciudad, de madrugada. La última vez que lo vio, en Malasia, habían quedado de verse si alguna vez pasaba por su ciudad, por eso, antes de salir de Barcelona, la secretaria de Vignac le había avisado de su viaje.

Llamó al número desde la recepción, y Jonás Massei contestó con voz pastosa. Estaba durmiendo en su oficina, después de pasar una noche agitada y de tener una junta financiera en la mañana temprano, pero se alegró de saludar a su peculiar amigo.

Liliana Dexler estaba trabajando en su oficina, un pequeño espacio anexo a la administración, comprobando entradas y salidas mientras Cristian le pasaba facturas y luego las iba archivando.

–Eres el secretario más eficiente que conozco, Miura –le dijo al finalizar, mientras iba recogiendo su bolso y chaqueta.

Cristian le agradeció tímidamente y la siguió afuera, caminando derecho y tieso como un mayordomo inglés.

–Ahora quiero hablar con el doctor Massei, por favor –le pidió.

Cristian se puso más tenso que antes, pero Liliana no era una observadora del comportamiento de la gente y no notó nada raro, sólo que él tardó más de los dos segundos habituales en levantar el tubo.

Lucas apareció por la puerta de rejas con una expresión animada y se inclinó para darle un beso en el cachete. Liliana lo miró, con un dejo de cariño maternal, y le comunicó que luego de hablar con los dos editores con mucha firmeza, había logrado que dejaran de molestarlos.

–¡Ah, sí! Bueno, de todas formas no son muy creíbles –replicó Lucas sonriente, luego de una pausa–. Después de todo, no es para tanto.

Liliana alzó una ceja y dijo:

–Si te conozco algo, Lucas, y digamos que te conozco desde los quince años, diría que detrás de esa máscara de despreocupación te estás muriendo de la rabia por lo que publicaron.

Lucas asintió, sorprendido en su mentira.

–Tienes razón; no me gusta que hablen mal de Santa Rita. Pero ya que tú te encargaste, estoy seguro de que todo va a salir bien.

–Bueno – Liliana sonrió por primera vez, caminando hacia la salida–. ¿Te veo hoy de noche? Tengo que pasarte algunos papeles, ¿recuerdas?

–¿Ah, sí? Lo siento, lo había olvidado y quedé de ir a cenar con mi primo, no sé, quiere presentarme a alguien. Ya sabes...

Liliana frunció el ceño, con disgusto; el joven Massei no era santo de su devoción, aunque igual tenía que soportarlo de vez en cuando porque también trabajaba como contadora en su firma.

Mientras ellos charlaban, Cristian se había quedado extático, los ojos fijos en las fichas que estaba mirando en su computadora, escuchando sin querer su conversación. Desde hacía algún tiempo, se le estaba ocurriendo que el doctor Massei tenía una suerte increíble con las mujeres, todas se le pegaban como moscas a la miel. Desde las enfermeras, mujeres casadas y odiosas, y la severa contadora Dexler, hasta las hermosas Valeria y Julia. Se preguntó qué le veían. Era alto y tenía buena fisonomía, pero más bien corriente, común. Era casi tan reservado como él, aunque sonreía mucho más. Absorto en la pantalla, pensó que debía intentarlo un poquito tal vez.

Lucas llegó a tiempo de atrapar un par de pantorrillas que salían del pantalón pescador negro que iba subiendo con agilidad la escalera.

–¡Alto ahí! –la orden inesperada la detuvo, y antes de que pudiera replicar Lucas llegó a tomarla del brazo y la retuvo–. Me parece que está faltando a su sesión con Fernando.

–Seguramente él se ha olvidado, ¿por qué lo recuerda Ud.? –dijo ella con descaro.

–Está bien por mí, pero en su lugar acompáñeme, Carolina.

Massei la arrastró consigo hasta la recepción, donde Cristian parecía seguir en la misma postura en que lo había dejado una hora antes.

–Ahora –dijo Lucas, colocándola frente a la mesa de la administración–. Termine de llenar sus datos en la ficha, por favor.

Lina lo miró como si se hubiera vuelto loco, pero Cristian respondió a su pedido sin cambiar de expresión, entregándole a él la carpeta y una lapicera a ella. Luego se quedó mirando al par, que parecían jugar al serio, hasta que Lina sonrió y tomó los papeles de mano de Lucas, encogiéndose de hombros:

–¿Qué quiere que invente? A ver... Familiar a contactar... –leyó con tono irónico–. Están todos muertos, así que le resultará imposible contactarlos. ¿Cónyuge? Ninguno que responda por mí.

–Bueno, debe tener un compañero de trabajo, una amiga, una compañera de escuela –repuso él, exasperado, mientras el secretario seguía observándolos con interés científico–... una víctima.

Lina lanzó una carcajada y escribió algo en la hoja.

–Mi representante –explicó, agregando con seriedad–. Pero no lo llame.

Luego se volvió y fulminó con la mirada a Cristian, porque la venía observando con insistencia, y captó un brillo en esos ojos; lo único que parecía vivo en su rostro seco y cuerpo rígido de cadáver. En el acto, el secretario apartó la mirada.

–Gracias, Miura –dijo Lucas, y devolviéndola al salón, la dejó en manos de Tasse, que en ese momento estaba charlando con otra paciente, cómodamente sentado en un sillón, olvidado de que existía tal cosa como una hora de terapia.

Vignac había pasado el día con peores compañías que la pelirroja de la noche anterior, dedicando toda la mañana a investigar en la biblioteca nacional, el mediodía al registro civil y la tarde la pasó con un conocido que decía poder suministrarle buena información sobre fenómenos raros. Por desgracia, vivía en una casucha de lata en medio de uno de los peores barrios marginales de la ciudad, y con su poca apropiada elegancia, Vignac no se salvó de pagar un tributo a los rateros de la zona. Volvió al hotel desalentado, porque había perdido el rastro que venía siguiendo desde España. Lo único que se le ocurría era investigar el supuesto poltergeist de la clínica Santa Rita.

Con un recambio de traje, pañuelo de seda en el bolsillo y todo, descendió de un taxi frente al exclusivo restaurant thai que le había indicado Jonás. En la recepción, recargada con una confusión oriental, la estilizada maitre le señaló el reservado donde Massei ya lo estaba esperando con su segunda botella de sake entibiándose en una marmita. Jonás Massei, dueño de unos ojos verdes que resaltaban en su rostro prematuramente marcado de líneas, se levantó de prisa para saludarlo con un ligero abrazo.

–Qué gusto verte de nuevo, Vignac –exclamó, gesticulando con exageración.

El otro se sentó y observó, mientras un mozo arreglaba la mesa, que el contraste entre su traje clásico, elegante, y la camisa y pantalón de lino blanco de Massei, ponía en dudas que pudieran ser amigos. En realidad se habían conocido cuando el joven hacía un estrepitoso viaje por Malasia, en busca de drogas y sexo exótico. Entraron en conversación una tarde, por aburrimiento, en el bar del hotel. A pesar de la diferencia de pensamiento entre un erudito, bibliófilo y cazador de ilusiones, y un dinámico, práctico hombre de negocios, compartían algunas cosas, como el gusto por los manjares raros y un cierto pesimismo respecto a la raza humana.

–Ahí viene mi primo –anunció Massei cuando ya se habían puesto al día en lo superficial–. Lo invité para que la mesa estuviera balanceada. Él es un tipo estudioso e inteligente, así tienes alguien que te escuche y entienda algo de lo que dices –bromeó.

Lucas se sorprendió al ver el hombre que acompañaba a su primo, porque había pensado que se trataba de una de sus bromas, o que quería presentarle a una de la mujeres extrañas con las que siempre andaba. El otro lo examinó de arriba abajo en el segundo que Jonás les dio de preparación, apuntando que se trataba de un joven formal, de buena apariencia y aire de mundo pero modesto, y además había una cualidad luminosa en su rostro, en su mirada franca, atrayente, confiable.

–El doctor Lucas Massei, psiquiatra... Mi buen amigo, eh... Vignac –los presentó Jonás al tiempo que se daban la mano–. Sí, sólo Vignac, como Madonna.

Vignac observó que la mano del doctor era huesuda, blanca y suave, la mano de un hombre que no ha tenido que hacer nada duro en su vida. Ambos se sentaron y comenzaron a charlar, la suspicacia totalmente desvanecida del rostro de Lucas, aunque en el fondo de su mente seguía preguntándose por qué la mano de un especialista en literatura medieval, tal como le había adelantado su primo, parecía haber estado cavando la tierra. Por su parte, Vignac se mantuvo un poco en reserva, incapaz de ser totalmente abierto en presencia de Lucas como podía serlo con su impúdico primo.

–Vignac va a dar unas conferencias en esas salas horribles... ¿recuerdas, primo, cuando la abuela nos obligaba a acompañarla a sus lecturas? Puaj... –comentó Jonás, aprovechando para brindar por no tener que volver a ese lugar.

–¿Ah sí? –se interesó Lucas, dirigiéndose a Vignac, que estaba enzarzado con unas mollejas al champagne, producto de la aberración cultural del restaurant–. ¿Sobre qué temas?

–Ah, la transmisión de textos alquímicos, es un asunto bastante árido –Vignac sacudió el tenedor, pero en un segundo pensamiento, comenzó a explicarse, utilizando el tono que encantaba a su audiencia.

–La verdad no tengo idea de qué estaba hablando, pero si lo explica de esa forma es cautivante –afirmó Lucas, a lo que su primo rió a carcajadas, asintiendo.

–Y Ud. es psiquiatra... Es curioso, porque hoy mismo me estaban comentando de una clínica en la localidad de Santa... –Vignac hizo como que no se acordaba del nombre y Lucas se tensó de repente, atragantándose con su comida–... Rita, sí, me estaban diciendo que es un excelente ejemplo de psiquiatría vanguardista.

Lucas suspiró visiblemente, y asintió complacido.

–Sí, justamente yo trabajo en esa clínica.

De inmediato, Vignac cambió de actitud y trató de hacerse lo más agradable posible, aunque a esa altura de la cena, ninguno de los otros dos notó su viraje. Al terminar, intercambiaron tarjetas con el doctor Massei como si fueran los mejores amigos del mundo. Lucas prometió ir a alguna de sus charlas, si tenía tiempo, alegando que saber un poco de literatura medieval podía ayudar a entender los complejos de algunos de sus pacientes, y Vignac ardía porque lo invitara a visitar la clínica. No lo hizo, pero no perdía la esperanza. Podía caer por allí cualquier día, se dijo mientras se despedía de los dos jóvenes en la calle.



Sangre



Julia Stabiro era una joven linda, esforzada en su trabajo, que siempre trataba de agradar a todos. Este era el primer puesto de responsabilidad que obtenía luego de graduarse, y la gente de la clínica le encantaba. Más que nadie le gustaba el doctor Massei, y todos lo sabían, aunque ella seguía haciéndose la tonta y pensando cómo hacer que él se fijara en ella.

Lina la intimidaba, no por lo que decía en su historia clínica, ni por su conducta, sino por algo en la seguridad con que caminaba, se sentaba y llevaba a cabo el más mínimo gesto, que junto con su belleza, la anonadaba. Igual se esforzó por realizar la entrevista como lo hacía con los demás pacientes, anotando las respuestas de seguimiento.

–Entonces ¿no hay nada que podamos hacer para que te sientas mejor, digo, hay algo que no te guste? –preguntó al final, levantando los ojos de la libreta donde trataba de escudarse.

–No, gracias –replicó la otra mujer, que estaba sentada tranquilamente de brazos cruzados, del otro lado del escritorio, y añadió con aire distraído–. No tengo una comida favorita y todo está bien... sólo que me siento un poco fatigada, desganada, pero no creo que sea por los alimentos que me dan.

–Eso me preocupa –murmuró la nutricionista, anotándose que debía hablarlo con el doctor.

Como el enfermero no había vuelto, la misma Julia la acompañó por el corredor de los consultorios hasta la puerta que separaba la zona de los internos y que sólo se podía abrir con desde afuera. Extrañada, vio que habían dejado la llave sobre el mostrador de vigilancia y, frunciendo el ceño con preocupación, abrió la reja para que pasara.

–Espera –Lina se detuvo, como olfateando algo en el aire.

Julia iba a decirle que no le hiciera perder el tiempo, pero se contuvo, y en cambio preguntó:

–¿Qué te pasa?

En lugar de contestar, Lina pasó junto a ella y caminó unos pasos hasta colocarse detrás del mostrador, desde el cual se podía vigilar el pasillo por medio de cámaras. Julia miró con curiosidad la pantalla dividida en cuatro, pero Lina le llamó la atención:

–¿No es raro? ¿No hay siempre un auxiliar en este lugar?

De pronto, Lina se encorvó, crispada, y Julia corrió a sujetarla. Respiraba agitadamente, pero pudo avanzar unos pasos mientras Julia pedía ayuda gritando al pasillo. Lina se recuperó y siguió avanzando por un pasillo perpendicular, que parecía dar a una salida posterior del edificio. Se detuvo frente a la puerta de un depósito y giró la manija, que no tenía traba.

La puerta se abrió de par en par, Julia gritó y Lina retrocedió un paso, sobresaltada, al tiempo que un cuerpo se desplomaba del armario junto con un par de escobas que sonaron como un disparo en el piso de cerámica. La túnica celeste ensangrentada y la cabeza de perfil les permitieron reconocer a Nicolás, el vigilante que debía estar en la entrada. Luego de un segundo de estupor, Julia comenzó a gritar de nuevo, y poco después aparecieron la psiquiatra Llorente, Jano, y Cristian. Vieron a Julia sosteniéndose del hombro de Lina, que seguía inmóvil con una mano sobre la boca con gesto de asombro. Estaban paradas junto a un muerto.

La nutricionista contó lo sucedido entre sollozos, a los demás que parecían espantados.

Lina logró despegar los ojos del cuerpo ensangrentado y notó, a pesar de tener la mirada turbia y la mente confusa, que Jano sacudía la cabeza negativamente y Cristian hacía un gesto furtivo como si quisiera consolar a Julia, pero se arrepintió. En eso llegó el enfermero Carlos Spitta, quien tras una maldición inicial comenzó a tomar cartas en el asunto. Tan pronto como alguien se ofreció a dejarla pasar, Lina se fue corriendo hacia su habitación, y allí se puso a caminar de un lado a otro.

Nadie entendía cómo había sucedido esto. Llorente revisó el cuerpo y percibió que lo habían asesinado muy poco tiempo antes de encontrarlo, mientras Julia estaba en consulta, o sea que con Lina, fueron las últimas en verlo con vida, excepto claro, el asesino. Pero aunque del otro lado de la reja había una docena de sospechosos, ¿cómo podían haberlo matado, cerrar la puerta y dejar la llave del otro lado?

Mientras la policía llegaba y comenzaba a adueñarse del lugar, Lina seguía arriba tratando de calmarse con un ir y venir constante, que ni siquiera paró para escuchar a la psicóloga que vino a tratar de hablarle ni al enfermero que le trajo un tranquilizante. Lo tragó sin mentiras y asintió a todo, mientras rogaba en su mente porque la policía no atrayera a los medios, y que no la llamaran para un interrogatorio. Cómo se le había ocurrido, se regañó; debía haber dejado el cuerpo para que se pudriera en ese armario. Abrió la cortina del todo y la luz del sol inundó la habitación. Se sentó junto a la ventana y apoyó la cabeza en el marco, meditando que tal vez se libraría de las preguntas porque era una demente, una loca internada.

–¿Cómo puede ser que nos pase esto? –repitió por enésima vez Lucas, que se había venido volando de su otro trabajo en el hospital, y se estaba tomando un whisky con Aníbal, quien como responsable de Santa Rita, había tenido que atender a las autoridades–. Ahora estamos invadidos por esos policías necios y encima, parece que todos somos sospechosos.

Un día enloquecía un paciente, generaba una gran confusión, y terminaban dos en el CTI. Día por medio, un asesino andaba suelto por la clínica.

Carlos entró, acompañando a un oficial. Lo primero que hizo la policía fue pedir las cintas de video, pero se encontraron con que los aparatos estaban todos quemados, fundidos.

–Y no es de hoy, ¿hace cuánto los revisaron? –preguntó el oficial en un tono acusatorio.

–Oiga, aquí tenemos todo en regla... Hasta donde sabemos las cámaras debían funcionar a la perfección –soltó Avakian, entrando en calor.

–Es por lo del miércoles pasado –murmuró Carlos, que había escuchado el relato del doctor Massei de lo sucedido y podía creer en fantasmas sin vergüenza.

–¡No sea idiota, Spitta! –exclamó el doctor, crispado.

Dos horas después, la prensa se había estacionado en la entrada y la policía no había levantado el cuerpo. A la tarde, se podía conocer vida y obra de Nicolás Ferreti por televisión, que era homosexual, que había estudiado dos años en tal lado, dónde vivía y qué hacía, y la policía seguía entrevistando a los que hallaron el cuerpo, exceptuando a Lina.

Lucas la encontró en su cuarto, reclinada aún contra la ventana. Había venido para alejarse del tumulto de abajo y para decirle personalmente que la iban a proteger, que no podían interrogarla si no quería y sólo en su compañía. Parecía dormida, sentada en un taburete con la cabeza apoyada en un brazo y los ojos cerrados. Se acercó casi sin hacer ruido, pero al inclinarse junto a ella notó que estaba despierta pero inmóvil. ¿Catatónica? Le tocó el hombro y ella se derrumbó sobre sus brazos.

Enseguida volvió a abrir los ojos, despejada apenas la cambió de lugar, sacándola de la luz y sentándola en su cama.

–¿Carolina? ¿Está bien? ¿Cómo se siente?

Lina movió la cabeza, refrescada de golpe.

–Estoy bien –protestó, rechazando su mano, que trataba de tomarle el pulso en el cuello, y en cambio le tomó la muñeca–. ¿Qué desea?

–¿Está en condiciones de responder algunas preguntas a la policía?

En el acto ella se levantó, como si nada, y lo esperó en la puerta. Bajaron la escalera, Lucas cuidando que no tropezara, aunque tenía poca paciencia para aguantar su desprecio.

–¿Le impresionó lo que pasó? –le preguntó al detenerse en la terraza solitaria, para que tomara aire fresco, pero ante su falta de respuesta, agregó–. ¿Sabe qué? A mí me parece que debería dejar esa actitud arrogante y distante que mantiene conmigo o con los demás médicos. No se comporta como una paciente. Es más, no creo que deba estar aquí. Si no nos necesita, ¿por qué no se va? Le firmo el alta cuando quiera...

Lina, de espaldas a él, no dijo nada, pero estaba temblando tanto que él pensó que se pondría a llorar por desahogo. Sin embargo, no estaba conmovida sino enojada. Mediante un gran esfuerzo, ella controló su cuerpo, se dio vuelta y él pudo comprobar que no se había quebrado ni pensaba ceder. Sus ojos parecían arder como carbones.

–Puede decir eso, porque no me considero su paciente. Ud. nunca me atendió como los demás, ni estaba cuando yo llegué –le dijo con voz firme pero con un tono más bajo del normal, tragó en seco y susurró con vehemencia–. Al menos, puede dejarme en paz...

Sin contestarle, Lucas la tomó del brazo y la guió hasta el oficial que estaba esperando en el consultorio del que recién salía Cristian.



Amok



El recinto olía a humedad y un penetrante orín de gato, aunque por ningún rincón, entre las montañas de papeles y revistas que se amontonaban arriba y debajo de las mesas, sillas y sillones, se veía al causante.

–Es porque la dueña anterior tenía una pareja de siameses –explicó su informante del rancho de lata, al ver que Vignac fruncía la nariz repetidas veces, mientras se movía incómodo en la silla de cármica.

–¿Hace cuánto que te mudaste? –inquirió, ojeando las telarañas del techo y la mesada de la pileta oxidada, junto a un par de computadoras muy actualizadas.

–Como un año –dijo el otro, ajustándose los lentes reparados con cinta adhesiva, mientras la impresora láser zumbaba y escupía hojas a toda velocidad.

–¿Estos ranchos se venden o qué?

–Hombre, estamos en un asentamiento, no es como que haya ido con un escribano y eso –el otro lo miró sonriente–, pero la vieja me lo vendió con todo por cuatrocientos dólares. La vista al basural no es linda, pero lo bueno es que nadie se animaría a venir a buscarme aquí.

Vignac se preguntó cómo cuidaría su costoso equipo de los vecinos envidiosos, pero la escopeta detrás de la puerta respondía por sí sola. Además, este hombre no salía nunca de su cuchitril. Tomó las hojas y las examinó.

–Eso es todo lo que se puede encontrar sobre la clínica, publicidad, impuestos, permisos, datos de los funcionarios, inspecciones... Pero no hay nada turbio. Ahí tienes una lista de los contribuyentes de la Fundación Crisol.

Vignac encontró la hoja impresa llena de nombres. Al moverse vio el televisor, que estaba en pausa, y la noticia del asesinato en Santa Rita llenaba la pantalla. Señales. Podía significar algo o tal vez perdería el tiempo investigando un lugar que no tenía la menor importancia. Pagó a su colaborador y salió. El sol brillaba rojizo arriba de una línea de casitas achatadas y el humo salía interminable de un contenedor de basura.

Jano se apoyaba en su escoba al contemplar a los periodistas que, cámara al hombro, habían colmado su pacífico patio y trataban de entrevistar a Aníbal Avakian. El guardia de seguridad miraba azorado, parado afuera de su caseta, y ya no intentaba parar a nadie. El cuidador vio que el secretario pasaba por su lado y lo saludó:

–Todavía sigue aquí... –comentó, como si le molestara.

Cristian se volvió. Tenía los tres primeros botones de la camisa desprendidos y el pelo revuelto, pegajoso, como si hubiera corrido. El viejo lo miró con suspicacia y el joven se alisó el cabello, respirando hondo.

–Sí, me retuvieron todo el día –se quejó, tratando de arreglarse el traje ajado por el uso, y al final se quitó el saco, acalorado–. Aunque ni siquiera fui el que encontró el cuerpo. Creo que la licenciada Stabiro y el otro enfermero, siguen adentro todavía. No sé por qué la policía nos trata como criminales, es obvio que en un manicomio puede pasar cualquier cosa...

–Si el doctor le escucha esa palabra... –comenzó Jano, pero ya el joven se había retirado sin decir adiós, saliendo hacia el estacionamiento.

Poco a poco la clínica iba recuperando su funcionamiento normal, muchos pacientes ni siquiera sabían que algo había sucedido. Ya se iban a enterar con los chismes del día siguiente. La psiquiatra, Julia, Carlos y Lina seguían sentados en un cuarto, al que cada rato un policía venía y les pedía algún detalle específico. Luego de Miura se pudo marchar Spitta, y la doctora adujo que necesitaba hacer su trabajo, así que por último quedaron solas las dos jóvenes. Julia estaba nerviosa y se apretaba la cabeza tratando de dominar una migraña que la estaba matando. Lina seguía sentada con las manos en el regazo y los ojos clavados en el piso.

–¿Qué sucedió con él? –preguntó de repente, a lo que Julia alzó la cabeza, sorprendida, fijando sus ojos rojos en la joven, que hasta ese momento parecía ausente.

–¿Qué quieres decir? –replicó de mal humor, y a su pesar, se sonrojó–. ¿Qué te importa?

–Disculpa –musitó Lina, y justo la enfermera de guardia vino a buscarla.

Poco tiempo antes, había visto que el secretario, que todo el tiempo había estado calculando algo en su mente aunque podía aparentar aburrimiento, aprovechando que estaban cerca le murmuró unas palabras a Julia, a las que ella respondió con una expresión de asombro poco halagadora, si Cristian le había hecho una propuesta como Lina imaginaba. Después, él permaneció helado en su sitio y Julia no se animó a contestarle, y al final había salido airado de la habitación.

Mientras tanto, Lucas había estado escudriñando el sistema de vigilancia y aunque no sabía nada, tomó nota de todo y escuchó con interés al técnico, que dijo que nunca había visto nada igual. En la tormentas se quemaban equipos, pero no toda una red. Además, encontraron muchos cables derretidos. La onda de lo que fuera que atacó o salió de Ulises, podía haber quemado el sistema y borrado las cintas, y la prueba estaba en que había más cables quemados alrededor de su cuarto.

Cansado, y para huir de la gente, salió al patio de atrás, un pequeño rectángulo afuera del lavadero ocupado solamente por la basura. Pero al menos veía el cielo del crepúsculo por encima del muro blanco. Arriba de su cabeza escuchó voces. A un lado había un galpón y el techo de este daba al primer piso. Volvió a entrar y subió rápidamente la escalera de servicio.

En la terraza encontró a Lina con el psicoanalista, quien estaba disertando con gran animación mientras se preparaba una pipa a contra del viento.

–¡Fernando! –exclamó Lucas, que había entrado con sus llaves por una puerta medio escondida tras un potus–. ¿Ahora vives aquí?

–¿Eh? No... ¿No sabes que vivo en... –tartamudeó Tasse, hasta que se dio cuenta de que estaba bromeando. Se paró en seco y tiró el tabaco en el suelo, boquiabierto–. Mejor llamo a mi esposa, que era lo que iba a hacer antes de ponerme a conversar con...

Lo vieron desaparecer por la puerta de vidrio, y después siguieron en silencio.

–Lo siento –dijo él al final, mirando distraídamente el cielo–, en estos días no ha tenido paz en este lugar.

–No es su culpa, doctor –repuso ella con tono cortante, y esperó un minuto antes de preguntar–. ¿Es amigo íntimo de la nutricionista?

Lucas tardó en reaccionar, asombrado por la pregunta. ¿Qué la llevaba a querer averiguar eso? ¿Julia? ¿Celos? ¿Tenía algún interés en él? Tomando su expresión como un no, ella comentó:

–Entonces es ella la que corre peligro. Debe cuidarla, Massei. Ahora.

–¿Por qué? ¿De qué? –exclamó él, atajándola en la escalera–. ¿De quién?

Lina suspiró. No podía explicarle, no podía definirlo en términos que él entendiera, o aceptara. Él era honesto, directo, tal como le había demostrado poco antes; por eso le advertía, a otro no le hubiera dicho nada, dejaría que el destino siguiera su curso y hablaran los acontecimientos. Lo pensó dos veces, porque decir algo implicaba ponerse en evidencia, podía pasar a ser sospechosa si al final no ocurría nada. Lucas se impacientó, mientras ella parecía reflexionar.

–Está bien... –suspiró–. Del secretario, Cristian.

–¿Miura? –repitió él horrorizado, por una parte porque no podía creer que ese joven intachable pudiera hacerle daño a Julia, y por otra porque podía creerle a una mujer perturbada.

Lina corrió a su cuarto, sofocada, un miedo súbito a quedar en manos de otro. ¿Desde cuándo podía confiar en alguien que la misma tarde la había afrontado?

Por su parte, Lucas corrió a su consultorio en busca de su chaqueta y llaves, pero en la puerta se detuvo, y su rostro se distendió en una sonrisa irónica. No le iba a hacer caso.

Furioso con los periodistas, Aníbal pasó por el pasillo junto a Lucas, que se había quedado clavado, con la mano en el pasador de la puerta.

–¿Ya se fue Julia? –le preguntó, a lo que el otro doctor se alzó de hombros sin detenerse.

Massei corrió al salón donde la había tenido la policía. La luz estaba encendida pero no había nadie adentro. Siguió hasta la recepción, ocupada por el comisario; no se le ocurrió comunicarle su sospecha o pedirle consejo. Salió al patio y allí hizo una pausa, respirando hondo antes de notar que no estaba solo. Se dio vuelta, ilusionado.

–Doctor... –empezó a decir Jano, pero el otro le puso una mano en el brazo y exclamó:

–¿Viste a Julia? ¿A la licenciada Stabiro?

–Recién se fue, todavía debe estar por ahí en el estacionamiento... No es fácil arrancar con...

–¿Y al secretario?

–Sí, hablé con él –asintió el viejo, mirándolo con interés–. Qué tipo más raro ¿no? Nunca me mira siquiera pero hace un rato se puso a hablar y después se fue sin saludar. Parecía enojado…

Alertado sin saber por qué, Lucas lo dejó hablando solo y corrió hacia la puerta doble, que permanecía abierta porque ese día había mucho ir y venir. Afuera estaba oscuro. Las luces del camino ya se habían encendido pero estaban lejos del muro, en altas columnas. La fila de autos se hallaba en sombras, aunque podía distinguirlos por su forma, y la vereda tenía unos faroles enterrados que lo salvaron de tropezar. Caminó hasta el final y se dio cuenta de que el Twingo ya se había marchado. En conclusión, era un tonto y ¿qué había esperado encontrar?

Volvía hacia la entrada, cabizbajo, cuando notó que a unos cien metros había un auto pequeño parado en el camino, que un momento antes había creído que pertenecía a algún periodista o policía que se estaba marchando. Se frenó, el corazón empezando a acelerarse al tiempo que comprobaba que los faros iluminaban el lugar donde el coche seguía detenido. Avanzó por el camino de tierra. El auto estaba parado sobre la banquina, vacío, las llaves en el encendido. Miró alrededor: un declive bastante pronunciado bordeaba el camino en ese tramo, separándolo del campo de pastos altos. Más allá comenzaban los árboles.

¿Por qué había parado allí y adonde había ido la conductora? Al mirar a la izquierda creyó ver una sombra moverse entre el pastizal y con tardía reacción, su cerebro se percató de algo que debía haber notado enseguida. Cuando recorrió los autos estacionados había pasado junto a un Alfa Romeo viejo, y creía recordar que Cristian manejaba uno. Dio dos pasos para cruzar la calle, y la sombra se movió, pensando que había sido vista. Lucas saltó la banquina y corrió irreflexivamente hacia él. La figura estaba medio inclinada y en lugar de ponerse a la fuga parecía que quería enfrentarlo. Lucas frenó su carrera al notar el bulto blanco a los pies del otro hombre, y este aprovechó su titubeo para lanzarse sobre él, y mientras aferraraba su cuello con una mano, con la otra le golpeó el rostro repetidas veces, como si quisiera borrarle las facciones definitivamente.

Lucas sólo podía gemir y tratar de arrancarse los dedos de hierro que lo estaban ahorcando, pero el ser que tenía enfrente no era el que conocía. La fuerza con que lo golpeó hasta noquearlo, la respiración entrecortada y caliente, saliendo entre sus dientes comprimidos y por sus narinas dilatadas, los ojos inyectados en sangre, no pertenecían al calmado Miura. Luego de que cayó al piso, Lucas perdió el conocimiento por un instante, pero al momento notó que una mano poderosa lo levantaba tirando de su camisa. Lanzó un débil puñetazo contra sus costillas y Miura gruñó, incapaz de articular un pensamiento coherente –sólo pensaba en golpearlo hasta sacarse la rabia que lo estaba quemando por dentro–.

Cuando ya se veía derrotado y muerto, un faro los iluminó al pasar una camioneta por el camino, y el loco se asustó. Soltó a su presa y salió huyendo despavorido de la luz como un animal, lo que Lucas agradeció. Enseguida se despejó su cabeza atontada por los golpes y al arrodillarse para recuperar el aliento escuchó unos sollozos ahogados. Se arrastró por el pasto hasta el bulto formado por Julia envuelta en su abrigo claro, sacudida por un llanto ahogado, arrollada en posición fetal, y tapándose la cara con ambas manos.

–¡Julia! ¿Estás bien? –exclamó Lucas, palpándole el brazo con cuidado, asustado por su emoción descontrolada–. ¿Qué te hizo? ¡Julia!

Como no le hacía caso tuvo que levantarla a la fuerza y sacudirla, para que abriera los ojos y lo reconociera. Preocupado, exclamó, mientras buscaba alguna herida:

–¡Soy yo, Lucas! ¿Estás bien?

Tenía un labio amoratado pero no le vio otra lesión. Al final, ella logró contenerse lo suficiente como para asentir, pero siguió lloriqueando:

–Lo siento... lo siento... vi lo que te estaba haciendo pero... tenía mucho miedo... lo siento mucho...

Lucas la abrazó con fuerza un minuto y la ayudó a levantarse. Él estaba en peores condiciones, pero podían caminar entre los dos y lo mejor era pedir ayuda antes que enfrentarse de nuevo con ese maniático. Jano fue el primero que los vio llegar y puso una cara de asombro que ni siquiera fue superada por su expresión cuando se enteró del nombre del atacante. Corrió solícito hacia ellos, le prestó un brazo a Julia, quien temblaba como una hoja, y en cuanto estuvieron a salvo en el patio iluminado comentó:

–Bah... ahora sí que le dieron una buena paliza.

El comisario y los detectives estuvieron de acuerdo en que se trataba de uno de esos casos en los que no se podía prever cuándo ni por qué una persona enloquecía y decidía empezar a matar. Había pequeños detalles, dijeron, pero que en su momento eran demasiado intrascendentes como para que alguien los notara. La causa podía ser una ofensa, un rechazo, una palabra que para otra persona no significara nada. Pero Lucas sabía que alguien sí había notado las señales y ardía por preguntar cómo lo había hecho.

Al parecer, Miura se había fijado en Julia y ella no se había dado cuenta de su interés hasta que sentado a su lado, le dijo que la quería para él. Trató de desentenderse, pero al marcharse lo encontró en el camino, diciendo que su auto no andaba; se apiadó y le ofreció llevarlo hasta una parada de ómnibus, sin notar su agitación. Después, le pareció que tenía fiebre, porque el hombre temblaba, sudaba, estaba nervioso y no decía nada. De pronto intentó tocarla, y ella paró el auto, sorprendida y disgustada. Sin mediar palabras, él la golpeó en el rostro y se la llevó del coche en brazos. Poco después apareció Lucas. Suponían que la muerte de Nicolás también era su obra.

Si Lucas se hubiera animado a preguntar, se habría sorprendido de la respuesta de Lina. Ella tenía la sensación de que Cristian era peligroso porque su instinto le advertía que había un predador dormido adentro del aburrido oficinista. Lo veía en sus ojos, cuando la miraba se le erizaban los cabellos. Y cuando se cruzaron en la salida del interrogatorio, comprobó que el asesino era él.



Caballero hospitaller



La ambulancia llegó muy temprano y se metió por el portón que Jano sostenía, mirando con curiosidad por debajo de sus cejas tupidas. La enfermera de turno atravesó el pasillo, diligente, evitando pensar en lo que había sucedido el viernes. La puerta de la camioneta se abrió y un enfermero de blanco bajó para ayudar a descender a Ulises. El joven alzó la vista, recorriendo con extrañeza el edificio que tenía casi pegado a sus narices, pero lo metieron adentro antes de que pudiera admirar cabalmente su reluciente aspecto. Mientras la enfermera charlaba animadamente con los de la ambulancia, Spitta vino para conducirlo hasta su habitación:

–¡Carlos! Estoy en Santa Rita –exclamó Ulises con alivio. Se veía más delgado y pálido, una sonrisa iluminando su rostro cenizo–. ¿No me recuerdas?

Spitta ya lo había perdonado por el ataque, eran cosas del oficio, pero se mostraba frío y callado cuando siempre lo había tratado con cariño. El joven lo notó, pues no recordaba nada de lo que había hecho en esos momentos, y le afectó su indiferencia.

Clara también debería regresar ese día a la clínica, según Lina escuchó decir a la doctora Llorente, y se lo preguntó a Teresa cuando iba a desayunar. Después de sermonearla por las ojeras que tenía, le contó lo que había escuchado de los doctores: Clara había tenido una repentina mejoría de sus síntomas, y su familia, que pertenecía a un grupo muy católico, la iba a aceptar de vuelta. Como ya no decía tener otra personalidad, sus padres creían que ya no estaba poseída por el demonio y podía entrar en su casa.

–¿Y Clara quiere vivir con esa gente? –musitó Lina pensativa.

–Es su familia –afirmó Teresa con severidad, y cuando se alejaba agregó–, y al menos no va a tener que estar encerrada acá.

Liliana Dexler y Valeria Fassano, que estaban atareadas en la administración, sobrepasadas por la falta de Miura, se estaban preguntando con fastidio qué novedades les traería esta semana. Pero esta vez no iban a recibir la visita de un fantasma o un maniático, sino de alguien muy interesante. Al menos eso pensó la más joven al ver aparecer por la recepción una cabeza de hombre con ojos atractivos y piel bronceada, sobresaliendo de una impecable camisa blanca. Como si levitara hacia él, Valeria acudió a atenderlo.

Vignac sonrió y esperó que ella hablara.

–¿En qué puedo servirlo? –moduló la joven, arreglándose el cabello sin darse cuenta.

–El doctor Massei, por favor.

Valeria barrió los ojos por el escritorio como si lo buscara allí y alzando de nuevo la mirada, respondió con una sonrisa:

–Llega en unos minutos. ¿Señor...?

Vignac le tendió su tarjeta y le dijo que lo iba a esperar, que se trataba de un asunto personal.

Liliana levantó los ojos por encima de sus lentes, porque aunque seguía sentada en su escritorio, por la puerta abierta presenció el diálogo. El eco de la voz que le llegó le informó que se trataba de un extranjero, y su aspecto tenía algo exótico, fuera por lo extraño de ver un hombre maduro tan bien conservado, elegante, y atlético.

Lucas cruzaba la puerta en ese momento, listo para saludar y seguir de largo, pero se paró en seco al enfrentarse con el amigo de su primo. Había olvidado por completo su existencia. Es más, al otro día de la cena ya se preguntaba por qué había sido tan amigable con ese hombre, que no le caía del todo bien. Vignac le estrechó la mano, observando con atención su rostro magullado. Massei tenía el labio hinchado y un corte en la esquina del ojo izquierdo. Estaba mejor que el viernes, con media cara inflamada por los golpes.

–¡Vaya! ¿Qué le ha pasado?

Massei le hizo un gesto y el otro lo siguió. Se sentaron en su consultorio.

–No quería molestarlo, Massei. No quería llegar en un mal momento. Aunque he estado muy absorbido por mis conferencias en la Universidad, pude enterarme por los del hotel, al preguntarles cómo llegar, que han tenido momentos de preocupación en los últimos días.

–Sí... –Lucas asintió vagamente, apreciando la delicadeza de Vignac. Lo observó con expresión neutral mientras este le pedía revisar sus instalaciones, de ser posible, para una investigación que estaba llevando a cabo–. ¿Desea visitar la clínica? Pensé que su área estaba muy alejada de la medicina...

–Estoy pensando en escribir un libro, una historia sobre las distintas clases de asilos desde la Europa medieval a nuestro tiempo, y esta clínica parece un excelente ejemplo del concepto moderno de la clínica, según me han comentado.

Lucas comenzó a sonrojarse. Iba a ceder, pero en el último momento dijo:

–Bien, en un principio era la idea... pero por la burocracia, hemos terminado en un sistema muy parecido a cualquier otro sanatorio. Mantenemos el ideal, sin embargo. Sr. Vignac, me encantaría complacerlo pero antes necesitaríamos permiso de la directiva.

–Está bien –asintió Vignac, sonriendo para ocultar su decepción–. Supongo que no me puede entrar de contrabando.

Teresa asomó por la puerta y al ver que estaba acompañado, se retiró. Disculpándose, Lucas fue a ver qué necesitaba. Valeria entró con una bandeja y dos cafés. Mientras acomodaba el escritorio para hacer lugar, la joven notó que el hombre la estaba mirando y en su nerviosismo, volcó el azúcar.

–No importa, lo tomo negro –la disculpó Vignac, tomando su mano entre las suyas–. Parece muy nerviosa.

–¿Sí? –preguntó Valeria, y rápidamente agregó, con preocupación–. Sí, claro. Nos cuesta un poco recuperar la calma después de... pasaron cosas raras. No debería decir esto.

Vignac la soltó y sacó una cadenita que llevaba en el bolsillo del pantalón. La desenrolló ante sus ojos y la joven miró extasiada el brillante dije de cuarzo.

–Esta piedra la usaban las antiguas hechiceras. Percibe si hay malas vibraciones y la puede proteger –explicó Vignac, dejando que la cadena de oro se balanceara entre sus dedos, y luego de un minuto en que ella la estuvo contemplando fijamente, le aseguró–. No se preocupe, ahora no hay peligro. Tómela.

–¿Qué? ¿Puedo quedármela? –tartamudeó Valeria, sosteniendo la cadenita sin animarse a aceptarla.

–Sí, por favor, no me haga insistir –agregó él en voz baja, sintiendo los pasos de Massei.

La joven salió sonriente. Una vez solo, Vignac giró el anillo que llevaba en el dedo mayor izquierdo y miró el trozo ovalado de piedra color azabache, jaspeado como un ojo de gato. Lo del cuarzo sólo podían creerlo los tontos del new age, esta era la verdadera piedra de hechicería. En presencia de cierta energía, las vetas doradas refulgían dentro de la piedra.

–Lo siento –Lucas interrumpió sus pensamientos, al entrar–. ¿Le parece bien la semana que viene? No sé si piensa quedarse tanto en la ciudad, pero acabo de consultar con el director y me ha pedido que deje pasar una semana. No queremos que los internos se alboroten, ya han tenido muchas emociones.

Vignac aceptó. Estaba parado sobre un centro de gran poder y valía la pena indagar más. Mientras, aprovecharía la semana para concentrarse en lo que había venido a buscar. Además, al pasar por la recepción y saludar a la secretaria, se dio cuenta de que había otras formas de investigar la clínica.

Al mediodía se reunió la junta médica en el consultorio de Avakian, y Lucas se fijó que en el orden del día debían revaluar el caso de Carolina Chabaneix, pasado un mes de su ingreso. Ojeó las notas que le había dejado su suplente, pero parecía referirse a otra persona, no a la Lina que él conocía. Silvia Llorente estaba diciendo que la evolución de su depresión era muy buena, y no se había observado que fuera un peligro para sí misma u otros. Aníbal se enfrascó en una discusión por su fatiga con Fernando, uno argumentaba que no tenía ninguna enfermedad, que eran ideas de ella, y el otro que no se trataba de algo psicológico y debería tener más cuidado al examinar a los pacientes. El terapeuta ocupacional se quejó de que las enfermeras debían alentar a la paciente a que participara porque permanecía apartada de los demás, y Aníbal terminó cuestionando el diagnóstico de Silvia.

–Bueno, que el doctor Massei, que no la entrevistó pero la ha visto todos estos días, nos de su opinión objetiva –intervino la psiquiatra.

Lucas alzó la cabeza sorprendido cuando percibió que todos esperaban su respuesta. Sonrió, tranquilo, mientras repasaba a toda velocidad en su cabeza qué podía sugerir.

–Creo que todos están de acuerdo en que su salud mental es excelente –declaró, y agregó en voz baja–, a pesar de su delirio.

Aníbal se rascó la cabeza y Llorente hundió la nariz en sus apuntes, mientras Fernando le clavaba una mirada pasmosa que Lucas sostuvo con tranquilidad. Los dos psicólogos cuchichearon entre ellos.

–Has dado en el punto –murmuró Tasse, mesándose la cara–. Lina es prudente, nunca habla de aquello que la puede calificar de loca.

–Es encantadora y te hace olvidar que es una paciente, te hace creer que está perfectamente cuerda –concordó Aníbal, levantándose de su asiento, caminó hasta Lucas–. Pero por eso vino aquí, para que la ayudemos con sus ideas equivocadas. Yo, con el permiso de Silvia, sugiero que Massei que parece tener la cabeza clara, se encargue de su caso desde ahora, y trate de adivinar qué hace surgir esa parte de su personalidad que no nos quiere mostrar.

Lucas protestó, porque eso no le iba a gustar a Lina. Además, parecía que lo estaban enviando en una misión secreta.

Al rato, Lina estaba sentada a lo indio en un sillón del salón comunal, perdida en sus pensamientos mientras a su alrededor los otros charlaban, o caminaban, y uno pasaba corriendo. La profesora de tai chi venía reclutando gente para practicar afuera, pero ella declinó porque le dolía la cabeza. Su instinto le alertaba que ese día era crucial para su sobrevivencia. Desde que despertó había tenido la sensación de que iba a encontrarse con algo o alguien de su pasado, y esa idea había dado lugar a una añoranza por la clínica que se había vuelto su refugio. Se imaginó que algún día tendría que marcharse pero todavía no estaba lista.

Teresa la vio cabizbaja y solitaria y chequeó en su libro. Preocupada, le preguntó si se sentía bien. Lina no le respondió. Recién al ponerle una mano sobre el hombro reaccionó:

–Lina, ¿quieres hablar con alguien? –preguntó Teresa al ver su rostro sombrío–. ¿Con Tasse? Todavía no se fue.

Ella asintió, irguiéndose. Le podía preguntar al confiado Tasse qué iba a pasarle.

En camino al consultorio se cruzó con Ulises, quien venía escoltado por Carlos.

Al verla, el joven la reconoció y se detuvo, mirándola fijamente. Lina hizo una pausa, esperando que pasaran, pero Ulises seguía en suspenso. Ella frunció el ceño.

–¡Ahora recuerdo! ¡Tú...! –exclamó él con voz temblorosa, al tiempo que cambiaba su expresión a una de temor.

Su mente era un caos de imágenes borrosas y susurros, teñidos de una sensación extraña como si fueran recuerdos ajenos, que no le pertenecieran. Entre toda esa confusión, veía dos cosas con claridad: que todo comenzó al soñar con una pavorosa masa oscura que le daba escalofríos, y que había visto a Lina, y en aquel entonces ella le había dado miedo porque era capaz de detener a las tinieblas. Ahora comenzó a temblar sin control, sin sentir siquiera que Carlos le apretaba el brazo para hacerlo reaccionar.

De pronto, se lanzó hacia la mujer y la aferró por los hombros, aplastándola contra una pared del corredor. Lina se sobresaltó: ¿qué le pasaba a Ulises? ¿por qué la atacaba?

–¡Tú sabes! –gritó él, desesperado–. ¡Tú sabes!

–Disculpa, Lina –murmuró el enfermero, sacándoselo de encima a la fuerza.

Lo aferró del cuello con el brazo izquierdo y le clavó una aguja rápidamente. Sus gritos cesaron de inmediato y Ulises cayó, lánguido, en brazos del enfermero. Lina seguía pegada contra el muro, fascinada por los ojos acusadores y atormentados del joven.



La mansión



Vignac decidió aprovechar la tarde para continuar con su búsqueda, y preparar su siguiente paso a fin de entrar en la clínica. Había venido desde Europa siguiendo los rastros del asesino de su hermano, pero tras pisar la ciudad, todas las pistas se desvanecían en un solo lugar. Fue a esa dirección, donde la existencia de esa persona desaparecía en un misterio.

Su coche alquilado se detuvo en un camino asfaltado, frente a la entrada de un terreno enorme, casi vacío. Estaba rodeado de baldíos, fincas abandonadas de una época de esplendor, fábricas que ya no funcionaban o eran utilizadas sólo en parte. La residencia principal se divisaba a lo lejos, un palacete encolumnado, solitario en la cima de una loma, separado de la calle por cien metros de camino de tierra comido por el pasto. La verja que marcaba el fin de la propiedad estaba herrumbrada y faltaba en muchas partes, donde había caído junto con el muro de ladrillos; en algunos sitios se acumulaba basura y restos de fogones como si hubiera sido utilizado por vagos y ladrones. Luego de empujar el portón de madera, Vignac volvió a subir al auto y condujo hacia la casa.

Siglo y medio antes había pertenecido al dueño de una fábrica que aún se podía ver a la derecha, con su chimenea de ladrillos desdentada. Más tarde, tras su quiebra, el terreno había sido fraccionado y vendido. Al acercarse se veía que a la mansión le faltaban ventanas. El viento y otros elementos surcaban alegremente sus paredes, las que habían quedado después de la conflagración que tiznó los muros y arrasó con el techo. La última esperanza de Vignac se esfumó al comprobar el estado de la casa. Incluso entró, a riesgo de que una viga se le cayera encima, y anduvo entre los escombros, la mugre y las ratas que poblaban el primer piso, revisando que no hubiera quedado ni un sótano habitable.

Salió frustrado, con las manos vacías a no ser por el polvo que le quedó pegado en la ropa.

–Tarant... –murmuró, entrecerrando los ojos para echar un vistazo alrededor– siempre te escurres como arena entre los dedos, criatura infernal.

Antes de llegar había visto un almacén en el camino; ahora se dirigió hacia allí. Entró en un salón en penumbras surtido de todo. La dueña, una señora gorda y fea, sentada enfrente del mostrador, miraba la tele enganchada del techo. Le preguntó qué quería sin levantarse y, tras hacer una pausa y elegir un paquete de cigarrillos, Vignac comenzó a averiguar sobre la finca quemada. La señora se había desplazado rápidamente a la caja registradora, pero al escuchar sus preguntas comenzó a moverse lentamente, encantada de poder charlar un rato con el cliente.

–Ah, sí... Recuerdo que hace como diez años, mi marido trabajaba en la barraca de al lado, se dijo que la habían comprado gente rica del extranjero, europeos que la iban a arreglar, convertir en un hotel o algo así. Ahora me parece un poco raro ¿no? ¿Quién iba a poner un hotel acá? –relató mientras lo estudiaba, todavía con el cambio en la mano, y gesticulaba con cierta reserva–. Bueno. Eso quedó en nada. Pero vinieron, sí, una familia creo... Al menos yo vi a un par de señores que estuvieron recorriendo cada rincón del terreno, con pinta de abogados, supongo. Después se decía que vivía gente, porque se veía un auto que entraba y salía de vez en cuando y había luz de noche. Supongo que serían un par de ancianos que heredaron el lugar o algo así...

–¿Una pareja? ¿ancianos? –inquirió Vignac, guardando los cigarrillos tras sacar uno.

–No sé... Se decía que eran viejos porque nunca salían de la casa, el auto lo manejaba una mujer joven pero no creo que viviera allí. Después cada vez se supo menos, la gente se olvidó hasta de que existían y se habrán ido muriendo, porque hace cosa de un año hubo este incendio. Los bomberos dijeron que algún vagabundo se había metido, hizo fuego y prendió todo. Y no había nadie, nadie reclamó... Nadie venía a la casa hace años.

–Gracias, quédese con el cambio –replicó Vignac, cuando la señora le tendió el dinero.

Mientras conducía de vuelta a su hotel a toda velocidad, sentía el aire en su cara y una confusión de emociones. No sabía si sentirse aliviado porque probablemente estuvieran muertos, o desconfiar de su supuesta desaparición. Tenía que asegurarse, tenía que comprobarlo con sus propios ojos.

Valeria recibió de un mensajero un sobre grande. Leyó el remitente y sonrió. Al abrirlo, se encontró con otros dos sobres pequeños, impresos en colores y membretados, uno dirigido a Massei y otro para ella. Junto a las cartas cayó una pequeña tarjeta blanca. Vignac les había enviado una invitación para su charla en el museo Goya, escribiéndole a la joven que por favor asistiera. Habré causado tan buena impresión esta mañana que me envía esta atención... pensó Valeria mientras acomodaba de nuevo los papeles y ponía la invitación del doctor en la bandeja del correo.

–Es mejor que saques la cabeza de las nubes –la regañó la contadora Dexler al pasar por su lado, malhumorada por las constantes llamadas de periodistas, del ministerio, de otras clínicas, chacales que pretendían lamentar lo sucedido–. Presta atención, no te vayas de lengua con nadie, por favor. Yo le llevaré esto a Lucas.

Massei estaba en su consultorio, aprontándose para salir.

–No me digas que me necesitas ahora, Liliana, tengo que pasar urgente por el hospital –se escudó al verla entrar.

La mujer sonrió, despejando la borrasca de su frente, y le entregó su correo.

–Al contrario, sólo quería decirte que no te preocupes, nuestra reputación está mejor que nunca. Que Julia haya sido salvada parece haber tapado que en el mismo día murió un enfermero, y como el asesino no es un paciente de la clínica no nos afecta tanto.

–Sí, pero era un trabajador nuestro, que es peor. Y además, sigue suelto. Julia está aterrada, no puede salir de su casa y la policía la vigila veinticuatro horas, pero eso no la ayuda.

–Yo iré a verla, para mostrar nuestro apoyo –sugirió Liliana y de inmediato se corrigió, pues en ese momento se le ocurrió que Lucas, que la había salvado y estaba soltero, podía tener un interés más profundo en su bienestar que ella–, a no ser que tú mismo quieras hacerlo...

–No –replicó él con indiferencia–, sólo le transmitiría mi preocupación.

Liliana era una mujer de blanco y negro, así que cuando le decían no significaba no. Después de ese momento nunca más se cruzó en su cabeza que esos dos podían llegar a algo. Sin embargo, se quedó pensando en el desasosiego de Lucas, en quien veía todavía al muchacho que conoció con quince años, y decidió comunicarse con sus tías, para que lo invitaran a cenar y le dieran el apoyo que sólo podía brindarle un ser querido.

Pero antes de que Antonieta y Elena se comunicaran con él, previa discusión entre ellas sobre lo más adecuado para una cena, mandar a la sirvienta a que revisara su despensa, y consultar con el jardinero si el tiempo era bueno para que su sobrino manejara de noche, ya su primo se había adelantado a invitarlo, hablando directamente a su celular. A Lucas le extrañó su sensibilidad, que se interesara por su estado mental tanto como para proponerle salir a olvidar las penas, casi tanto como le horrorizó a sus tías saber que esa oveja negra se iba a llevar a su sobrino perfecto a quién sabe qué antro.

–No me he vuelto cariñoso... –había explicado Jonás al manifestarle su sorpresa–. Pero unos tipos me comentaron hoy qué espanto lo que está sucediendo que ni un sanatorio es un lugar seguro, a lo que yo respondí que mi primo era el director de la clínica y que mejor se callaran. Ahí se me ocurrió que necesitarías una buena distracción si tenías que enfrentarte con estúpidos como esos todo el día. Si aceptas seguirme en el camino del mal, conozco formas de hacerte perder la noción...

Lucas rió y aceptó seguirlo en el camino de la perdición, por un tramo.

–Pero yo no soy el director de Santa Rita –corrigió después.

–Lucas, mi primo no puede ser un simple asalariado –replicó Jonás con tono altivo, cortando la comunicación.

La noche arrancó a las once en un bar estilo japonés, con sushi, cerveza importada, whisky y provocativas colegialas que cantaban karaoke. Lucas se contagió del buen humor que desprendían los clientes, pero la música y luces terminaron por darle un dolor de cabeza. A una seña de su primo, la anfitriona los llevó a un reservado donde les dieron masajes. El aire tibio y el incienso, además de las manos expertas, relajaron por completo a Lucas, en cambio Jonás parecía más energético que antes. Refrescado, arrastró a su primo hacia el auto y le prometió:

–Se ve que las delicias orientales no son tu estilo, si esa chinita te duerme. Te voy a llevar a un lugar con más clase que te va a gustar.

Su lugar de más clase lucía como un cabaret de los años cincuenta, ubicado en el sótano de un gran edificio en el barrio financiero, que a esa hora de la madrugada estaba silencioso y apagado como el cementerio. Bajando unas amplias escaleras, alfombradas con terciopelo rojo, se llegaba a un piso de baile en penumbras, sepultado en humo. Cuando sus ojos se acostumbraron a las luces color ámbar, Lucas distinguió una barra de bronce brillante y neón azul que abrazaba la pared izquierda, unas mesitas desperdigadas frente a un pequeño escenario ocupado por una banda de jazz, y a la derecha cinco escalones conducían a una plataforma con mesas.

La camarera saludó a Jonás con un beso y los llevó a su reservado, en el centro de la parte alta. Los dos hombres se sentaron en cómodos sillones en torno a la mesa redonda iluminada por una coqueta veladora, despertando una curiosidad momentánea en el público. Jonás saludó hacia un par de mesas con un gesto de la cabeza, y sus ocupantes volvieron de inmediato su atención a la música o su charla privada. Lucas contempló el lugar, complacido, y se sumió en el ambiente sedante y provocativo del cabaret. La música se escurría en sus oídos, las camareras se deslizaban en el momento perfecto y vertían las bebidas en un segundo. Aunque le agradaba, le pareció que era un sitio demasiado decente para su primo.

La pared junto a su mesa estaba adornada con fotos antiguas y recortes de periódicos, retratos de visitantes famosos y grupos de clientes selectos. De pronto un rostro captó su atención. Jonás notó que estaba mirando fijamente la foto de un show, bastante reciente, tomada en el mismo escenario que tenían enfrente.

–¡Ah... –exclamó, devolviendo a su primo a la realidad–, lástima que no puedas verla esta noche! No sólo era hermosa, y esa foto no le hace justicia, tenía una forma de moverse sobre el escenario, de cantar...

–¿La conoces? –se interesó Lucas.

–¡Claro! Es Rina. Durante mucho tiempo actuó un par de días a la semana en este sitio, y tenía a unos cuantos a sus pies –relató Jonás con entusiasmo–. Tenías que haber visto su actuación...

Las luces se encendían una a una sobre el escenario sumido en la oscuridad y entre la niebla espesa que cubría el suelo, Rina parecía deslizarse, vestida con esos ceñidos atuendos femeninos que sólo se ven en las películas de Holliwood, el micrófono en la mano, marcando con sus largos dedos el compás que la banda hacía sonar a su espalda, dominando todas las miradas. Comenzaba a cantar suavemente y su voz atraía y excitaba al más indolente, como una flauta encantando a una serpiente.

–Nunca te había oído hablar así de una mujer –murmuró Lucas, asombrado.

Jonás se tiró de nuevo sobre el respaldo del asiento y exclamó con alivio:

–Bueno, por suerte renunció... Si esa mujer me hacía una señal, le entregaba la empresa llaves en mano y te hubieras quedado sin tu porcentaje. ¿Qué te hubiera parecido tener una mujer así como prima? Por cierto que sus costumbres te hubieran espantado y hubieras salido corriendo en busca de una iglesia. Aunque tal vez has visto cosas peores con tus pacientes.

Luego suspiró.

–No sé por qué me imaginas un mojigato. Entonces, ¿Uds. eran...

–No, sólo la veía actuar. Pero ¿ves esos muchachos con pinta de niños ricos de la mesa cerca del escenario? –comentó Jonás, acercándose confidencialmente–. Una vez me contaron una historia que me derritió la cabeza...

También a Lucas se le pusieron los pelos de punta y tragó en seco al escuchar su relato. Terminaron la botella de whisky de un trago. Unos conocidos de Jonás se sentaron con ellos y se unieron a la conversación. Todos ellos podían tener a la mujer que quisieran, le dijeron, modelos, actrices, mucho más hermosas que ella. Pero ninguna, ni la prostituta más viciosa, podía ser tan desenvuelta o impúdica como Rina.

No podía ser la misma mujer que conocía, de trato gélido, se dijo Lucas.

–Ese de la barra es su manager, Iván –señaló uno de los recién llegados.

Lucas observó a un hombre delgado, de edad indefinida, con una mata de rulos pelirrojos en la cabeza y una barba candado descolorida. Estaba bebiendo vodka y hablaba animadamente con un músico de color.

–¿Quieres que lo llamemos y le preguntemos dónde está Rina? –lo azuzó su primo–. Si tu paladar estás listo para probar esta clase de bocado, te recomiendo que empieces por lo mejor.

–No es necesario, primo –Lucas detuvo su brazo pero la camarera ya se estaba acercando, y en lugar del pelirrojo pidió otro etiqueta roja.

Los amigos de Jonás se fueron, reemplazados por dos rubias, hijas de un conocido millonario venido a menos, siempre a la caza de hombres con status o dinero, y justo allí tenían a un doctor y a un ejecutivo. Con las marcas de héroe que tenía en su rostro, Lucas se ganó toda su atención. Los cuatro entraron a un saloncito más íntimo, se acomodaron entre almohadones con las chicas en sus brazos y se relajaron con narghiles perfumados. Jonás olvidó pronto su tema de conversación anterior, pero su primo no podía sacar la imagen de Lina de su cabeza, mezclada en el humo del haschís, la cabellera rubia de su amiga, la cara de Miura enloquecido y lo que había oído sobre las andanzas de Rina.



Catroptofobia



El problema de Ana había comenzado cuando tenía doce o trece años y empezó a compararse con otras jovencitas de su edad. Se dio cuenta de que tenía la frente muy alta y el cuello muy fino, y cuanto más se miraba al espejo era más evidente. Sabía que cuando sus compañeras de clase la miraban era para ver de soslayo su cabeza deforme, y luego apartaban la vista rápidamente para que ella no se percatara de que la estaban observando. Pero igual lo notaba. Peor eran los varones, que habían adivinado su debilidad y solían hacerle bromas y decir que parecía un marciano por su cabezota. A los catorce, Ana estaba resignada a ser la fea de la clase. Aunque todos los demás la maltrataban y sus padres no la entendían, tenía a su grupito de amigas que la aceptaban así. Nunca iba a tener novio, eso ya lo sabía y no le importaba. Tal vez de noche, en una pista de baile oscura, encontraría consuelo en algún muchacho desconocido que no se fijara mucho en su problema. Con esa idea, Ana comenzó a seguir una dieta, a hacer gimnasia dos horas por día, y pasar otras tantas horas frente a su espejo, escuchando música y probando maquillajes, y peinados para taparse la frente, vinchas y collares gruesos. Pero todas las modas le quedaban mal, y no encontraba un disfraz que ocultara por completo su defecto.

Contra todas sus expectativas, apareció un muchacho que la veía hermosa y a los diecisiete ya estaba casada, aunque había jurado que se iba a meter a monja; lo que terminó de convencer a sus padres de que no entendían nada.

Las fotos de la boda, un desliz en los preparativos que no tuvo tiempo de conversar con su esposo ni su madre entre tantos detalles, las primeras fotos que se tomaba desde los diez años, rompieron el encantamiento. Las palabras cariñosas de su esposo le sonaban a burla, igual que cuando los chiquilines la torturaban a los doce años. Lo dejó pasar por un tiempo, hasta que se hartó y le tiró el reloj de pared de la cocina por la cabeza. El joven tuvo paciencia. Pero luego de que Ana dejó de estudiar y de ir a trabajar e incluso ya no salía más que de noche ni encendía las luces en su hogar, terminó pidiendo el divorcio.

Su madre la llevó hasta Santa Rita, incluso le ayudó a poner las cosas en su cuarto, mientras su padre hablaba abajo con un psicólogo. Su madre charlaba todo el tiempo, asegurándole que iba a estar muy bien, que iba a estar cuidada y se iba a recuperar muy pronto. Eso Ana lo dudaba; lo de su aspecto no tenía solución. Se sentó en el extremo de la cama, desanimada, jugando con el nudo del pañuelo que cubría su cabello. Se había puesto una blusa blanca y pantalón de pana porque su madre insistió tanto en que se cambiara el eterno equipo deportivo suelto que le gustaba usar. Lo que alguien como ella tenía derecho a ponerse. Temía que sólo le hubiera empacado ropa ajustada, polleras y blusas de manga corta. Su madre la contempló con ojos al borde de las lágrimas, sin saber ya qué decir, y en ese momento entró un auxiliar de servicio, encargado por el doctor Massei de quitar el espejo de su cuarto.

Lina iba por el pasillo con su portafolio de pinturas cuando salió el hombre con el espejo, y le preguntó a Teresa, que andaba haciendo su ronda:

–¿Quién va a ocupar la habitación de Clara?

La mujer puso los brazos en jarra, lo que junto a su uniforme blanco le hizo pensar a Lina en la mujer del carnicero cuando un cliente le discutía un precio:

–Tenemos una nueva... Se llama Ana y nos va a llevar un montón de trabajo. Tenemos que cuidarla todo el tiempo.

Lina quería preguntarle por qué se deshacía del espejo, pero de eso se enteraría más tarde en la sesión de grupo donde Ana contó que odiaba todo lo que reflejara su imagen. El psicólogo llamó a Teresa para presentarle a un señor mayor y Lina siguió hacia la terraza. Allí se colocó junto al muro, aprovechando que el cielo nublado no dañaba sus ojos, y extendió el material que le habían prestado, caballete, acuarelas, lápiz y papel. En la mañana, la profesora de arte y plástica la había capturado antes de que pudiera escabullirse, y recordando que de niña solía pintar, decidió aceptar su propuesta para comenzar de nuevo. Dio vuelta la hoja que venía usando y realizó algunas pruebas con los grafitos. A medida que su mano iba recordando los trazos y técnicas familiares se concentró en la hoja y el tiempo se fugó, hasta que al fin se detuvo, con el lápiz alzado y la mirada perdida.

–No es la primera vez que lo haces. Son excelentes retratos de memoria... –la voz sonó a su espalda y la sobresaltó.

Recobrando conciencia de dónde estaba, Lina se fijó en sus dibujos, que mostraban dos cabezas del personal de la clínica, varios esbozos de pacientes y antiguos conocidos. Había dejado por la mitad el de un hombre con pómulos altos, ojos oscuros bajo cejas tupidas y cabello largo. Controlando el impulso de tacharlo salvajemente, se volvió hacia el psiquiatra, sonrió, y vio que no estaban solos. Mientras se hallaba perdida en sus pensamientos habían venido otros pacientes a sentarse en las reposeras; entre ellos la nueva, quien se había arrinconado del otro lado, mirando con desconfianza a los demás.

–Por fin se le están desvaneciendo esas marcas de la cara, doctor Massei –replicó con frialdad, colocando una hoja en blanco para seguir dibujando.

Lucas se sentó a su lado y observó cómo componía un esbozo a partir de sombras, moviendo ágilmente su muñeca. Su rostro sin maquillaje y su extrema reserva le hacían dudar, pero a no ser que tuviera una gemela separada al nacer, tenía que ser la misma Rina de que frecuentaba el bar.

–Supongo que se aburre, con tanto talento artístico y sin hacer nada –comentó él al rato–. ¿Qué piensa hacer cuando salga de la clínica?

–¿Cuando me cure? –replicó Lina en tono burlón, deteniéndose a admirar su obra, un reflejo gris del patio ante sus ojos–. Bueno, no lo he pensado. Supongo que cambiar de vida y empezar de nuevo... es lo que a Uds. les gustaría escuchar, pero tal vez me quede igual que antes.

Lucas miró hacia el edificio y vio que a través de las rejas de una ventana, Ulises los observaba fijamente. Alzó la mano para saludarlo, pero el joven no respondió, sólo se apartó automáticamente de su puesto al ser sorprendido. Lina notó su movimiento y recordó que también se había asustado al encontrarla en el pasillo por casualidad.

–Supongo que Clara no logró curarlo –musitó con sorna en cuanto el doctor Massei se hubo marchado de su lado.



Mientras esperaba detrás del escenario a que la gente se acomodara, Vignac había sacado de su gabán un libro forrado de terciopelo verde y se puso a pasar las hojas amarillentas que otra mano había cubierto con una letra apretada. Algunos manchones de humedad salpicaban las primeras páginas.

El museo-taller Goya pertenecía a uno de los artistas más importantes del país. Estaba instalado en la que había sido residencia de su bisabuelo, en su época un magnate y dos veces presidente de la nación. Las habitaciones altas y elegantes, recubiertas de paneles de cedro con molduras doradas, estaban iluminadas por arañas de cristal, y el techo del foyer mostraba un colorido vitral que a esa hora parecía pintura fresca. Las sillas del salón de conferencias rojo estaban casi todas ocupadas; los organizadores iban y venían por el pasillo alfombrado, las luces tenues destacaban las pinturas y demás adornos de la sala, y el atril estaba listo en el estrado para que el erudito diera su conferencia sobre supervivencia de textos medievales, religiosos y populares. Vignac entró a la sala pasados cinco minutos de las siete y media, los murmullos cesaron y el público se volvió hacia él, con rostros expectantes. Un viejo artrítico lo presentó. Vignac caminó despacio hasta el micrófono y comenzó a hablar, encantando a la audiencia con su acento extranjero y gran claridad. Las señoras de la primera fila ya lo tenían entre sus favoritos a los cinco minutos.

Vignac barrió la sala con la mirada mientras exponía algunos conceptos sobre la Edad Media para aquellos que hubieran olvidado sus lecciones de historia. Valeria estaba allí, con el conjunto blanco de blazer y pollera que había usado durante el día de trabajo, y lo seguía con ojos brillantes a pesar de lo poco que le podía interesar el tema. Dejando de lado sus estudios filológicos y arqueológicos que gustaban sólo a los académicos, Vignac hizo una pausa y comenzó a hablar de las ideas religiosas y creencias populares que habían sobrevivido hasta el presente, supersticiones, brujería, pactos con el diablo, posesión y rituales profanos. Desde su estrado, pudo ver cuando la puerta se abrió cerca de las ocho, y entró Lucas Massei, quien se quedó un momento junto la entrada escuchando, y luego pasó sin intimidación por delante de todos, hasta encontrar una butaca. Se sentó y le hizo una seña amistosa. Vignac, se tocó de forma inconsciente la solapa del saco donde llevaba el libro de tapas verdes, y sin interrumpirse inclinó apenas la cabeza como saludo.

Cuarenta y cinco minutos más tarde estaban estrechando manos, preguntándole por Jonás. Lucas lo excusó, diciendo que nunca vería entrar a su primo a esa sala ni a ninguna otra biblioteca por un trauma infantil, o tal vez porque prefería otros entretenimientos, y lo felicitó por la sencillez y gracia con que disertaba. Mientras tanto, Vignac miraba hacia el otro lado de la sala, y pudo comprobar con satisfacción que Valeria había venido sola con una amiga mayor. Parecían discutir. La más joven quería saludar y agradecerle personalmente, pero la otra no quería quedarse más tiempo porque tenía a sus hijos esperando en casa. Al final se marchó y Valeria se le aproximó, o más bien Vignac se fue moviendo hacia su posición a medida que hablaba con el resto. Lucas se despidió y él pudo darle toda su atención a la muchacha, que además de trabajar en Santa Rita y tener acceso a la información que él deseaba, era muy linda.

Sin saber cuándo la había invitado o cómo había aceptado, Valeria se encontró en el auto de este hombre camino a un restaurant. Vignac mantenía una conversación amena, fluida, que no le había dado tiempo para ponerse a considerar qué intenciones tenía, y aunque hubiera rechazado a cualquier otro que le doblara la edad, él le resultaba encantador, atractivo, inteligente. Cenaron en un lugar caro, pero Valeria no disfrutó de la novedad porque estaba más ocupada prestando atención a todo lo que decía y hacía aquel hombre. En el aperitivo le rozaba ocasionalmente la mano mientras charlaban, y luego de la cena ya podía sostenérsela con toda confianza.

A la salida la metió de nuevo en su auto sin consultarle y la llevó hasta su casa.

Valeria se paró delante de su puerta, un poco decepcionada, y miró con tristeza el timbre. Vivía con su abuela y no podía invitarlo a pasar, no sería muy cómodo, ni siquiera tenía confianza de tener café para ofrecerle y así prolongar la velada. Vignac vio sus ojos desilusionados cuando se volvió hacia él, con una mano en la puerta y la otra entre las suyas, y sonrió con un brillo triunfal que ella no percibió, atrapada por sus dientes blancos que asomaban entre los labios firmes, en contraste con su piel aceitunada.

Viendo que era una conquista fácil, había decidido dejarla pasar una noche más, aumentando la tensión de la joven, y obteniendo después mayor éxito a sus ojos inocentes.

La noche se había vuelto fría y ventosa. Vignac se subió las solapas y entró al coche.

Gruesas nubes corrían por el cielo, ocultando de a ratos la biliosa luna menguante. Lucas, de guardia en el hospital, había caído en un sueño inquieto merced a la agitación de la noche anterior y el resto de las toxinas que todavía no abandonaban su cuerpo. El alcohol en demasía al que no estaba acostumbrado y la cannabis, además del malestar hepático del día, lo llenaron de pesadillas continuas, todas relacionadas con Santa Rita. Al final decidió salir de ese sillón. Se miró en el espejo del baño y comprobó su fea apariencia, resultado de las maquinaciones de su mente alterada.

En la clínica todo parecía tranquilo, los insectos del campo y los pájaros de la noche ululaban su seguridad; el viento molestaba a los enfermos pero las pastillas hacían su trabajo. Lina se revolvió en su cama, presa de la inquietud que la embargaba la primera parte de la noche: aunque cerrara las cortinas podía sentir su llamado.

De pronto, escuchó un crujido y se sentó de un salto en la cama. Volvía a tener una sensación que antes la molestaba de continuo. Se puso una bata y caminó hasta la puerta, descalza para no hacer ruido en el parqué, giró la manija lentamente y echó un vistazo afuera. El pasillo en penumbras estaba vacío. Luchó con esa sensación, por volver a la cama y olvidarse de todo. En ese momento, las bombitas del techo se apagaron todas a la vez, dejando el corredor a oscuras. Eso la decidió. Salió, cerrando la puerta con sigilo, y corrió hasta el rellano de la escalera pasando por la enfermería sin que el auxiliar, que estaba revisando por qué no funcionaban las luces de emergencia, la oyera.

Volvió a escuchar el crujido, pasos furtivos. Alguien había entrado a la clínica, trepando un muro, escabulléndose al guardia o con una llave propia, y sus pasos resonaban en el patio. Lina se pegó contra el vidrio, oculta detrás de la cortina, y observó. En el acto se cortó también la luz de ese piso, y segundos después titilaron los faroles de emergencia con su luz espectral, pero no la alcanzaban en su rincón.

Una figura alta se deslizó en el patio y caminó encorvada hasta alcanzar la pared de la casa. Lina respiró más tranquila. No venían por ella. La curiosidad reemplazó esa sensación desagradable que había revivido minutos atrás.



El intruso



Cristian Miura había logrado burlar la vigilancia que rodeaba la propiedad y toda la búsqueda que había organizado la policía en la ciudad. Lina se preguntó qué pretendía al volver y cómo haría para entrar. La puerta estaba cerrada con llave y el cristal no se podía quebrar con facilidad. Su cuerpo se tensó al sentir claramente el crujido de una bisagra con poco uso y recordó que Lucas una vez había entrado por una puerta oculta tras la gran planta de la terraza. La mujer se apartó de su puesto de observación y caminó por el pasillo pegada a la pared, luego atravesó a oscuras un salón, hasta el fondo del comedor donde había un elevador de carga que bajaba a la cocina. Mientras ella se movía arriba, Cristian abrió la puerta trasera con una llave, cruzó el lavadero donde la auxiliar estaba separando la ropa y las máquinas zumbaban a toda marcha, pasó por la cocina solitaria, y finalmente se metió en el montacargas. Pulsó el botón rojo que lo ponía en movimiento.

Arriba, Lina retrocedió hasta un rincón y se quedó quieta, esperando. El elevador se detuvo y Cristian forzó la puerta desde adentro. Saltó al comedor oscuro. Él no veía nada, pero Lina podía distinguir que en la mano llevaba una cuchilla de cocina. El hombre se detuvo en medio del recinto, creyó percibir algo, y siguió de largo. Lina había dejado la puerta abierta al entrar al comedor, pero Cristian no notó nada raro y salió, dejándola entornada. Antes de seguirlo, Lina paró a estudiar lo que había a su alrededor: los platos y vasos eran de melamina, no había nada de vidrio o cerámica que pudiera usar como arma.. Tampoco quería hacer ruido y atraer la atención de los enfermeros o del vigilante, si notaban su presencia en ese lugar, tal vez decidieran vigilarla por las noches.

Escuchó un tump, y atravesó corriendo el salón. El asesino se había encontrado con un enfermero y, antes de que este pudiera gritar, lo había noqueado de un golpe en la nuca, usando el orinal de acero inoxidable que llevaba en la mano. El rocío de orina se esparció por la pared contigua. Cristian dejó caer la chata, que retumbó en el silencio con estrépito. Ahora sí, atraería a todo el personal, pensó, y ella podía volver a su cuarto sin que supieran de su ronda nocturna. Carlos Spitta estaba de encargado, y apareció en el recodo del pasillo luego de abrir la reja de hierro a toda velocidad. Lina escuchó el tintineo de sus llaves y sus pasos pesados corriendo hacia Miura. Este se volvió y hundió el cuchillo en el aire, porque en el último segundo Spitta esquivó la hoja dirigida a su hombro izquierdo, tirándose a la vez con toda su masa de ex-deportista sobre el delgado Cristian. Lo derribó y cayeron juntos al suelo.

–¡Marta! ¡Silvia! –gritó Carlos, forcejeando con Miura, que echaba chispas por los ojos y espuma por la boca como una bestia, queriendo librarse del peso que lo aplastaba–. ¡Vigilancia! ¡Llamen a los policías!

Lina se había quedado en la entrada de un cuarto al final del corredor, y retrocedió adentro en cuanto sintió los pasos de la enfermera y del guardia, que venía hablando por radio. Sin que Carlos lo notara, el brazo izquierdo de Cristian se había liberado e iba extendiéndose hacia la cuchilla que había caído al suelo al chocar ambos. Antes de que llegara la ayuda, el asesino tomó la hoja y la hundió entre sus costillas. Spitta retrocedió, sorprendido, sintiendo un pinchazo y falta de aire repentina. Marta lanzó un grito, corrió y lo sostuvo, al tiempo que Miura se lanzaba por el pasillo escapando del guardia.

Entró al salón grande y corrió hacia una puerta cualquiera. Lina vio pasar al guardia de seguridad y lo siguió con precaución. Desesperado, Cristian había logrado atraparse en el comedor. Resopló, dando círculos alrededor de las mesas como una fiera enjaulada.

El guardia se detuvo frente a la puerta apuntando con la pistola, que hasta ese momento nunca había tenido que usar.

Cristian se había colocado junto a la entrada, pegado a la pared, intentando calmar su respiración. El guardia empujó la puerta, rogando porque la policía apareciera pronto, y se apoyó en ella para mantenerla abierta, con la pistola apuntando hacia el centro del cuarto. Enseguida notó que el recinto estaba vacío y se preguntó cómo había escapado. Cristian aprovechó el instante de duda para atacarlo. Saliendo de atrás de la puerta le pegó en el brazo y lo desarmó. El guardia retrocedió, asustado, y Miura recogió su arma. Salió amenazándolo, la cuchilla en una mano, la boca del cañón contra su cuello, el dedo sudoroso en el gatillo y nada que le impidiera disparar. Tenía ganas de matar porque lo habían despreciado, ofendido, pisoteado, y mientras no encontrara a los verdaderos culpables, no sabía por dónde empezar a descargar su furia negra.

El guardia estaba aterrorizado, sintiendo a través del cañón del arma el temblor que sacudía al asesino. Cerró los ojos y comenzó a rogar.

–¡Déjalo ir!

Cristian parpadeó, confuso. ¿De donde provenía esa voz que se atrevía a darle órdenes? Ahora él tenía el poder sobre la vida y la muerte, ya lo había saboreado y sabía que podía hacerlo. No tenía que hacer lo que otros le dijeran. Sonrió, satisfecho consigo mismo.

El metal se apartó de su cuello y el guardia creyó que era el fin. Lina se había parado junto al brazo de Cristian, lo envolvió con sus manos delicadas y lo hizo mover para que apuntara al muro. Sorprendido por su audacia, Cristian se dio cuenta de que su presencia lo paralizaba, de la misma forma que se había sentido cohibido por su mirada cuando ella lo pescaba observándola. El guardia había abierto los ojos y, aprovechando la tensión que los ocupaba, se movió fuera de su camino, creyendo que no lo iban a notar. De inmediato, Cristian le volvió a apuntar, gritando furioso, y él se quedó helado. Lina se adelantó un paso y empujó su brazo hacia arriba a tiempo; el disparo atronó con múltiples ecos en el salón. La bala penetró en el techo y el reboque descascarado cayó sobre los dos. El guardia se había tirado al piso, encogido, cubriéndose la cabeza con los brazos.

Miura recordó que tenía otra arma y mientras Lina seguía sosteniéndole un brazo, la apuñaló, incrustándole la cuchilla en su costado. Luego se apartó para contemplar su obra, pero su sonrisa se le congeló en los labios porque la mujer apenas exhaló un suspiro de dolor. Acto seguido tocó el mango de la cuchilla con una mano, y no movió un músculo del rostro que alterara su belleza glacial. Aprovechando su sorpresa, Lina golpeó con el canto de la mano su brazo derecho y le hizo soltar la pistola.

–Eres un amateur... –susurró ella–. Esto no es una herida mortal... aunque duele mucho... –declaró.

Cristian percibió que el zumbido en sus oídos aumentaba de volumen y la sangre bullía por sus venas, sintiendo que para lograr lo que quería debía acabar primero con esta mujer. Ella era el enemigo, el mayor obstáculo, su única oponente posible. Se lanzó contra ella, alzando su cuerpo en una mano y aplastándola contra la pared. Lina sintió en la espalda la fuerza del choque que la dejó sin aire junto con un vahído que le nubló la mente. Se dio cuenta de que no podía competir en fuerza con aquel loco enfurecido. Por encima de su hombro, vio que el guardia se había arrastrado hasta la pistola y le apuntaba a la espalda. Ojalpa no lo atravesaran las balas; pero igual el hombre no pensaba disparar.

–¡Alto! –gritó, en cambio–. ¡Suéltala! ¡Ya viene la policía!

Cristian apartó su cuerpo de la mujer pero siguió apretándole el cuello. Lina cerró los ojos, luchando por respirar. Miura sonreía con desdén, muy poco preocupado por lo que la policía fuera a hacer. Ahora estaba solamente interesado en matar a la mujer, todo su deseo parecía consumarse en ese acto único.

–Dispare –susurró Lina con voz ronca.

El guardia dudó por unos segundos y luego descargó su arma a quemarropa. Apretó el gatillo una, dos, tres, cuatro veces, pero no se produjo ningún disparo.

–La suerte está de mi lado –se burló Cristian.

Pero su cuerpo había reaccionado con temor a la posibilidad de que le dispararan, se distrajo y aflojó la presión de sus dedos.

–Sólo los débiles creen en la suerte –replicó Lina, incrustándole los dedos en la garganta.

Cristian, incrédulo, retrocedió tambaleándose, con la tráquea destrozada, y Lina le dio otro golpe en la cara antes de que pudiera recuperarse. En seguida, tomó la pistola de manos del boquiabierto guardia y lo derribó con un culatazo en la sien. Su largo cuerpo se desplomó, desmadejado, junto a un sillón.

–Tome –dijo Lina, poniendo la pistola en manos del hombre–, va a ser un héroe.

El guardia la observó con asombro porque seguía hablando normalmente con un cuchillo clavado. Ella siguió su mirada atónita y pareció recordar que tenía la hoja insertada casi hasta el mango debajo de sus costillas. La arrancó de un tirón y la dejó caer junto al desquiciado secretario, mientras se sostenía la herida sangrante con una mano. El guardia la sostuvo porque vaciló, pero Lina lo aferró de la camisa y aprovechó para prevenirle:

–Ud. no ha visto nada de esto –susurró con vehemencia–. Ud. lo capturó solo... –insistió, viendo que el pobre hombre intentaba protestar.

Las luces generales volvieron a encenderse y el salón se colmó de una luz deslumbrante, al tiempo que dos policías irrumpían, seguidos de lejos por la enfermera Marta y Jano. El guardia se volvió hacia ella, pero Lina se había esfumado y sólo el cuerpo inconsciente de Cristian podía atestiguar que no había estado soñando.

El ruido del disparo conmocionó a todo el mundo. Muchos pacientes despertaron inquietos, excitados o delirantes, y el personal disponible tuvo que ponerse en marcha para calmar los ánimos. Gracias a ello, Lina se pudo colar hasta su cuarto, tiró la bata manchada de sangre debajo de la cama y saltó adentro de las sábanas al tiempo que el enfermero pasaba a controlarla. Creyó que la mujer no se había movido de su cuarto y aún dormía plácidamente.



Apetencia



La noticia del arresto del secretario alivió a Julia Stabiro lo suficiente como para volver a trabajar a la clínica sin temor. Aunque su rostro no conservaba huellas del golpe recibido, había algo en su aire que todos notaron de inmediato, a pesar de sus esfuerzos por actuar naturalmente. Un dejo de vergüenza había desplazado su buen humor y calidez habitual, como si temiera que la acusaran de algo; de algún modo se creía culpable de lo que había sucedido. Valeria la vio pasar y le clavó una mirada inquisitiva que la nutricionista tomó como una afrenta, aun cuando la secretaria sólo tenía la mente ocupada en el teléfono que no cesaba de sonar.

–Ya no puedo más –se lamentó a la señora Dexler, quien hizo acto de presencia a las diez de la mañana luego de una reunión con los abogados, el representante de la empresa que suministraba los guardias de seguridad, y el comisario de la zona.

–Lo siento, Valeria. Pronto volveremos a la normalidad –replicó Liliana con sequedad, pero luego se arrepintió y agregó–. Si tienes a alguien de confianza que pueda ocupar el cargo de Cristian, dile que venga mañana.

Lina se levantó tarde, pero los empleados estaban demasiado ocupados tratando de ponerse al corriente como para fijarse en esos detalles. Logró arrastrarse fuera de la cama y lo primero que hizo fue esconder la ropa sucia en el fondo de su armario. Luego inspeccionó frente al espejo el tajo de su cintura, antes de vestirse y salir. Se sentía débil pero esperaba recuperar fuerzas en el correr del día. Se detuvo para descansar, apoyando un codo contra la pared al mismo tiempo que Julia salía del cuarto de Ana. La última vez que se habían visto, recordó, Lina le había hecho preguntas sobre Cristian. Se preguntó si en ese momento ya intuía lo que iba a pasarle. Julia sintió una oleada de ira hacia la mujer que se había quedado parada muda e indiferente, y el rubor cubrió su rostro.

En su habitación de hotel, Vignac desparramó los periódicos encima de la mesa y echó un vistazo, mientras a su espalda se sucedían en la pantalla las imágenes del noticiero, recopiladas del viernes y el sábado, informando que gracias al accionar de un guardia los efectivos policiales a cargo de vigilar la localidad de Santa Rita habían logrado la captura de CM. Encima de la cama deshecha yacía abierto el diario forrado de verde, y el investigador estaba tomando notas en su libreta.

–Eligieron un excelente lugar para la clínica –comentó en voz baja, cuando el reportaje terminó.

Horas después, Lucas daba vueltas por la terraza de Santa Rita, impaciente, mirando el parque verde que se extendía a sus pies. Aprovechando el sol tibio de la tarde un grupo de pacientes hacían ejercicio vigilados por dos funcionarios. Podía divisar al par de practicantes que parecían absortos en su propia charla. Se dio la vuelta, tenso, y al volver la vista hacia el edificio se encontró con una imagen fugaz, un rostro que también lo observaba desde una ventana del segundo piso, lo cual lo perturbó. Estaba pensando en la entrevista de la mañana, pero esto desvió su atención.

Había acompañado al doctor Avakian a la policía y habían podido presenciar el inquietante interrogatorio de Cristian.

–No sé por qué lo hice... No recuerdo bien... Creo que sólo quería escapar –había susurrado Miura, arrastrando las palabras como preso de una gran fatiga, su cuerpo lánguido echado sobre la silla. Apenas movía los ojos; la fiebre y la energía lo habían abandonado–. No sé que estaba haciendo allá... de pronto tenía un... cuchillo y ella, no quería hacerle daño...

Lo iban a trasladar a un hospital psiquiátrico y Lucas sabía que probablemente se iba a librar de la cárcel. De todos modos, él no quería venganza. Lo que le preocupaba era su propia inutilidad; ya que si no eran capaces de reconocer a alguien a punto de perder la cordura, tampoco podían ayudar a nadie a recuperarla.

Se había quedado parado frente a la puerta del edificio con la mirada perdida en el vacío luego de encontrarse con la cara pálida de Ulises, hasta que una grave voz femenina lo sacó de su abstracción:

–Doctor Massei, parece preocupado.

Él fijó sus pupilas en la figura firme y torneada y no pudo evitar asociarla con todo lo malo que les había pasado desde que volvió de Europa. El vestido oscuro le recordaba la primera vez que la vio.

–Carolina Chabaneix... –comenzó él, y Lina se quedó esperando rígida, al escuchar este nombre que le resultaba poco familiar, temiendo que se hubiera revelado algo, y en seguida se preguntó si Cristian había hablado; pero luego de una pausa él prosiguió con naturalidad–, ¿por qué no está en el grupo de gimnasia?

–Porque no me siento muy bien, estoy cansada.

–¿En serio? –Lucas empezó a mirarla con preocupación–. ¿Ya la vio un doctor?

–Avakian no encuentra explicación para mi fatiga –replicó ella con una ligera sonrisa–, así que se supone que son ideas mías y que no tengo nada.

Se burla de los doctores, consideró él, molesto. Pero en el acto se regañó por malhumorado. La estudió con detenimiento y notó que su sonrisa no era desdeñosa, y tampoco había huido de su lado como siempre.

–Sabe que aquí todos nos ocupamos un poco de todos... –planteó de pronto–. Me han pedido una evaluación, es decir, que vea como se encuentra, Carolina. Pero antes que nada me gustaría hacerle una pregunta...

Lucas la tomó del codo y la condujo hasta un par de sillas a la sombra de la casa. Le explicó que había llegado a cierta información sobre su vida anterior, por casualidad, y quería saber la verdad de su boca. Después de escucharlo con atención, preocupada por lo que pudiera haber descubierto, Lina echó hacia atrás el cuello y un brillo burlón apareció en sus ojos grises al comprender a qué se refería. Desde la puerta, Julia los observó un momento, antes de volver adentro.

–Es verdad que usaba otro nombre, un nombre artístico –explicó ella con sencillez– y me dedicaba a cantar, a actuar, en algunos centros nocturnos. Era un buen trabajo para mí... por diversos motivos. Pero la lista de mis profesiones no se la he ocultado a los terapeutas ni a la psiquiatra, así que su curiosidad debe venir por otro lado... No me imaginé que frecuentara ese tipo de lugares, doctor Massei.

Aunque Lina hizo el comentario sin un tono de reproche, Lucas se preguntó si lo estaba desafiando. Recordó las palabras de los clientes del cabaret: esa mujer no se intimidaba de nada, afrontaba lo que fuera necesario, lo que le diera placer a otro ella lo podía soportar, y no tenía timidez alguna.

–¿Acaso le parezco muy puritana? –continuó ella, pero no esperó su respuesta y se levantó, cambiando de expresión de pronto.

Lina caminó hasta la pared, una gran concentración se reflejaba en su rostro. Lucas la siguió, curioso. Ella permaneció un segundo con los ojos fijos en la inmaculada pared blanca y después alzó la cabeza, hacia una ventana entreabierta en el segundo piso. Entonces comenzó a respirar agitadamente y se lanzó escaleras arriba a tal velocidad que asustó a la enfermera de guardia en el pasillo y a Lucas que, sorprendido, no la alcanzó hasta que por fin se detuvo, luego de abrir violentamente la puerta de una habitación.

–¿Qué pasa? –exclamó Teresa desde el extremo opuesto del corredor.

Lina se había frenado en la puerta del cuarto que antes ocupaba Clara y apoyó una mano en el marco para sostenerse. La paciente estaba desparramada en el suelo a los pies de su cama, y junto a ella en el parqué había un charco de sangre brillante. Lucas la alcanzó y apenas ver el desastre, le gritó a Teresa que pidiera ayuda, aún antes de notar los detalles. Para entrar tuvo que empujar a Lina a un lado, porque se había quedado paralizada.

Una vez estaba de compras en un shopping center y al dirigirse hacia los baños, situados junto a la escalera de incendios que nadie usaba, escuchó un estrépito y al volverse percibió que a una señora se le habían caído las bolsas. La mujer se agachó consternada porque se le habían roto los vasos recién comprados, y al intentar recoger sus paquetes se cortó la mano. Lina, que se había acercado por cortesía, vio la sangre que manaba con abundancia de su palma blanca aunque la mujer intentaba cortar la hemorragia con un pañuelo. El líquido rojo tibio y fragante la atraía sin que pudiera evitarlo, se le cortó la respiración, e intentó detenerse, pero sólo podía verse a sí misma tomando la mano herida, llevársela a la boca ante la mirada atónita, espeluznada de la mujer, quien intentó escapar en ese momento pero Lina la golpeó contra el muro. Alguien gritó, asombrado, al salir del baño y encontrarse con la imagen grotesca de la joven inclinada sobre un cuerpo desmayado, lamiendo con fruición los hilos de sangre que corrían por el brazo inerte. Algo en su interior le dijo que nadie debía verla y huyó corriendo por la escalera.

En el corto lapso en que Teresa la había dejado a solas, Ana trató de rasguñarse el rostro que veía reflejado en el vidrio de la ventana, distorsionado por la fina reja de alambre. Una estría púrpura se formó a lo largo de su mejilla izquierda, y con las uñas cortadas trató de arañarse el cuello inútilmente. Desesperada porque cada vez se veía peor, había partido el cepillo de dientes y con la punta irregular comenzó a rasgarse la piel de las muñecas, decidiendo que la solución no estaba en deshacerse de su rostro solamente.

Lina volvió en sí cuando un par de enfermeros la empujaron a un lado al entrar para ayudar a Ana. Lucas se apartó para dejarlos trabajar, y notó su alteración. Tuvo que sacudirla con fuerza para moverla y que no viera la escena.

Sus manos y ropa olían a sangre porque había tocado a Ana. Eso sacó a Lina de su estupor y salió corriendo rumbo a su habitación. ¿Qué es esto? Se preguntó Lucas, extrañado, viéndola desaparecer por el corredor. Fobia a la sangre, un temor a la visión de sangre que es común en algunas familias y comienza en general en la pubertad. Eso podía ser el origen de su delirio, pensó. Dejando a Ana en manos de Aníbal, la siguió, echando su bata salpicada sobre el escritorio de la enfermería. Imaginó que su mente había construido una historia fantástica a partir del malestar que le producía una fobia común.

–¿Qué pasa? ¿Le impresiona la sangre?

Lina se había quedado parada en medio de su cuarto, inhalando fuerte, la cabeza gacha. Ahora se va a desmayar, calculó Lucas, adentrándose en la habitación. Le puso una mano en el hombro para tranquilizarla; ella intentó dar un paso y se tambaleó. Lina podía sentir su propia respiración acelerada y los latidos del corazón como un tambor de guerra. De pronto, una sacudida estremeció su cuerpo, y antes de que Lucas la frenara, voló al baño y cayó de rodillas sobre la cerámica. Vomitó en el water todo lo que había comido, cosas que le resultaban indigestas luego de oler y contemplar sangre. Su cuerpo se revolvía, su estómago se convulsionó violentamente hasta que no quedó nada adentro y la joven pudo volver a respirar, agotada. Se dejó caer, apoyando la cabeza ardiente en el calmante piso frío del baño.

Debió quedarse dormida porque despertó en su cama, con un camisón de algodón limpio y una línea de suero en su brazo, la luz tenue atrás de la cortina indicando que se estaba por poner el sol. El doctor Aníbal pasó a verla. Se sentó en un taburete junto a la cama, y tras tomar su mano por unos segundos con expresión paternal, sonrió y dijo que todo estaría bien. Su forma coartada de expresar preocupación le recordaron a su padre en los pocos momentos en que se mostraba afectuoso con ella, dejando de lado la fuerte coraza que creía tener. Había algo en el suero que le daba una sensación de ingravidez placentera, pero poco a poco su mente comenzó a dominar a la sustancia, y tan pronto recordó que estaba con Massei cuando se desmayó, recuperó la lucidez. ¿La había visto limpiar y cambiar? ¿Había notado su herida? Alarmada, se irguió sobre un codo, apartó la sábana y se subió el camisón hasta la cintura.

Teresa, quien había acudido porque Lina era una de sus pacientes favoritas, de hecho se había sorprendido al ver la cicatriz morada con labios rosa, porque no recordaba que antes la tuviera. Pero Lucas la examinó y dijo que no podía ser reciente. Ahora Lina se palpó la piel con aprensión, diciéndose que ese día había actuado como una tonta, poniéndose en evidencia.

Mientras tanto, Vignac no había perdido el tiempo, mientras esperaba contar con la ayuda de Valeria para obtener datos de la clínica. Su mayor interés era encontrar a Tarant, y por lo menos pudo averiguar que para la policía el propietario de la mansión y su esposa estaban muertos, aunque no encontraron sus restos entre las cenizas. Pero lo más importante era que había una heredera, una joven que no llevaba el apellido de su padre y que salió ilesa del incendio. Los bomberos habían hablado con ella y Vignac esperaba conseguir, robar o comprar la declaración que había hecho ese día. No podía estar seguro de que Tarant y su pérfida mujer estuvieran muertos hasta que lo comprobara con sus propios ojos, y esa joven era el eslabón hacia ellos. Tomó el diario verde y leyó un pasaje, sonriendo de una forma siniestra que llamó la atención de sus compañeros de barra en el bar del hotel. Luego sacó una fotografía que usaba como marcador del libro. El rostro hermético de su hermano lo saludó antes de quedar encerrado entre las páginas amarillas.

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