domingo, 25 de julio de 2010

Historial 2: Pesadillas

Infidencias



–Qué buena trabajadora me recomendaste, Valeria, lo voy a tener en cuenta en el futuro –exclamó la contadora de la clínica, cerrando una carpeta con decisión.

Liliana Dexler miró en torno, satisfecha. De un lado podía ver la recepción, vacía, limpia, ordenada, del otro, a través de las ventanas polarizadas, los muros resplandecientes bajo el sol de la mañana y la delineada sombra de las plantas que Jano había colocado junto al nombre de la clínica. El día era hermoso, todo había vuelto a la tranquilidad, en conclusión, la vida era muy buena.

Por su parte, Valeria asintió al halago con modestia y mentalmente le agradeció al maravilloso hombre que había conocido y le había dado tanto en tan poco tiempo. El jueves anterior, Vignac le había comentado que lamentaba el estado de su país, porque una amiga, excelente secretaria, no tenía empleo, y recordando las palabras de la señora Dexler, Valeria replicó que ella podía ayudarla si era una persona de su entera confianza.

En ese momento, Deirdre salió de la oficina y pasó junto a las dos mujeres con una cordial sonrisa. Con su traje beige, lentes de carey, y los bucles rojizos recogidos en un moño, era la imagen de la eficiencia, igual a las modelos que salen en los comerciales de bancos. Avakian admiró su andar cadencioso al pasar frente a su consultorio, y se frotó la barriga deseando tener veinte años y veinte kilos menos para poder con ese bombón. Luego su mirada tropezó con la expresión severa de Liliana, y volvió a su trabajo, suspirando.

Esa misma noche Valeria le agradeció a Vignac los elogios de su jefa y hasta él se sorprendió de su entusiasmo en la cama.

Enredada boca abajo en la sábana blanca y tiesa, jugó con los dedos del pie del hombre, mientras él la escuchaba parlotear alegremente, sentado contra la cabecera de la cama, apartándose con indolencia los mechones de pelo plateado que se pegoteaban en el sudor de su sien.

–¿Así que conocías al doctor Massei de Europa? –preguntó ella volviéndose a mirarlo, y continuó diciendo con curiosidad–. Me gustaría saber cómo es cuando está lejos del hospital... Es tan misterioso... pero creo que es uno de esos adictos al trabajo.

–¿Te gusta? –inquirió Vignac inclinándose hacia ella, con tono burlón.

–¡No! –exclamó Valeria, aunque en verdad le parecía delicioso, con esa sonrisa amable y su aire distante–. Además, sé que anda con muchas mujeres, de todo tipo, que lo siguen como un enjambre, pero él no muestra mucho interés por ninguna.

–Entonces dime, ¿quién te gusta de tu trabajo? –continuó Vignac, trazando círculos con un dedo en su espalda desnuda, en cuanto ella hizo una pausa.

Valeria se estremeció: –Bueno... El doctor Avakian es simpático... y buen médico, pero tengo la idea de que siempre está mirando a las mujeres, me refiero a las más jóvenes. Creo que alguna vez se me insinuó, cuando recién entré a la clínica. Espero que sean ideas mías, porque es un viejo de cincuenta y cinco años –se quejó la joven.

Vignac se rió.

–Yo tengo casi su edad –explicó.

–No es lo mismo –replicó Valeria, comparando sus músculos trabajados, dorados, y sus labios firmes, con el bonachón y fofo doctor–. Y lo mismo digo de Fernando Tasse. No que sea un viejo verde, porque a él sólo le interesa tu complejo de Edipo. Es muy distraído, muy cómico... Para nada lo que yo esperaba de un profesional famoso, pero buena gente.

–Así que sólo hay hombres en ese lugar –la regañó Vignac suavemente, tirando de un mechón de pelo detrás de su oreja e inclinándose para rozar su cuello con su aliento.

–No, pero tú me preguntaste –rió ella, por las cosquillas en su piel–. Además no te voy a hablar de mujeres, no vayas a creer que son bonitas. Sólo te podría contar de la doctora Silvia, porque es una mujer reseca y rara.

–¿Rara? Me gustan las raras.

–No... no lo que piensas, pervertido. Me cae mal esa española, así que no voy a recordarla en este momento –continuó Valeria, dejándolo hacer mientras él bajaba por su espalda con pequeños besos–. Y Julia, que es la más linda, es muy inocente para tu gusto.

–Las inocentes a veces son las peores –replicó él, apartando la sábana que le entorpecía llegar a su destino. Ya tenía suficiente de interrogatorio, ahora su erección le reclamaba otro tipo de satisfacción, y la piel rosada, húmeda y turgente de su compañera requería su atención. Le susurró–. Yo creía que eras una joven inocente.

Deirdre no tenía idea de por qué le interesaba tanto lo que pasaba en esa clínica, pero tenía una deuda de gratitud con él y si le pedía algo lo cumplía con placer, aunque esta vez tuviera que abandonar su empleo para entrar a Santa Rita. En dos días se dio cuenta de que su tarea iba a ser muy fácil, el clima entre los empleados era franco e informal. Ninguno dudó con sus preguntas ni se negó a hablar de cualquier tema. Su fidelidad hacia la institución era indudable, pero ya la consideraban como una más de la familia. Así que aprovechó sus horas de descanso para charlar en la cocina, y además tuvo la suerte de coincidir con Carlos Spitta en el micro, de regreso a la ciudad. Él salía de un largo turno extra pero en lugar de ponerse a dormir, se sentó a su lado y conversó todo el viaje.

Mientras que todos volvían a la rutina, Ana recuperándose, Lina tratando de evitar al doctor Massei y Julia cruzándose en su camino cada vez que podía para agradecerle su acto heroico, Ulises se encontraba cada vez más angustiado. Ya no había vuelto a tener esas pesadillas espeluznantes que lo seguían hasta la luz del día, pero habían retornado los sueños que lo acosaban desde niño. Le rogó al doctor y a Fernando que le dieran esos medicamentos que le sacaban los sueños, pero estos se negaron a darle más tranquilizantes, señalando que estos le había causado su episodio desagradable.

A la noche, el joven se sentó en su cama sobresaltado, sacudiendo con desesperación los últimos vestigios del sueño. A la luz roja del velador, distinguió el atrapa-sueños que le había regalado su hermana y alguien había dejado sobre su mesita de luz. Lo tomó y contempló las plumas colgando de la telaraña de hilo. Los cazadores que en sueños lo seguían por tierras desiertas, incansables, para apresarlo, sacarle la piel del rostro y dejarlo sin cara utilizando algo pegajoso que hervían en un caldero, no habían quedado atrapados en la red. Todas las noches lo volvían a perseguir y aunque algunas veces lograban sacarle la cara continuaban asediándolo, sin que Ulises supiera por qué. Arrojó la artesanía al piso con rabia.

Esa misma tarde, en el patio de los enfermos peligrosos al cual estaba restringido ahora, se había encontrado con Eduardo, que le habló desde el otro lado de la reja. Eduardo fantaseaba con interminables enfermedades que lo aquejaban y había terminado en Santa Rita luego de provocar un incendio en un hospital, por un accidente o tratando de cubrir un robo de medicamentos. Su hobby, su especialidad, era buscar, sustraer y probar todo tipo de sustancias, y en esta clínica donde el acceso era casi imposible para los internos, lo consideraba todo un reto. A pesar de todas las trabas, Eduardo conseguía cosas, o tenía gente que se las introducía, y como buen samaritano también le gustaba compartir con sus compañeros.

Si los doctores se negaban y su familia les daba la razón, meditó Ulises, tendría que recurrir a otros métodos para parar sus pesadillas.

A la mañana siguiente muy temprano, Ulises era tema de conversación entre gente que él ni imaginaba. Vignac, vestido con elegancia para después ir a visitar a unos anticuarios, unos viejos que había conocido en Italia hacía veinte años cuando ya eran ancianos, escuchó con interés el relato de Deirdre. Estaban sentados en una confitería, ella desayunaba y él tomaba un café antes de empezar sus actividades.

–No sé si todo esto te puede servir, querido –terminó ella, sorbiendo su café con leche frío–. Un montón de chismes del personal y delirios de pacientes, porque los doctores no han querido hablar de nada extraño.

–Su forma de razonar es muy limitada –replicó él, mirando por la ventana el tráfico y la gente apurada para llegar al trabajo–, su formación les impide comprender lo que está más allá de sus teorías, no lo ven aunque sea una fuerza que los arroja contra el muro. Me extraña del doctor Massei, pero supongo que no quería entrometidos de la prensa amarilla o curiosos que estorbaran a sus pacientes. Lo que necesitan es un exorcista.

–¿Tú crees? –exclamó Deirdre, alarmada, y Vignac se mordió la lengua por hablar con tanto descuido.

–No te asustes –la calmó, tomándole la mano a través de la mesa–. No se trata de espíritus esta vez. Quise decir que necesitan la ayuda de un experto, alguien que sepa de lo que habla y que sea discreto...

–O sea que te necesitan, Roy.

Luego de pensarlo varios días, Lina resolvió que debía confiar en Massei. Si sospechaba algo de su confrontación con Miura, guardaba el secreto, como había sido discreto con lo que sabía de su disipada vida anterior. Especuló que si le contaba con honestidad por qué había decidido ingresar a la clínica, tendría su confianza. Estaba en el salón comunal, rodeada de pacientes pero absorta en su pintura cuando se decidió al fin, al verlo pasar por el corredor conversando con Tasse. Guardó sus cosas rápidamente y se levantó. Dudó, pero en ese momento Massei volvió a aparecer en la puerta y caminó hacia él con decisión.

–¿Puedo hablar con Ud.? –preguntó con seriedad.

Lucas captó su mirada franca y cierta humildad en su voz que la hacían parecer más humana, en lugar de la diosa inalcanzable. Pero Fernando, que seguía a su lado tratando de abrocharse el chaleco de lana, intervino en tono bromista:

–¡Eh! ¿Vas a hablar con él? ¿Me quieres poner celoso?

Ella arqueó las cejas y Lucas se la llevó. La condujo hasta su consultorio, pero apenas se habían sentado, con gran ansiedad, cada uno parapetado de un lado del escritorio en sendos sillones de cuero, él recordó que había dejado esperando por una respuesta a Carlos Spitta. Se disculpó y salió un momento.

Lina miró las paredes grises, desnudas a excepción de un diploma enmarcado, y estudió los contenidos de la estantería, libros, una planta, varios cajones cerrados. Encima del escritorio había quedado su agenda, entre el reloj y el portalápices. Estiró una mano hacia ella, pero se contuvo a último momento, y en su lugar dirigió su curiosidad hacia la cajita con tarjetas de visita, pensando que de todas formas estaban a la vista. Las de abajo eran del propio Massei, pero había apilado tarjetas de su primo, de Dexler, Avakian y la clínica, y una destacaba por su color marrón. Lina la tomó con un vago presentimiento y la revolvió entre sus dedos, como si picara. Lucas había tirado distraídamente la tarjeta que Vignac le dio entre las otras.

–R. M. de Vignac –leyó la mujer, sorprendida primero, hasta que un escalofrío le erizó la nuca, recordando–. De Vignac ¿aquí?

¿Cómo podía conocerlo Lucas Massei? No podía ser casualidad. Ahora recordaba que las enfermeras vivían hablando de él cuando se fue de viaje a Europa. Tal vez la tarjeta venía de allá. ¿O su pasado la iba a seguir hasta Santa Rita, que había supuesto un lugar perdido en el mundo? Massei la había considerado con desconfianza desde un principio, a diferencia del resto que la trataba con amabilidad. Otra vez, no podía ser coincidencia.

Se levantó, olvidando en su prisa la tarjeta que tenía en su mano y que cayó al suelo mientras salía del consultorio. En la puerta se chocó con Lucas, que preguntó, sorprendido:

–¿No querías hablar conmigo?

Ella lo esquivó y volvió al salón. Lucas entró, extrañado por su cambio de actitud, y se sentó en el sillón que ella había dejado tibio, pensativo.



Desenfreno



El lugar que Eduardo había escogido para sus transacciones era la segunda maceta frente al corredor de los psicóticos. Ponía su mercadería en la planta, oculta entre las hojas lustrosas, y sus compañeros podían retirarla alargando el brazo entre la reja, apenas necesitaban agacharse o demorar un segundo para que los otros no sospecharan. Ulises estaba deambulando por el patio interior techado cuando vio pasar una cabeza anaranjada, y se acercó a la reja. Eduardo se marchaba silbando, las manos cruzadas en la espalda. Ulises sacudió la cabeza, saludó al doctor que iba pasando, se abalanzó y arrebató la bolsita de plástico transparente de entre las hojas.

–¿No tienes con que pagarme? No te preocupes, lo hago de favor. En este lugar son tan cuidadosos que no se puede colar nada –le había dicho Eduardo el día anterior–. Donde estaba antes me traían plata y podía conseguir lo que quisiera, pero acá... –terminó suspirando, mientras Ulises lo miraba de reojo, dudando después de todo si debería tomar lo que le diera.

–Tengo un sedante que te va a hacer dormir como un bebé –agregó Eduardo, risueño, describiendo las bondades de su producto.

Ulises no necesitaba recelar de él; Eduardo era un experto en todo lo referente a enfermedades y curas. Había comenzado con dolores de cabeza y de estómago, pero una vez que la docena de médicos que visitaba asiduamente se cansaron de su presencia o se les agotó la reserva de análisis, comenzó a estudiar por sí mismo tratados de medicina para descubrir qué tenía. Llegó a la conclusión de que padecía un conglomerado de enfermedades extrañas a medida que sus síntomas iban creciendo: tenía manchas amarillas en los brazos y picazón en la nuca, puntos blancos en la retina, diarrea vespertina, insomnio, ahogo, parálisis repentinas. Lo que primero le pareció interesante o curioso, pasó a causarle un gran temor y desazón constante. Después de pasar por la homeopatía francesa y alemana, beber su propia orina, hacer yoga y acupuntura, reiki, e irrigación intestinal, empezó a automedicarse. Terminó en el hospital por envenenamiento y, como al salir volvía a tener sus malestares, volvió tres veces más por tomarse un cóctel completo de drogas. La última vez tuvo la mala suerte de provocar un pequeño incendio gracias a un tanque de oxígeno y un colchón inflable que entró en cortocircuito. No hubiera sido la gran cosa si no hubiera tratado de ayudar a su vecino, porque al empujarlo de la cama le arrancó la sonda, y Eduardo fue encontrado por las enfermeras en actitud sospechosa, con el suero en una mano, la bolsa de orina en la otra y su compañero de cuarto en el piso.

Del hospital psiquiátrico fue echado por traficar con drogas y Santa Rita lo aceptó, aunque su familia no tenía recursos para pagar una clínica privada. Aquí no había aprovechados que le trajeran sustancias raras, pero de vez en cuando lograba sustraer algo de lo que le daban a los demás, aunque tuviera que sacarlo de la boca de algún paciente más lento.

Después de repartir, le quedaron un par de cápsulas y, a la hora de ir a la cama las estuvo mirando, haciendo tiempo, como un niño que hace durar el placer antes de comerse sus únicos caramelos.

–Para los nervios –murmuró en la oscuridad, tragándolas de un buche.

En la cama de al lado, hacía rato que su compañero roncaba, y varios muros más allá, Ulises trataba de conciliar el sueño relajándose tal como le habían enseñado. Su última visión despierto fue un vaso de plástico con agua que había sobre la mesita, enrojecido por la luz tenue del velador.

Lina seguía despierta ya pasada la medianoche: daba vueltas en su cuarto, descalza para no despertar al resto. Fue a la ventana y abrió la cortina buscando aliviar la sensación de opresión que ese espacio pequeño le generaba. Estaba más inquieta de lo usual a esa hora de la noche. Aguzó el oído, porque creyó escuchar gruñidos y rasguños. Detuvo su ronda, alerta; debía estar imaginando cosas. A la mañana se le pasaría esa urgencia, se dijo, esa sensación de privación que la acosaba se desvanecería con la luz del sol.

Ulises abrió los ojos. Estaba en su cama, la luz gris que anunciaba el alba difuminaba los rincones. Se sintió feliz, porque por primera vez en semanas pudo dormir tranquilo, sin que lo asaltaran pesadillas y engendros. Salió de la cama, se desperezó, sintiéndose elástico, descansado y fresco, y caminó hacia la puerta. De pronto se volvió, sorprendido, al notar que la cama contigua estaba vacía. Las sábanas blancas formaban un revoltijo y la manta clara caía hasta el piso. Ni Ulises ni el mueble formaban ninguna sombra en el suelo, porque una luz potente entraba por debajo de la puerta. Ulises alargó una mano hacia el picaporte, temiendo girarlo pero incapaz de detenerse.

La puerta se abrió de golpe y se encontró cara a cara con un hombre.

–¡Hola! –exclamó Eduardo con frescura, como si encontrara la situación divertida–. ¿Qué haces en mi sueño?

Ulises frunció el ceño. ¿Cómo se había metido hasta su cuarto, traspasando la reja que separaba las salas? ¿Y por qué le preguntaba eso?

Cruzó el umbral, ignorando la niebla que le cubría los pies. Del otro lado, en lugar del pasillo, se encontró en un amplio prado de color verde pálido, grisáceo como un día de invierno. Debía estar soñando y había soñado que despertaba y se levantaba, pensó. Pero no era una pesadilla.

–No es una pesadilla –Eduardo hizo eco de sus pensamientos.

Ambos estaban vestidos con su ropa de cama, Eduardo tenía un pijama con la camisa desabotonada y Ulises podía ver cómo ondulaba su piel debajo de la ropa.

–¿Qué te pasa? –exclamó señalando su torso.

Eduardo se miró, indiferente, pero al ver los gusanitos gordos que reptaban por debajo de su piel su expresión cambió rápidamente.

–¡Ah! –gritó espantado–. ¡Saca... sácalos! –le gritó, sacudiendo los brazos.

Ulises lo miró impotente y comenzó a sudar y a respirar con agitación, escuchando el fru-fru que primero le pareció venir de los gusanos y sólo después se dio cuenta de que provenía de algo muy grande que se acercaba arrastrándose por el piso reseco. Fru... fru... Eduardo se miró las manos deformes, los dedos estirados y fundidos como moco. Las movió frenético, tratando de sacarse de encima esa visión, pero lo único que logró fue alargar aún más sus dedos hasta que le colgaban hasta el piso. Salió corriendo en busca de ayuda. Ulises ya no se preocupaba por él, tenía los ojos cerrados y rogaba salir de allí. Algo se acercaba. Quería despertar. A través de sus párpados notó que ya no estaba en el hemisferio luminoso, el mundo en el que estaba parado había rotado bajo sus pies y la gran sombra se cernía sobre su cabeza.

Abrió los ojos y no vio nada. Estaba sumergido en lo negro, lo oscuro le llenaba los pulmones, sofocándolo, y sentía su gusto a hierro en la boca. La piel se le erizó al sentir algo correoso y frío. Se tapó los oídos, presintiendo que iba a escuchar algo espantoso en el silencio invisible y al segundo estallaron los aullidos de un millón de sirenas taladrando su cabeza. Aunque se tapara las orejas, estaba hundido en la nada negra que entraba por todos sus poros y agujeros. Le parecía que había pasado una eternidad, no podía recordar quién era ni cómo había llegado allí. Perdió toda noción de sus pies y manos, y de la nada una luz roja estalló detrás de sus ojos.

Ulises abrió los ojos y se encontró con un aliento caliente y pútrido que le soplaba en la cara, mientras su cabeza subía y bajaba violentamente, golpéandose contra la almohada de su cama. Disparó sus brazos agarrotados contra su atacante y logró parar sus sacudidas un momento. Reconoció a su compañero de habitación en el momento en que este pegaba un salto y le salía de encima, rebotando contra la pared.

De repente, la puerta se abrió, reemplazando la luz mortecina del interior con la luz pura del sol. Dos enfermeros se abalanzaron sobre el hombre, que había quedado agazapado en un rincón luego de intentar ahorcar a Ulises.

–¿Estás bien? –preguntó la enfermera Débora, examinando el rostro pálido del joven, quien recién estaba recuperando el oído, ensordecido por los chillidos del sueño.

–¿Qué sucede? –agregó el otro enfermero, conteniendo los brazos del hombre que hasta ese momento había sido un paciente tranquilo, despistado, estable–. Nunca tenemos tanto trabajo a esta hora. Apenas son las seis y ya se despertaron cuatro excitados.

Después de que Débora lo consolara y su compañero fuera arrastrado de la habitación, mientras escuchaba los gritos provenientes del pasillo, Ulises volvió debajo de la sábana sintiéndose culpable. La doctora Llorente pasó como rayo, la cara roja y los ojos brillantes, preocupada por la epidemia de gritos. Grandes arañas caminaban por los techos, según sus pacientes, y radios instaladas en las cabeceras de las camas los obligaban a salir, correr y golpearse, mediante mensajes en lenguas muertas que sólo se oían dentro de sus cabezas.

–Esto pasa de vez en cuando –tranquilizó Avakian a la exaltada psiquiatra, palméandole el hombro, despreocupado.

Silvia Llorente se fue por el pasillo meneando la cabeza, reprochándole su indiferencia. Al rato, se cruzó con Lucas y su cara de pocos amigos le comunicó a este que había pasado una mala noche, al igual que podía ver por el agotamiento en los demás funcionarios. Silvia sólo le pasó unas carpetas, de mal humor, sin dar más detalles. Lucas se puso la bata y caminó por la clínica. En el camino se encontró con una escena que lo dejó perplejo. Avakian estaba charlando con Débora, quien en su impecable uniforme blanco le estaba explicando lo que habían hecho con algunos pacientes inquietos. Al darse vuelta la jefa de turno para cerrar una puerta, Aníbal aprovechó para pellizcarle con alevosía la parte más carnosa de su anatomía posterior, a lo que Débora pegó un salto y, luego de lanzarle una mirada furibunda, siguió de largo, mascullando entre dientes.

–Aníbal... –lo abordó Lucas, extrañado, y se quedó sin saber qué decirle.

Sabía que el doctor Avakian era un pícaro y le gustaban las mujeres jóvenes y rellenitas, y Débora estaba muy linda, pero nunca había cometido una falta de respeto con una colega en el lugar de trabajo. Por su parte, Avakian empezó a hablarle de los pacientes como si nada, aunque notó la expresión atónita de su amigo. Cuando llegaron al cuarto que Ulises ocupaba, Lucas se detuvo a preguntarle:

–¿Te encuentras bien?

A lo que el joven respondió afirmativamente –menos preocupado por el ataque que por la pesadilla, de la que tal vez su compañero lo había salvado al despertarlo en su violencia–.

–Pregúntele a ella... –susurró de pronto, cuando Lucas ya se marchaba–. Ella lo vio.

Massei se volvió, sorprendido por su tono sombrío. Ulises lo miraba, esperando ayuda y comprensión:

–¿Qué cosa? ¿Quién es ella? –replicó Lucas, pero Ulises decidió permanecer mudo luego de lanzar la piedra.

–Déjalo, es una tontería –dijo Avakian con desdén, pensando que empezaba a delirar.

–Tal vez quiere decir Lina –sugirió Carlos, quien se había detenido junto a ellos–. Cuando vino nos encontramos en el pasillo y apenas verla, comenzó a gritar que sabía algo.

Lucas se volvió hacia el enfermero, exasperado, ya que todo volvía sobre ella. Pero se sorprendió al notar los nudillos de Spitta bañados en sangre. ¿Acaso hasta los empleados se habían dedicado a golpear los muros con los puños? “Tuve que parar a unos que se levantaron con ganas de pelea”, explicó Carlos, y Lucas se preguntó cómo habrían quedado. Caminó hasta el salón comunal, curioso por ver si la locura se había extendido por toda la clínica o sólo en ese pabellón. Para su tranquilidad todo parecía normal.

Aunque los problemas no llegaban hasta la recepción, desde que llegó por la mañana, Deirdre había sentido escalofríos y una sensación de inquietud, como que algo se estaba cocinando y todos corrían peligro. A su lado, Valeria actuaba como si nada mientras hablaba por teléfono. La pelirroja se quedó mirándola por el rabillo del ojo, descontenta. La puerta de calle se abrió y Deirdre respingó, apretando con fuerza la cruz de ágata que colgaba sobre su pecho.

Aliviada, vio que sólo se trataba de la nutricionista. No trabajaba ese día, sólo pasaba a buscar una agenda que había dejado olvidada, dijo Julia al pasar sonriente, desapareciendo por la puerta de personal. Al mismo tiempo, Lucas se frenaba a mitad del salón, junto a la mesa de plástico donde Ana y otra paciente jugaban al ludo. ¿Qué iba a hacer? Se reprendió. ¿Le iba a hacer caso al delirio de un paciente que acusaba a otro de ser culpable de sus sueños? ¿Por qué le era tan fácil desconfiar de ella, por qué no quería ayudarla al igual que a los demás? Ignorando que una psicóloga le había hablado, Lucas se volvió como un autómata. La mujer que se había dirigido a él lo insultó entre dientes, por engreído. Ana la miró, sorprendida. Su compañera de juego, Andrea, se había quedado inmóvil con la vista en el tablero. Estaba callada, aunque solía moverse todo el tiempo y parlotear sobre su increíble vida de actriz.

–¡Hola! –saludó Julia al salir por una puerta al pasillo, sintiendo que el día se iluminaba.

El viaje extra había valido la pena, al menos para ver al doctor Massei con esa cara de distraído tan cómica. Iba a seguir de largo, pero se sentía contenta, efervescente, y decidió aprovechar la oportunidad. Se interpuso en su camino y Lucas debió frenar de golpe para no chocar con ella; le colocó las manos sobre los hombros como disculpa.

–Ho-hola, lo siento, iba distraído pensando en... –tartamudeó, pero Julia no lo estaba escuchando.

–¿Qué te parece si te invito a cenar? –lo interrumpió.

–Eh... –Lucas se sorprendió, pero lo tomó como una invitación de amigos–. Bueno, me encantaría que lo hicieras. Cuando quieras arreglamos algo.

Julia frunció el ceño. Tanto tiempo le había tomado decidirse a hablarle y él le contestaba que sí con tanta frialdad. No tenía corazón. Enojada, se volvió y salió por el pasillo a grandes zancadas, exclamando con desagrado: –¡Está bien!

Lucas quedó boquiabierto un momento y luego volvió a su consultorio, preguntándose qué mosca le había picado.

En la recepción, Deirdre la vio pasar casi llorando, tomó el auricular, y marcó el número de Vignac. Se estaba asustando.

Confluencia


Lina se escurrió del salón comunitario, donde los pacientes estaban actuando de forma extraña. Presentía que no era un simple contagio de nervios, porque también los encargados mostraban signos de estar influenciados por algo maligno. Cuando unos pacientes se mantenían inmóviles, absortos en sus fantasías, Teresa y la auxiliar Pérez se enfurecían con ellos, los sacudían con impaciencia y los empujaban con brutalidad. Un joven se había bajado el pantalón enfrente del sillón donde Lina estaba sentada, y en lugar de llevárselo, Teresa le gritó que era una pervertida. Ella se levantó con la firme intención de tomarla del cuello, pero se contuvo a tiempo, dándose cuenta de que no podía dejarse llevar por su instinto. También se sentía frustrada, sólo pensaba en atacar a los que se le cruzaban. Su santuario se estaba trastornando.

–Esto podrá sonarle extraño, pero yo también me considero un científico y no me interesa perder el tiempo –explicaba Vignac en el teléfono–. Se encuentran en un punto de alta densidad espiritual, como Stonehenge, el Mar Muerto o el Monte Atos, lugares que la humanidad ha elegido a lo largo del tiempo como centro de devoción y de culto, un lugar sagrado.

–Pero, ¿por qué ahora? –replicó Massei desde su consultorio, todavía revolviendo entre sus dedos la tarjeta que Vignac le había dado y que encontró en el suelo luego de que Lina se marchara.

–No lo sé con exactitud, algún elemento se ha cambiado, destruyendo el equilibrio –especuló el otro, y luego de una pausa agregó–. Debo ver qué hay allí para descubrir qué está pasando.

–De acuerdo –respondió Lucas de inmediato, ya que daba lo mismo, ¿qué mal podía hacerles un erudito en escritos antiguos?

Luego de colgar, el doctor se sacó la bata y abrió la puerta, dándose cuenta de que por primera vez tenía que armarse de valor para salir, cuando estaba acostumbrado a deambular entre la gente de la clínica como si nada. Esto lo perturbó más que la fuerza descomunal de Ulises o el descaro de Aníbal. Por eso se dirigió hacia la recepción para comentarle a Valeria un detalle y recuperar el ánimo antes de volver a los pacientes; pero en el mostrador se encontró con la nueva empleada, y abatido, recordó a Cristian.

La mujer alzó hacia él unos ojos desconfiados. Sin embargo, era la única que hoy no le daba inseguridad. Había cierta piedad en su mirada, y meditó que debía ser por la cruz que llevaba. Él no era religioso, aunque de pequeño sus tías, que lo criaron tras el accidente de sus padres, habían tratado de inculcarle el amor a Cristo. Resultaba irónico que a esta altura buscara explicaciones irracionales en un pseudo espiritista con ínfulas de experto en parapsicología, y recordó que Vignac le había caído antipático, excepto cuando estaba en su presencia y lo encantaba con su labia.

Pero ya no podía hacerse atrás, así que lo recibió y acompañó en su ronda por la clínica. Atardecía cuando Vignac entró, pasando por delante de Jano sin saludar. El cuidador, acodado sobre su escoba entre las hojas sin barrer, estudió con suspicacia su costoso traje.

–Buenas tardes –se detuvo un momento y saludó a las secretarias con galantería; cualquiera diría que no las conocía.

Valeria se sonrojó pero Deirdre no reaccionó, más preocupada por lo que fuera a descubrir que por su simpatía, e impaciente porque llegara la hora de marcharse a su casa. El reloj marcó las seis y salió disparada hacia la puerta, mientras la más joven remoloneaba con unos papeles para esperar a su amante, ansiosa. Vignac, por su parte, sólo se movía por curiosidad profesional.

Para construir la clínica se había utilizado una antigua casa burguesa de veraneo, a la que se le añadió una cocina más amplia en la parte de abajo y un anexo para tener más cuartos. El patio interno había sido techado y una parte del tejado reparada, pero ninguna estructura había sido modificada. Vignac recorrió el lugar en silencio, al parecer prestando atención al edificio y no a los ocupantes.

–Ya lo intuía, Massei –declaró–, por la zona y la forma de la casa, fue construida por masones. ¿Tiene idea de quienes eran los dueños anteriores?

–Sí –respondió Lucas enseguida–, pero no eran nada de eso. Fue comprada en remate a principios de siglo, luego de que su dueño quebrara...

–El marqués de la Laguna, se dio en quiebra luego de que su esposa se suicidó y la familia de su suegro le quitó el apoyo económico. Tenía un saladero. Pero no fue el que construyó la casa, sino su amigo Silvestre D’amico, quien se hacía llamar alquimista.

El doctor Massei se detuvo en medio del patio interior, estimando cuánto sabía ya Vignac. A esa hora el espacio estaba sumido en la penumbra, frío y húmedo. Vio que el otro sacaba una linterna del bolsillo y recorría con su luz los rincones y zócalos, desplazando las sombras. Nunca había creído que el patio fuera un lugar desolador hasta ese atardecer, cuando sintió el eco de sus pasos en las frías paredes. El haz de luz se detuvo sobre el dintel de una puerta, labrado con hojas y frutos que enmarcaban una cruz en forma de T con dos barras en diagonal.

–Los protectores parecen seguir en su lugar –murmuró Vignac, tomando notas. Lucas alzó las cejas, estoico. El acento extranjero se confundió, en el tono urgente y enérgico que ahora usaba para recontar los datos–. Es interesante que esta residencia haya sido tomada como clínica psiquiátrica. En otra época se los hubiera llamado visionarios, chamanes, profetas; muchos de ellos estaban tan locos como sus pacientes. Pero tenían el poder, o sea la sensibilidad para percibir cosas que nosotros no tomamos en cuenta, y la intuición para hallar relaciones donde sólo vemos casualidades. Eso es el destino... ¿Lo aburro, doctor Massei?

Lucas sacudió la cabeza, había quedado absorto en los detalles que Vignac le iba mostrando mientras avanzaban por el corredor: el labrado de las rejillas de respiración de los cuartos, en forma de floridas cruces, el diseño de las cerámicas del piso, y la forma en que el sol poniente caía exactamente por la ventana del comedor.

–Allí había un vitral –recordó Massei–. Algo religioso... un caballero con armadura cortando la cabeza de una bestia, un dragón.

–Muy sugestivo –asintió Vignac–, pero seguramente era un adorno.

Massei lo siguió fuera del comedor, cruzándose con varios internos. Parecían abatidos, cansados. También él tenía ojeras, como si en ese ambiente tan sólo respirar fatigara. Vignac los ojeó sin fijarse mucho en ninguno y se volvió resuelto hacia una puerta del otro lado del salón.

–¿Qué es eso? –señaló, de pronto interesado.

–Un pequeño almacén donde se guardan los materiales de la terapia ocupacional.

Vignac esquivó los sillones y se detuvo a estudiar esa puerta, sacando una brújula del bolsillo para cerciorarse de que tenía la ubicación correcta. Lina, que había resuelto bajar a cenar para no tener que dar explicaciones, aunque no se sentía lista para enfrentarse con la gente, los vio al bajar el último escalón, y quedó petrificada. Rápidamente, se dio vuelta intentando volver arriba, pero el ojo de Lucas la había captado, ya que no estaba tan concentrado como Vignac con su aparato. Para evitar caer bajo sospecha, Lina se volvió fingiendo naturalidad y con un esfuerzo mayor cruzó caminando el salón hasta alcanzar al resto de los pacientes, pasando a espaldas de Vignac con la mueca congelada en su rostro. Su corazón latía a toda prisa. No quería que la viera pero ardía por lanzarse sobre él y arrancarle las entrañas con sus uñas. Mantuvo la compostura bajo la mirada del doctor.

–Se nota que han cambiado esta puerta, porque es más moderna que las otras. Era un punto de balance con el poniente.

–¿Qué tiene que ver la puerta? –preguntó Lucas, entre curioso y enojado por esas insignificancias.

–Es una coincidencia –replicó Vignac, sin sentirse molesto por sus dudas–. Lo importante es que estamos parados sobre un vórtice de fuerzas terrestres, próximos al solsticio y alguien ha intervenido para perjudicar a algunos de sus pacientes. Por qué motivo, no lo sé. Tal vez tengan una queja contra la clínica o pretenden enfermar a alguien.

–¿Cómo que alquien ha intervenido? ¿Quién? ¿Qué se supone que ha hecho?

–Venga conmigo y vea... si no me equivoco mucho, debe ser abajo, más cerca de la tierra. ¿Tienen un depósito, cuarto de calderas o lavadero en el sótano?

Debajo de la planta principal se ubicaba la caldera susurrante, un lugar húmedo, cálido y oscuro; además de unos depósitos llenos de polvo y el cuarto donde habitaba Jano, un recinto alargado con un pequeño tragaluz rectangular. Estaba cerrado, pero Lucas estaba seguro de que no había motivos para desconfiar del cuidador, ni para perturbar su intimidad. Al final del tenebroso corredor, una corta escalera llevaba a un laboratorio en desuso. Se había preparado para alojar un equipo de investigación pero la idea nunca se llevó a cabo y se hallaba clausurado, explicó Massei. Pero Vignac continuó, y decidido, subió los escalones. Sacudió el candado y Lucas contempló asombrado cuando este cayó al piso en piezas. Vignac empujó la puerta, que se abrió con un chirrido, y luego de unos segundos, irrumpió con un movimiento brusco.

Sus pasos resonaron en la estancia vacía. Lo primero que invadió su visión al encenderse la luz automáticamente fueron dos hileras de mesadas de mármol con piletas de acero inoxidable impecables. Los tubos fluorescentes inundaron de blanco el recinto, los azulejos de la pared y las estanterías empotradas, repletas de instrumentos aún embalados en bolsas de plástico, listos para ser usados.

Lucas siguió a Vignac, quien se había detenido entre las dos mesadas. En medio del suelo de pulcra cerámica blanca habían pintado un círculo rojo que no llegaba a cerrarse, y en su interior una estrella de cinco puntas. Aunque al entrar había sentido olor a nuevo, a goma, cemento y plástico, ahora comenzó a percibir el tufo agrio de lo orgánico.

–Bueno... –suspiró, metiendo las manos en el bolsillo–. Supongo que tendré que llamar a la policía.

–¿Por qué? –replicó Vignac, quien se había arrodillado para estudiar el trazado del círculo y estaba midiendo con una cintra métrica el ancho de la sangre reseca.

–Por vandalismo.

Vignac fijó en él una mirada penetrante, que lo hizo sentirse de nuevo en jardín de infantes.

–No le servirá de nada. Ellos no entenderán lo que sucede aquí –dijo, volviéndose hacia el círculo incompleto–. Esta es una apertura, un ritual sencillo para desatar fuerzas contenidas. ¿No ha tenido problemas extraños con sus pacientes, aparte de la repentina furia asesina del secretario? Pues es muy probable que los tenga, me refiero a que los pacientes empeoren, que cambien de personalidad... Las fuerzas místicas agitan el inconsciente humano, y sacan lo primitivo que llevamos dentro, nos dan visiones del océano primigenio... Tal vez deba examinar esta sangre. A qué o a quién pertenece.

Lucas lo observó, asombrado por lo misteriosa que podía ser la vida de un filólogo, mientras Vignac tomaba de un anaquel un tubo de ensayo para guardar una muestra de sangre que rasconeó con la lima que llevaba siempre en su bolsillo. Después le entregó el tubito, y mientras Lucas lo guardaba en el bolsillo y salía, sin que lo viera tomó una muestra para sí mismo.

Arriba, habían terminado las actividades del día y la cena, y las auxiliares iban a las corridas controlando que todos fueran a sus cuartos y que tuvieran su medicación. Lina se puso en la fila detrás de Juan, un gordito que también iba al segundo piso. Al salir del comedor cubierta por su masa, asomó la cabeza por encima de su hombro, acechando la presencia de Massei o Vignac. Ya que no habían vuelto del sótano al que habían bajado media hora antes, salió disparada hacia la escalera, pasando con éxito entre las enfermeras. Se entreparó en la puerta de su cuarto, alerta: los divisó al otro extremo del pasillo. Habían subido por la escalera de servicio. Los separaban sólo un par de personas que seguían charlando pero se dispersaron al ver venir al doctor Massei, entrando a sus respectivos cuartos. Vignac se detuvo para mirarla, pero ya se había esfumado de su campo de visión.

–No digo que deba sospechar de sus colegas o de los empleados, Massei –susurró, contestando a sus dudas–. También puede tratarse de un interno pero... lo que vimos no es obra de un loco. Hay un orden, un método que se ha seguido tal cual lo indican los textos de alquimia o nigromancia.

–Es cierto que hay un par de pacientes que muestran interés por esos temas –indicó Lucas, dándose vuelta en seguida para hablar con el ocupante del primer cuarto, mientras Vignac esperaba afuera, ojeándolos, al parecer sin prestar atención.

Lina escuchó junto a la puerta abierta y se preguntó si Massei pasaría de largo. Parecía especialmente meticuloso hoy, ya que se detuvo a conversar con cada paciente. Miró en torno, estudiando su propia habitación en busca de recuerdos delatores y luego de un escondite. Estaba el ropero, pero si lo abrían no tenía cómo ocultarse, y debajo de la cama parecía poco razonable. Escuchó sus voces, aproximándose. El acento y el tono de voz de Vignac le hicieron recordar claramente a su hermano y por un instante revivió su juventud. Se subió al marco de la ventana y se acurrucó en el pequeño espacio entre la reja y la cortina, acomodando los pliegues azules para que no vieran el bulto que formaba.

–No está aquí –comentó Lucas, luego de golpear.

Ambos entraron en el cuarto, iluminado tenuemente por una lamparita situada junto a la cabecera de la cama. Todo estaba ordenado, y no parecía habitado, excepto por un saco azul echado sobre la cama y las pinturas sobresaliendo de la carpeta que Lina había dejado sobre la mesa. Lucas no había vuelto allí desde el incidente con Ana, y la imagen de las dos mujeres se confundió en su recuerdo, una derrotada y bañada en sangre, la otra lidiando consigo misma en gran confusión.

–Muy buena técnica –murmuró Vignac, ojeando los retratos.

Lucas se había dirigido a la ventana, sintiendo la brisa fría que subía después de la caída del sol, y apartó la cortina para cerrarla.

–¡Ah! –exclamó alguien a sus espaldas. Era una enfermera con un vaso en la mano–. ¿No está Lina? Creí verla subir, y no pasó por su medicación...

–No estaba aquí –contestó Lucas, sonriéndole a la confusa muchacha y conduciendo a los otros afuera, le ordenó–. Búsquela. Quiero que tengan un cuidado especial esta noche con todos los pacientes.


Impulsos

Mientras Vignac olvidaba su obsesión por lo esotérico en brazos de una entusiasta Valeria, para ser más exactos entre sus piernas, a Massei no le fue tan fácil sacar de su mente lo que le había dicho en la tarde, y se revolvía en su cama demasiado amplia para un soltero insomne. Seguía preguntándose si lo que contaba el extranjero sería charlatanería, si la estrella roja envuelta en un círculo incompleto implicaba algún peligro para la gente de Santa Rita, o sólo se trataba de una payasada para asustarlos. Un último acto de Miura tal vez, o una invitación al desastre.

Había visto algo extraño en Ulises, pero ¿podía creer en lo sobrenatural?

Lina se había enterado de que Vignac se marchaba, desde el tejado, oculta tras una chimenea. Después caminó por el techo, bajó por un alero, levantó una chapa de plástico de la terraza y se descolgó hasta el suelo. Por suerte no habían cerrado todavía la puerta, pero fue sorprendida por la enfermera que andaba buscándola y tuvo que soportar una reprimenda y que la escoltaran hasta su cuarto. Aunque se sentía protegida en Santa Rita, en el aire de la noche había experimentado con nostalgia la libertad.

En los pasillos de la clínica no se movía un alma, como si enfermeros y auxiliares tuvieran miedo de poner un pie fuera de sus estaciones de trabajo. Fastidiado por tener que hacer el turno de la noche, Spitta se removió en su silla junto a la cámara de vigilancia que le permitía observar todo el pabellón. Estaba haciendo frío, como si no funcionara la calefacción. Alargó el brazo hacia el teléfono, pensando en llamar a Jano y decirle que le diera una mirada a la caldera, sintiendo la satisfacción de molestarlo en pleno sueño a mitad de la noche. Pero en el interín vio por el rabillo del ojo una sombra que se movía en el pasillo y soltó el teléfono, alerta. ¿Quién se había salido de su habitación?

Se había equivocado. Las cámaras no mostraban nada. Extrañado, salió de su silla y caminó hacia el cruce de pasillos. Sólo se podían oír sus propios pasos amortiguados. Un viento helado le azotaba la cara, como si alguien hubiese abierto una ventana. Se le erizaron los vellos de la nuca cuando se detuvo frente a la habitación donde dormía Ulises, presintiendo que el problema venía de ahí adentro. No quería abrir la puerta. ¿Pero si le había pasado algo? Era responsable por su bienestar y por su seguridad. Tenía que juntar valor y olvidarse de las supersticiones.

Carlos Spitta empujó la puerta y miró adentro.

Ulises seguía en su cama, durmiendo pacíficamente. Sin embargo, el viento se originaba allí, había corrientes que se arremolinaban en torno a sus pies, acariciándole las pantorrillas a través del pantalón. De pronto, una fuerza brutal barrió al enfermero, lanzándolo contra el muro del otro lado del pasillo. Al mismo tiempo que caía, golpéandose el hombro derecho contra el piso, estalló un concierto de alaridos. Diez pacientes se habían despertado al mismo tiempo, poniéndose a aullar en sincronía. Aturdido por el volumen y la violencia de sus gritos, Carlos reptó por el piso, viendo pasar por la esquina a uno de sus colegas, cojeando. Había sido sorprendido por un loco que despertó, se lanzó contra él arrancando las correas que lo ataban, y le mordió una pierna. Aterrado, sólo atinó a salir del cuarto y cerrar la puerta tras de sí, trancándola con el pasador. Adentro, furioso, el loco golpeaba con brutalidad la madera, manchando de sangre la puerta y haciendo saltar astillas con sus puños.

En el resto del edificio los pacientes tampoco estaban en calma. Las auxiliares corrieron a apoyar a sus compañeros. Además de despertar atemorizados por el escándalo que provenía del otro pabellón, algunos pacientes comenzaron a salir y correr por los pasillos, agitando los brazos y tirando cosas.

Carlos había logrado ponerse de pie y contemplaba la situación a su alrededor; sabía que tenía que poner un poco de control pero no podía dejar de temblar. Todos parecían desorientados como si no supieran que hacer. Se sentía incapaz de moverse, paralizado por el viento helado. Creyó notar que las luces disminuían de intensidad, como si perdieran energía. Parpadearon y un segundo después, en medio del silencio repentino, se fue la luz.

Carlos reaccionó y corrió por el corredor hacia el teléfono, rozando al pasar cuerpos que arrojaba lejos de sí sin poder reconocerlos. Habían vuelto a estallar gritos y portazos, sentía un perfume agrio y en el fondo de todo un zumbido que penetraba hasta el centro de su cerebro. Encontró su linterna y la encendió, aclarando el panorama a su alrededor, enfocando en el acto unos rostros distorsionados, frenéticos, y otros aterrados, sobrecogidos. Reconoció la voz de Jano que gritaba a lo lejos, y un colega que preguntaba por qué no había luz. La línea de teléfono estaba muerta.

En el segundo piso, las bombitas del corredor estallaron una a una, dejándolos también inmersos en la oscuridad. Lina se había colocado junto a su puerta, contemplando el ir y venir, escuchando los gritos de dolor, furia y miedo que llegaban de abajo, donde la situación debía ser peor. También sintió el olor acre que había impresionado a Carlos. Fuego. Algo se estaba incendiando. Sangre, había varios heridos. Temor y excitación. Juan, siempre tranquilo y tímido, pasó corriendo desnudo, hostigando a Ana, que huía con ojos de venado asustado. Lina saltó en medio y paró al hombre de un golpe en la garganta en el momento que asía a su presa.

Juan cayó como una masa fofa y pesada, lanzando apenas un gruñido y soltando a Ana.

–El miedo hace que te persigan –susurró Lina, pero la otra no reconoció la voz de su salvadora y tampoco podía verla en la oscuridad.

Spitta se detuvo a recuperar el aliento en el patio, y entonces recordó que tenía el celular en su cinturón. Con tanta mala suerte no tendría batería, pensó. No, el aparato brilló en la penumbra y Carlos suspiró aliviado. Pero luego de los tonos de marcado, al ponerse el celular en la oreja escuchó un sonido crepitante y estática. Ruido blanco. Lo miró de nuevo pero la pantalla no indicaba nada extraño. A punto de gritar de frustración, percibió que el escándalo había disminuido en intensidad. La mayoría había dejado de gritar y moverse; la sirena que parecía tener en la cabeza cesó, el zumbido constante se había desvanecido.

Volvió adentro y recorrió el corredor. Las luces se iban encendiendo, con excepción de aquellas que habían estallado. Encontró rostros familiares y no contorsionados, que lo miraban intrigados, confusos, como si recién despertaran y se preguntaran qué estaban haciendo fuera de sus camas. Vio a Jano del otro lado de la puerta del pabellón. Venía con cara de cansado y un extintor en la mano:

–Alguien prendió fuego en la cocina y lo dejó arder –masculló, sopesando el tanque vacío para que lo viera.

Carlos no supo qué contestarle. Del baño salía un charco de agua. Pasó por encima de los trozos de vidrio que llenaban el pasillo, en medio del silencio general, y observó las auras negras que descubrían quemaduras del tendido eléctrico a lo largo de la pared. Llegó al teléfono y comprobó la línea; también había vuelto a la normalidad.

Todos regresaron a sus camas, agotados, sin recordar exactamente por qué estaban tan enojados, perturbados, o asustados. Jano se puso a reparar la pérdida de agua de una cañería que parecía haberse salido de su lugar por una explosión.

–¿Notaste que la temperatura bajó mucho esta noche? –le preguntó Spitta, mirándolo trabajar desde la puerta del baño.

Jano sacudió la cabeza. La calefacción funcionaba bien y no había sentido nada. Carlos sintió un escalofrío, al recordar los remolinos helados que habían pasado por su lado, no podía haber sido una ráfaga de viento. Arriba, las enfermeras controlaban el estado de sus pacientes, pero estaban bien, salvo que necesitaron más drogas para calmarse. El único herido había sido Juan: luego de haber encontrado su ropa abandonada en el cuarto, lo hallaron inconsciente en medio del pasillo.

Al pasar por el comedor, una limpiadora creyó ver un bulto y pensó que podía ser un paciente que se hubiera escondido allí por miedo. Encendió las luces y para su sorpresa, encontró a un joven tirado en el suelo, los ojos abiertos clavados en el techo, lívido.

Carlos corrió al escuchar su grito, temiendo que todo comenzara de nuevo. Abrazó a la joven que lo había encontrado, reconociendo a uno de sus pacientes y notando en seguida que estaba muerto. Se arrodilló junto a él y lo examinó sin tocarlo, pero lo que vio le heló la sangre. Miró alrededor como si temiera que alguien saltara desde un rincón, pero estaban solos.

–¿Llamaste al doctor Avakian? –le preguntó un auxiliar desde la puerta, preocupado por cómo iban a explicar lo sucedido esa noche.

–La doctora Silvia estaba por aquí –balbuceó la limpiadora, limpiándose las lágrimas con la manga de su uniforme. Estaba llorando de miedo–. Para que lo vea...

–No hay nada que podamos hacer por él –replicó Carlos.

Rodrigo Prassio estaba en Santa Rita tratando de dejar su manía por comer cualquier cosa que tuviera a su alcance, sin importar si era tierra, insectos, plástico o alfileres. Aparte de esta compulsión, su carácter era dulce y amable, y solo intentaba salvarse, asustado por los gritos de sus compañeros, cuando empezó a correr a ciegas en medio del tumulto. En la penumbra, su instinto lo guió hacia el comedor y se acurrucó debajo de una mesa. Pero al parecer no había encontrado un buen refugio.

La policía acordonó el predio. El comisario parecía harto por tener que acudir de nuevo a ese lugar; nunca había pensado que por tener un manicomio cerca iba a tener tanto trabajo. La cuestión del homicidio era lo peor, porque tenía que soportar la interferencia de la Jefatura y las llamadas del ministro. Además se imaginaba el lío que iba a armar la prensa en cuanto supieran de otro incidente en Santa Rita, y para colmo de males, tan fantástico.

Tampoco estaban felices los doctores y allegados de la clínica, que se congregaron allí tan pronto pudieron responder a sus mensajes. Uno de los primeros en llegar fue Lucas, quien no tuvo problemas en sacudirse el sueño, vestirse y conducir a toda velocidad. Sin embargo, para entonces ya estaban reunidos en la dirección Tasse, Aníbal y Silvia Llorente. La psiquiatra estaba relatando los hechos antes de encontrar al muerto.

–¿Qué está qué... –exclamó Aníbal, alzando la voz, al tiempo que entraba Lucas.

Silvia asintió gravemente. Los cabellos erizados de horror, Lucas corrió a verlo con sus propios ojos, siguiendo por instinto las miradas de soslayo y las luces encendidas. Se detuvo en la puerta del comedor, donde Carlos parecía montar guardia de brazos cruzados, enfrentado a un policía. Junto al cadáver, el juez de turno esperaba al médico forense, que se tardaría un par de horas en llegar.

El enfermero respondió a su mirada con un gesto afirmativo. Por muy extraño que podía resultar, el paciente había sido mordido. Tenía la yugular desgarrada y presentaba marcas de dientes humanos en un brazo y en la cintura. Podía haber muerto desangrado pero no había rastros del líquido vital donde lo habían encontrado.

El policía había dejado de interrogar a Carlos y lo estudiaba con recelo. En cambio, Lucas lo ignoró, y su expresión indiferente calmó las dudas del funcionario policial, que comenzó a sentirse apocado en presencia del joven doctor. Massei se volvió hacia el salón con un movimiento repentino. Allí se detuvo, dividido entre lo que había en el sótano y sus dudas sobre Lina. Pensó un momento. Si se movía iba a alertar a la policía y no le interesaba que lo investigaran. No pensaba ayudarlos ni le interesaba hacer justicia, porque sentía que en sus manos tenía la clave de todo. En lugar de dirigirse hacia Lina como tenía pensado, caminó con tranquilidad hasta la recepción y habló unas palabras con Aníbal. A él le iban a interrogar sobre los pacientes, y también necesitaba su opinión como amigo, pero para su sorpresa, Aníbal no creía que ella podía ser culpable.

–No vamos a dar datos de nuestro internos. Por eso no te preocupes, Lucas –murmuró el otro al notar el tinte de la preocupación de su colega y agregó con tono de enfado–. Claro que no quiero tener a toda la prensa y a las familias y al ministro curioseando por qué no podemos mantener a nuestros pacientes quietos en la noche.

–Más que de cómo ocultarlo deberíamos preocuparnos de por qué pasan estas cosas –replicó Lucas, impaciente, preguntándose al mismo tiempo si se trataba de un sabotaje.

Luego dejó esa idea de lado, no creía que alguien se fuera a tomar tantas molestias para dejarlos mal parados.

Fragmento del pasado


A diferencia del resto del hotel que parecía detenido en mil novecientos cuarenta, el bar tenía una decoración moderna en tonos beige, con cómodas butacas mullidas y mesas ratonas de cristal ahumado, luz ambiental tenue y música funcional. El barman repasaba las copas con cara de aburrimiento, detrás de la gruesa barra tapizada de cuero, entre espejos y destellos de cristal, acero inoxidable y botellas medio vacías. Vignac le hizo una seña que pareció no ver pero en seguida le envió a la moza con una botella de bourbon, dos vasos y una cubetera con hielo. Sentado frente a él, luego de un día agotador, Lucas se relajaba, su mirada vuelta hacia el amplio ventanal que brindaba un hermoso panorama de la ciudad con las luces titilando en el crepúsculo azul. Vignac llenó un vaso hasta arriba y se lo entregó. Lucas lo tomó como señal para seguir contándole lo que la policía había dejado entrever.

En medio de la confusión causada por un apagón en la noche, alguien había asesinado al paciente Rodrigo Prassio tras seguirlo hasta el comedor, usando sus propios dientes. La sangre había desaparecido del cadáver y en el piso no había derramada una gota.

Vignac se cuidaba de mostrar su interés y asentía de forma cortés mientras sorbía su bebida. Deirdre le había comunicado lo del muerto y otros rumores, por lo que tuvo noticias antes de enterarse por la televisión y de recibir la llamada de Massei.

–¿Analizó la sangre que tomamos ayer, doctor? –lo interrumpió.

Lucas negó con la cabeza. No había tenido tiempo ni oportunidad. Vignac sí aunque no se lo aclaró. No era sangre humana sino de perro.

–No creo que los símbolos, la masonería o el solsticio tengan que ver con lo que sucedió anoche... Me refiero al asesinato. Fue un hecho de violencia, seguramente alguno de los internos lo hizo...

El doctor tenía razón probablemente, pensó Vignac.

–Eso es lo que le dice su director, supongo –replicó sin embargo, moviendo una mano con desdén–. Ya le había advertido que la situación podía remover instintos salvajes.

Asegurándose de que nadie los miraba, aunque de hecho eran los únicos que ocupaban una mesa en el bar, Vignac sacó unas fotos de su chaqueta y las tiró sobre la mesita. Lucas observó las imágenes que se desparramaron entre la botella y su vaso: una copia de una escena antigua, en un elegante aposento del siglo XIX se reunía un grupo de gente con trajes de gala hasta el cuello; en otra había una pareja pálida y sonriente frente a un aeroplano con ruinas egipcias de fondo; por último un grupo familiar más moderno. El doctor respingó. Vignac notó el gesto brusco que Lucas trató de ocultar llevándose la mano a la boca y apoyando el codo sobre una rodilla.

Massei alzó las cejas, inquisitivo.

–He notado que le preocupa más el crimen en sí, que la posibilidad de que las autoridades los intervengan. En ese caso –explicó Vignac juntando las fotos de modo que la más nueva quedó arriba, y añadió en un susurro–, tal vez le interese saber que ya me he topado con casos así. Sí, me refiero a criaturas reales que pueden palparse y fotografiarse.

Lucas estudió el papel satinado. El grupo consistía de un hombre mayor con bigote oscuro y sienes plateadas, rostro delgado y pálido, una mirada penetrante y traje austero, formal, parado mirando a la cámara. Tenía una mano posada sobre el hombro desnudo de una mujer rubia, y la otra apoyada en una silla antigua de respaldo alto. Lo flanqueaban un joven de rostro redondo, jovial, y cabello enrulado, que posaba con las manos en las caderas, y un hombre como de treinta y cinco, serio, alto, aristocrático. Este descansaba su mano, con un aire de posesión y seguridad, sobre la joven que estaba sentada al frente, quien le había llamado la atención en el primer momento. Apenas una muchacha, con una solera de gasa azul que contrastaba con el vestido de raso morado de la rubia, dejando ver su delicada piel blanca. Tenía cabello oscuro largo y un mechón caía sobre su pecho como por descuido. Sus labios se contorneaban en una sonrisa como la que había visto muchas veces en Carolina Chabaneix cuando se burlaba de sus doctores.

Vignac había sacado el diario de tapas verdes mientras el doctor seguía en muda contemplación:

–No contesta... –prosiguió, pasando las hojas amarillentas como si reflexionara–. Lo tomaré como que acepta mi testimonio.

Lucas reaccionó de pronto, uniendo la imagen a las palabras de Vignac. Se sentía lento, le costaba trabajo pensar y el alcohol lo estaba poniendo torpe a medida que sus músculos se aflojaban.

–¿Lo conoce? –preguntó Vignac, inclinándose sobre la mesa, hipnotizándolo con sus ojos.

–¿A quién? –susurró Lucas, tratando de escapar del misterio al mundo real, pero aliviado al notar que se refería a unos de los hombres.

–Tarant –señaló Vignac poniendo el dedo encima del hombre mayor, decidido a jugarse por la verdad–. Esta es su familia, en Europa, hace once años –exclamó, y luego cambió su tono enérgico por un tono casual–. Creí que tal vez lo había reconocido, porque él emigró a este país hace unos cuantos años.

Vignac volvió a llenar su vaso, hizo una pausa para tragar un poco de bourbon sin hielo, y agregó:

–Luego de matar a mi hermano.

Lucas se recostó lentamente sobre su asiento, sin quitar los ojos de Vignac, quien miraba por la ventana, recordando su pasado o pensando en el asesino de su hermano.

–Si lo hubiera reconocido, habría sido una pista importante –continuó, con voz forzada–. Lo he estado siguiendo por medio mundo, pero cubrió bien sus huellas y sólo logré dar con él por casualidad. Cuando llegué a esta ciudad, sin embargo, encontré que todo rastro de su existencia y de su familia había desaparecido. Lo siento, por contarle esto, pero cuando oí que alguien murió de esa forma... En fin, tuve la impresión de que Ud. podía ayudarme, que lo reconocería.

Lucas tragó en seco, deseoso de tomar un trago pero temiendo que su mano temblorosa delatara sus nervios.

–Él... Ellos son... –titubeó, sin saber cómo nombrarlo–. ¿Este hombre... a su hermano lo mató...

–Sí –la respuesta fue tajante–. Tarant es un vampiro. Este hombre mató a mi hermano bebiendo su sangre, con la ayuda de su descendencia.

Vignac se colocó una mano sobre la frente, cubriéndose los ojos, abrumado por el dolor del recuerdo que seguía fresco. Aspiró hondo y se recuperó lo suficiente como para volver una mirada dura y decidida sobre el doctor, quien no sabía qué pensar de todo esto. Vignac puso el cuaderno verde junto a las fotos.

–Mi hermano también tenía un interés por lo oculto y había logrado investigar a esta familia de vampiros, rastreando su origen hasta tiempos de Atila. De algún modo se coló en su círculo, pero alguien lo delató y lo mataron para callarlo, para que no los descubriera al público. Por eso me dedico a investigar hechos extraños, esperando encontrar su pista y esta vez tener pruebas para hacerle justicia. De hecho, tengo algo muy importante. Este diario, lo conseguí en su residencia europea apenas la abandonaron... Lo escribió esta joven, la hija de Tarant, y en sus propias palabras describe lo que hicieron con mi hermano Tomás.

Lucas vio pasar las hojas con avidez; la somnolencia había abandonado su cuerpo y mente, volvía a estar alerta. Vignac retuvo el diario con codicia, temiendo que dejara sus manos, y en su lugar le tendió unas copias que había doblado entre las páginas. Lucas miró las fotocopias de algunos pasajes del diario. Al principio su visión nublada no le permitió distinguir nada. Luego, se dio cuenta de que no conocía la letra de la mujer como para hacer una comparación. En la clínica debía tener algo escrito por Lina, en su ficha de ingreso. Leyó por encima, algunas palabras saltaron a sus ojos. Se trataba de una confesión explícita, sin remordimientos.

–¿Le ha mostrado la foto a otros? –preguntó, recordando que su primo también la reconocería.

Esperó con ansia su respuesta, que como pensaba era negativa, y luego dijo para escudarse en caso de que descubriera algo:

–Lamento haberle dado esperanzas, pero pensé que había un aire familiar en esta chica. Alguien que he visto en televisión o en los diarios, un rostro bonito. Tal vez es una coincidencia. Lo siento mucho, Vignac.

A Fernando Tasse le importaba muy poco la presencia de la policía rondando por todos lados, y realizó sus sesiones normalmente. Al final del día, mientras transcribía algunas notas y hacía apuntes, notó algo que le había pasado desapercibido. Parecía una increíble coincidencia, a no ser que un paciente hubiera sido sugestionado por otro a propósito, para soñar con lo mismo. Volvió a revisar y notó que los mismos elementos aparecían en las pesadillas y en los comentarios del grupo. Por extraño que fuera el contagio, sabía donde estaba el origen, porque el primero que le había relatado esas imágenes fue Ulises, horrible imaginería fruto del pavor nocturno.

Salió de su consultorio y cruzó el pasillo, que a esta hora permanecía tranquilo como un cementerio, comparado con la agitación del día. Buscó en las historias y enseguida notó que lo mismo que unos soñaban, otros lo veían despiertos. Sobresaltado, miró sobre su hombro. No sabía cómo, pero si por alguna razón unos actuaban lo que otros temían o deseaban, todos corrían gran peligro. Quería hablarlo con los doctores Avakian o Massei, con quienes tenía mayor confianza, pero al salir de nuevo al pasillo se dio cuenta de la hora que era. Ya se habían marchado hacía horas. Y su esposa lo esperaba. Se había olvidado de mirar el reloj. De todas formas, consideró, podía comentarles por la mañana.

Lucas resistió la tentación de volver a la clínica y se contentó con un llamado para chequear cómo estaban las cosas. Era medianoche, el rumor del tráfico servía de fondo al aullido de los perros al pasar el recolector de basura por su calle. Tenía las cortinas descorridas. Luego de colgar, se sentó en la cama e hizo una pausa, juntando coraje para leer de nuevo las hojas manuscritas.

El trozo que Vignac le había entregado comenzaba de forma abrupta. “No puedo creerlo, Dimitri descubrió que Tomás Lara es uno de los rastreadores. Ha logrado engañarnos porque lleva el nombre de su padre. Lo que nos contó de su vida parece cierto pero sus intenciones...” La autora agregaba unos comentarios deshilachados contando cuánto le había impresionado enterarse de que el hombre con el que había paseado, conversado y bailado, que había sido invitado a pasar una quincena en su finca y que había salido con Charles, en realidad había estado acechando mientras se hacía pasar por un amigo. Esta indignación, que sin duda había sido la primera emoción, daba lugar luego de un espacio vacío en la hoja, a una seguidilla de frases llenas de odio y deseo de venganza. La letra se escurría, había escrito apurada o alterada. “Como me gustaría encontrármelo de frente para arrancarle el corazón con mis propios dedos y sentir cómo deja de latir en mis manos.”

La otra fotocopia comenzaba en una fecha posterior y refería primero a hechos cotidianos. Ella registraba con ironía lo que le había dicho una tal Diana y describía los lugares que habían visitado. A esta pequeña entrada seguía algo del día siguiente: “...y me encontré a mi padre encerrado con el traidor, no pude contenerme y me lancé sobre él, al fin tuve la oportunidad que tanto ansiaba de terminar con él con mis propias manos. Su sangre era sabrosa o tal vez sea el placer de la venganza. Aunque mi padre me detuvo y lo mató él mismo, esta vez le hubiera peleado la presa si no fuera porque se me adelantó aprovechando su fuerza mayor.”

Lucas dejó de leer, asqueado. No podía evitar imaginarse estas criaturas, rapaces, violentas, lanzándose sobre el cuerpo del indefenso Tomás Lara.

“Diana estaba preocupada porque nos encontraron, temía que vinieran otros, y mi padre decidió partir de inmediato, aunque no parecía muy asustado. Escribo esto porque no puedo contarlo a nadie, ni a Diana. Me miró con ternura después de lo que hicimos, como pocas veces lo hace, me abrazó. Creo que en el fondo me tiene lástima porque perdí a Charles. Si supiera que poco me importa ahora. Estoy feliz o exaltada o satisfecha con el triunfo, ni siquiera van a poder encontrar el cadáver de Lara, ni siquiera podrán tener sus restos, aunque me hubiera gustado ver sus rostros al encontrarlo con las marcas de nuestros dientes en él.”

–Charles, Diana... su padre, ¿dónde está ahora esta familia tan unida en el momento del crimen? –Lucas murmuró, temblando.

Esta mujer andaba suelta por Santa Rita, podía ir y venir todo el día como un lobo entre corderos, ¿y debían protegerla de su perseguidor? En cuanto a su afán por la sangre, Lucas no pensaba como Vignac que se tratara de criaturas especiales, no más que Cristian Miura o cualquier asesino. Al menos las historias tradicionales, Bram Stoker y demás, no encajaban con lo que él sabía de Carolina Chabaneix. Se trataba de una mujer fatal, por decirlo así, una vampiresa. Pero no se derretía al sol, comía como cualquiera, no se transformaba en un murciélago para salir volando y tampoco tenía fuerza sobrehumana. No se podía detener con un crucifijo ni una ristra de ajos, ni siquiera con un pentáculo como había dibujado Vignac tras la puerta del salón. Declarándose incapaz de conciliar el sueño por el resto de la noche, Lucas se cambió de ropa y salió de su apartamento. Volvería a la clínica, aprovechando el viaje, la velocidad, para despejarse. Se había metido las copias del diario en un bolsillo del pantalón.



Pesadillas indestructibles
Al subir a su habitación, Vignac encontró en el piso un sobre de manila que le habían tirado por debajo de la puerta. Lo recogió y mientras se sacaba el saco, leyó la pequeña nota de papel encerado pegada encima. La información provenía de su conocido de las computadoras y al ojear las primeras hojas, Vignac desistió de irse a dormir y se puso a leer como loco.

La fotografía que le había entregado de la hija de Tarant había coincidido con un recorte de la sección espectáculos de un periódico del año anterior. Su asociado le enviaba una copia de la nota, que contaba las maravillas vocales y la presencia irresistible de una mujer que actuaba en un cabaret. Se hacía llamar Rina Lautrec y bajo ese nombre, el experto hacker había podido ubicar cuentas de teléfono, impuestos, un apartamento, cuentas de banco, el nombre de su representante y todos los lugares donde se había presentado en los últimos cinco años.

Vignac golpeó su puño contra la mesa, haciendo saltar todos los papeles y la taza de café vacía. Después de tanto tiempo, estaba tan cerca. No podía esperar un minuto más. Se puso una gabardina y antes de salir al lugar donde ella había trabajado hasta hacía pocos meses, dejó un mensaje en la contestadora de Deirdre, en caso de que algo le sucediera esa noche.

A la misma hora que Vignac estacionaba frente al lujoso cabaret apenas conteniendo sus ansias, Lucas Massei rondaba los pasillos de Santa Rita. Perdido en sus pensamientos, había deambulado como un fantasma por el primer piso, pasando frente al comedor donde habían encontrado el cuerpo, chocando con la mesa, temporalmente dispuesta en el salón grande, entrando y saliendo de la recepción. Regresó a su consultorio, pero al pasar notó que Fernando había dejado la luz encendida al marcharse, y entró a apagar la lámpara. Sobre el escritorio había un cuaderno abierto y hojas de notas esparcidas. Sacudiendo la cabeza por el desorden de Tasse, sus ojos quedaron clavados en unas palabras, lo último que el psicoanalista había escrito antes de recordar que debía volver a su hogar.

Lucas se sentó en el sillón, la frente apoyada sobre los pulgares con los codos sobre el escritorio, y meditó. La conexión resultaba misteriosa. ¿Por qué se verían en sueños? ¿Cómo podían tener dos personas el mismo sueño? Además, él había presenciado algo muy raro cuando Ulises actuaba como sonámbulo, aunque después lo había apartado de su mente. Le costaba aceptar que pudiera tratarse de algo sobrenatural. Carlos le había contado que antes del escándalo y los desbarajustes de la noche anterior, había sentido frío y un sonido zumbante que provenía del cuarto donde Ulises dormía tranquilamente. También estaba dormido cuando su compañero enloqueció y trató de ahorcarlo.

Tenía que ver qué andaba mal con Ulises antes de que ocurriera algo peor. Lucas no se puso a dudar y caminó directamente a su cuarto, indicándole a Débora, que se sorprendió al verlo por allí, que lo acompañara.

Aunque no recordara todo lo que había pasado en sus pesadillas, Ulises estaba seguro de que algo espantoso quería atraparlo y que todo lo malo que sucedía a su alrededor estaba causado por eso. Tomar la droga de Eduardo había sido un terrible error, y la noche siguiente el efecto parecía persistir, aumentado. Al despertar, vio que el horror continuaba en la realidad y ya no supo qué hacer para escapar. Ahora, no soportaba la idea de dormirse, temiendo despertar en una atmósfera helada y oscura, donde ya no existiera el mundo que conocía y sólo hubiera tinieblas.

–¡Está dormido! –exclamó Débora por tercera vez, tratando de disuadir al doctor de entrar.

Ella tenía la certeza de que estaba bien y que no era necesario entrar. Pero Lucas ya se hallaba en la puerta, la mano en el picaporte, mientras la enfermera lo perseguía al trote, cargando con el registro de los pacientes. Lucas dudó un instante: ¿no se estaría dejando llevar por la superstición? ¿Qué iba a encontrar? ¿Y si no le pasaba nada? La luz del pasillo se coló en la penumbra rojiza de la habitación. El paciente estaba en su cama, cubierto con la sábana hasta la cabeza.

Se acercó. Ulises seguía despierto, a pesar de los sedantes que le prescribió Avakian. Débora sacudió la cabeza, desde el pasillo. El joven sintió que alguien se le acercaba y su cuerpo se tensó bajo la sábana. Lucas notó el movimiento y lo descubrió de un tirón.

–¡Ah...! –gritó Ulises, saltando y acurrucándose en la cabecera.

Lucas respingó por el repentino grito, y trató de calmarlo, pero el muchacho parecía no reconocerlo. Al final, dejó de gemir y balbucear y dejó que lo tocara. Débora entró y encendió la luz, preocupada: mordía su lápiz mientras Lucas le examinaba las pupilas al desorbitado joven. Tenía las manos amoratadas, y marcas rojas en los dedos.

–¿Qué es esto? –murmuró Lucas, tomando su mano derecha. Estiró la manga de su camiseta y notó marcas rojas similares en el brazo. Tenía huellas de dientes enterrados en la carne, y cardenales por pellizcarse–. ¿Qué te hiciste?

Desesperado al sentir que las drogas se apropiaban de su mente, que ni siquiera su miedo podía detener la pesadez de sus párpados, el joven había optado por el dolor para no quedarse dormido.

–¡Hay que contenerlo! –exclamó Débora con un dejo de histeria, aunque no se movió de su lugar junto a la puerta, como si temiera entrar.

Lucas le dio una ojeada, fastidiado, y la enfermera se calló. Ulises seguía arrodillado sobre la cama, tenso, a punto de saltar como un resorte.

–¿Tienes miedo de dormir por los malos sueños? –preguntó Lucas, con voz suave y tranquila.

El joven asintió. Podía ser una locura, pero decidió ayudarlo. Tenían que mantenerlo despierto, hasta saber qué podían hacer por él.

–Ven conmigo, vamos, no te preocupes –lo consoló–. Acompáñame al baño.

Débora los siguió, obnubilada. ¿Por qué se comportaba de forma tan extraña el doctor Massei? Pretendía darle un baño de agua helada al pobre Ulises, y encima le encargó que lo mantuviera despierto, andando.

Lucas los dejó y corrió hacia el segundo pabellón, temiendo de pronto que Lina causara algún daño entre los demás pacientes. No estaba seguro de que estuviera bien vigilada. Era una amenaza y debían encerrarla en el pabellón de mayor seguridad.

Carlos Spitta, agotado por la noche anterior, y el doctor Avakian que dormía su guardia, fueron atraídos por el movimiento. La explicación de la enfermera los llenó de asombro, aunque Carlos estaba más inclinado a darle la razón a Massei y Aníbal en cambio creía que se estaba contagiando de los pacientes.

–Hay que acostar a este pobre chico, y tratar de que duerma –ordenó Avakian.

Pero al escuchar sus palabras, Ulises dirigió hacia él sus ojos inyectados en sangre, en velada amenaza, y comenzó a temblar violentamente. Compadecido de su miserable aspecto, frío, con el pelo mojado y el rostro hundido, el doctor decidió llevarlo al consultorio.

Sus pasos resonaron en el silencioso corredor. Las luces de seguridad hacían que las sombras de las plantas y mobiliario resultaran tétricas. Temiendo haberse vuelto un hombre supersticioso, se reprendió y se exigió medir las cosas con juicio y razón antes de actuar como un loco. Iba meditando esto cuando una mano le atrapó un brazo y lo condujo, antes de saber qué pasaba, hacia un cuarto. La enfermera del piso parecía asustada, y Lucas demoró en comprender de qué le hablaba. Contempló al hombre, que postrado en su cama, respiraba agitado, y bajo sus párpados, los globos oculares se sacudían, persiguiendo imágenes fantasmales.

–¿No es raro? –preguntó la joven enfemera, esperando del doctor una palabra de alivio, de tranquilidad, pero Lucas no estaba seguro de que no poder despertar a una persona de una pesadilla estuviera fuera de lo normal.

–Bueno... está soñando, por eso es difícil que nuestras voces o sacudidas le lleguen... Además, ¿qué le preocupa?

La enfermera movió la cabeza, impaciente, trataba de explicarle. Eduardo se había dormido sin problemas y comenzó a soñar. Ella acudió a ver qué pasaba porque estaba lanzando alaridos, agitado, pero no pudo despertarlo. Lucas observó al hombre sudoroso, gimiendo, removiéndose entre las sábanas. La joven le secó la frente con una toallita.

¿Y ahora qué? ¿No se trataba de Ulises solamente? Recordó las notas de Tasse: ellos dos habían tenido el mismo sueño.

Lucas salió, pensando en consultar con Avakian. Tenían que descubrir qué estaba causando esas pesadillas. Pero en el camino se detuvo al notar la cara perpleja de la enfermera que lo acompañaba. Revisaron cada cama y en todas encontraron lo mismo. Los pacientes soñaban y se removían, lanzaban golpes al aire, Ana se incorporó e intentó caminar sonámbula. La mayoría parecía tener pesadillas, gruñían, gemían, sudaban.

–¿Qué hago? –gimoteó la enfermera.

–Vuelva y vigile los signos de Eduardo –contestó Lucas con voz tajante, sólo por calmarla con alguna tarea. No tenía idea de qué hacer y ella pareció alegrarse con la orden.

Se entreparó en una puerta y golpeó.

–Sí, estoy despierta –contestó ella desde adentro.

Abrió la puerta y Lina apareció en el umbral. Hacía rato que estaba escuchando el rumor de quejidos que parecían venir de todos lados, y un zumbido fondo que también había percibido antes, como un motor a lo lejos, un ronroneo que parecía acercarse de a poco. Se había puesto el saco azul sobre el camisón, como si supiera que algo iba a ocurrir.

–¿Qué sucede? –preguntó Lina, antes de que él lograra formular una frase con la cual sacar de su sistema todo lo que tenía para decirle–. ¿Qué es ese ruido?

“¿Qué ruido?” Replicó en su mente Lucas, al tiempo que ella se cubría la cabeza un segundo antes de que la puerta al final del pasillo volara de su marco y se estrellara contra la pared opuesta. El estruendo lo dejó sordo, porque intentó taparse las orejas demasiado tarde. Antes de que él pudiera recuperarse de la sorpresa, Lina se volvió y creyó percibir una radiación que salía de ese cuarto y repercutía a lo largo del corredor.

La enfermera, que había dejado a Eduardo en cuanto sintió lo que le pareció una bomba, salió y se encontró frente a frente con un hombre corpulento, con ojos redondos de tan abiertos, que avanzaba lento pero decidido. Tardó unos segundos de puro pasmo en reconocer al paciente, el amable Juan que usualmente tenía cara de bobo y modales tímidos. Ahora le dieron miedo esos ojos en blanco y su respiración fuerte, animal. El hombre extendió los brazos hacia ella y Lucas gritó algo que la joven no alcanzó a escuchar. Lina y el doctor se cubrieron las orejas. Juan abrió la boca y de ese agujero brotó un aullido que pareció detonar el aire. La joven cayó desmayada.

Las luces del pasillo se quemaron una a una a medida que el sonido avanzaba con la fuerza de un viento huracanado. Lucas sintió el impulso sobre su cuerpo medio agachado, la onda lo sorprendió cuando intentaba buscar refugio tras el mostrador de enfermería. Lina había caído de rodillas, tapándose las orejas, y atónito, vio como su cabello era azotado por un vendaval que no podía existir más que en su imaginación.

Juan avanzó resuelto hacia sus próximas víctimas. Mientras Lucas sentía una oleada de náusea, fuera por lo increíble de la situación o por efecto del poder desatado en ese hombre, Lina se había dado vuelta para enfrentarlo, los ojos brillantes de excitación, pronta a brincar sobre él. ¿Qué poder poseía este paciente, que parecía sonámbulo? Pensó Lucas, al tiempo que Juan se preparaba para arrollarlos con el clamor espectral de su garganta.

Lina se agazapó, lista para abalanzarse contra el gordito. Juan alzó los brazos y el viento sacudió el aire encerrado en el corredor, succionándolos hacia él. En el último instante, Lucas se arrojó contra la joven, la empujó hacia la escalera, y ambos rodaron hacia abajo, al tiempo que una fuerza increíble barría el pasillo del segundo piso, destrozando lámparas, plantas y muebles.

El joven doctor cayó de bruces contra el piso, y a su lado, Lina aterrizó sobre sus talones luego de rodar y girar en el aire. Se paró de un salto y levantó al hombre con ella, arrastrándolo del cuello de la camisa. Luego del estruendo, un intenso silencio se había depositado sobre el lugar.

Sintieron voces que venían hacia ellos.

–¡Ah! Aquí estás –exclamó Aníbal, quien venía con Débora sujetada de un brazo–. ¿Qué haces? ¡Ah, ya veo! Buscando mejor compañía.

Los otros dos lo observaron impasibles, mientras el doctor reía solo. Débora se sonrojó, posiblemente por el pellizcón que Avakian le metió debajo de su uniforme.

–¿No sintieron la conmoción en el segundo piso? –replicó Lucas, extrañado.

–¿Qué conmoción? ¿Qué pasó? Estaba todo tranquilo.

Lucas miró a Lina, para comprobar si a ella le parecía tan extraño como a él que no oyeran la tremenda explosión de alaridos que los había lanzado hacia abajo.

–Ya descubrimos lo que pasó –prosiguió Avakian, sonriente–. Ulises confesó que la noche anterior había tomado una droga que le pasó otro internado. Eso le causó pesadillas, y por eso hoy no quería dormirse.

–¿Quién se la dio? –exclamó Massei, calculando a toda velocidad. Enseguida recordó y se contestó a sí mismo–. Eduardo. Tuvo esos problemas y ya varias veces lo pescamos con contrabando pero... Eso no explica todo.

–¿Y ese otro joven? –inquirió Lina, volviéndose hacia la escalera.

¿Por qué no los perseguía? ¿Por qué no lo habían escuchado los demás? ¿Acaso no era real lo que habían visto antes? ¿Se trataba de un sueño, una alucinación?



Vignac no tardó en ubicar al que podía decirle donde encontrarla. El barman aceptó sus euros y le señaló a Iván, que estaba sentado, como cuatro noches a la semana, con sus amigos en la mesa frente al escenario.

El pelirrojo alzó hacia el extranjero sus ojos claros y lánguidos de comerciante hábil, y lo invitó a sentarse. Vignac se presentó y lo felicitó por la banda de jazz que estaba tocando, y sin darle tiempo a ubicar qué pretendía le preguntó por Rina.

–Ya no trabaja en el medio –Iván movió la cabeza, aplastó su cigarrillo en el cenicero y puso una expresión distante mientras se recostaba sobre su silla.

Vignac sonrió y asintió. Eso ya lo sabía. Él venía de Europa, su familia le había pedido que le entregara unos documentos y necesitaba ubicarla urgente.

–No tengo idea de dónde puede estar –el representante sonrió con malhumor, encogiéndose de hombros.

Vignac se mudó de mesa y se depositó por una hora y media en la parte de arriba, donde se había sentado Lucas Massei, cerca de la foto de Rina, vigilando entre vaso y vaso lo que hacía el manager. Conciente de tener sus ojos clavados en la espalda, el pelirrojo se despidió de su compañía y habló con el barman. Por la puerta de atrás salió junto al depósito de botellas vacías. Se subió a su auto y partió rumbo a su casa, sin percibir que a pesar de todo un coche lo seguía todo el camino.


Símbolos muertos


Carlos estaba espantado porque lo habían dejado a solas con Ulises vigilándose mutuamente. Aunque estaba sedado, el joven tendido en la camilla tenía los ojos abiertos, y a cada rato se volvía a comprobar que el enfermero seguía sentado inmóvil. Carlos parecía murmurar entre dientes y Ulises creyó escuchar una oración entrecortada.

–Te estás dejando atrapar por las fantasías de los pacientes, Lucas –rezongó Aníbal, incrédulo, parado junto a Massei y sacudiéndole un brazo–. ¿No estás delirando? ¿Cómo va a ser posible todo eso que me contaste?

Ambos se volvieron cuando Lina suspiró y anunció, con voz grave:

–Ahí viene.

Juan bajaba con algo de torpeza como si no viera el camino y estuviera tanteando los escalones, saltándose algunos. Antes de que alcanzara el suelo, Lucas se desprendió de Aníbal y obligó a las dos mujeres a marcharse:

–¡Débora! Envía a Carlos para acá, y Uds. dos quédense encerradas en el consultorio de Aníbal.

Ulises estaba sintiendo la calma que iba bañando sus miembros y sumergiendo su cuerpo en un reposo agradable, aunque su mente le gritara que permaneciera despierto. Parecía estar envuelto en un mar tibio, en una cama húmeda, viscosa, que se movía al ritmo de su corazón. Las esquinas de su campo de visión se iban borroneando, dando lugar a una calma roja que se iba oscureciendo.

Carlos se levantó. Un escalofrío recorrió su espalda en cuanto comenzó a escuchar el zumbido grave, y retrocedió dos pasos antes de que la puerta se abriera de golpe.

–¡Santa madre de dios! –exclamó, tomándose el pecho.

Lina sintió el mismo sonido que la había inquietado arriba y la fuente parecía ser Ulises. Mientras Débora le explicaba al enfermero que debía ayudar a los doctores a contener a un paciente, ella se acercó a la camilla y tomó la mano de Ulises. Este abrió los ojos, desenfocados, y al fin la miró, sorprendido, asustado.

–¿Tú lo oyes? –le preguntó con voz pastosa y débil.

Lina asintió.

–Estoy despierto aún pero la siento... la oscuridad viene por mí –continuó Ulises, con un tono escalofriante–. No era un sueño. No era la droga, es real.

Débora se sacudió el uniforme y declaró, para alejar el miedo que le daba:

–Está delirando.

Como lluvia resbalaban lágrimas por el rostro lívido del joven. Era inmensa la pena que sentía ante esa cosa oscura que lo envolvía. Cuanto más cercano, el zumbido se convertía en un aullido crepitante y casi podía sentir en sus manos la sustancia viscosa que se disolvía a su alrededor, serpenteando y creciendo como una masa viva y tenebrosa.

La enfermera notó como crispaba las manos, apretando la de Lina hasta hacerle crujir los huesos, y corrió a sujetarlo. Ulises comenzó a convulsionarse, intentando escapar de sus ligaduras, y Débora le sostuvo la cabeza, pero apenas tocar su piel, un choque eléctrico se expandió por su cuerpo y cayó al piso.

El joven percibió que algo le había pasado a la mujer rubia y miró con ojos horrorizados a Lina, a quien apenas podía distinguir entre la penumbra roja que no le permitía ver más allá.

–Sólo está dormida –respondió Lina sin inquietarse y agregó, sujetando la mano que temblaba de tanto esfuerzo–. No debes temer. No debes resistirte. Eso no te va a tragar, no te va a hacer daño.

Mientras tanto, Lucas y Carlos trataban de resistir el embate de Juan, que no se dejaba tranquilizar tan fácilmente. Luego de arrancarse la camiseta y lanzar un alarido, se había deshecho del forzudo Carlos con un movimiento del brazo que lo tiró contra un sillón, por suerte.

–¡Jesucristo! –gimió el enfermero, poniéndose de pie con ayuda de Avakian–. Necesitamos algo que nos proteja del mal.

–¿Qué, una cruz? –replicó el doctor–. Mejor una dosis de...

Juan había quedado inmóvil en medio del salón, esperando. Parecía estar atendiendo a lo lejos, pensó Lucas, sintiendo al mismo tiempo al par que hablaba detrás de él. Protección del mal, era una tontería pero... Al parecer le habían respondido del otro lado y Juan siguió avanzando, topando a Lucas y sacudiéndose la jeringa con que Avakian trató de paralizarlo.

–¡Hay que detenerlo! –gritó Lucas, tomándole el brazo izquierdo.

Carlos se aferró del otro y a pura fuerza lograron pararlo un momento. La droga no hacía efecto, consideró Avakian, asombrado. Los ojos rodaron en sus cuencas y Juan, o la cosa que lo poseía según Carlos, se fijó en él. Abrió la boca y aulló. Las bombitas estallaron y quedaron a oscuras. Avakian sintió algo que lo golpeaba en el pecho. Juan había logrado desprenderse de Lucas y tiró al más viejo al suelo. Lucas le dio una cachetada y eso atrajo su atención. Juan se detuvo y se volvió en su dirección.

–¿Estás bien? Aníbal, llama al guardia por radio, no podemos solos –gritó Lucas, al mismo tiempo animando al enfermero–. ¡Vamos Spitta, ayúdame a llevarlo hacia ese cuarto!

–¿Al depósito? –replicó Carlos, extrañado.

Mientras Aníbal se incorporaba todo adolorido por haberse dado las costillas contra una silla en su camino al suelo, los otros dos se esforzaban en dirigir al frenético Juan hacia el almacén de materiales. La última opción antes de que terminara encerrado de por vida por su agresividad, aunque parecía una locura, podía ser el símbolo pintado en esa puerta. Lucas giró el picaporte, poniendo un poco de esperanza en lo que había dicho Vignac; Carlos empujó hacia adentro a Juan y los tres quedaron encerrados en el pequeño cuarto.

La bombita se encendió de forma automática. Juan dio contra el piso y Carlos lo mantuvo en esa posición usando una llave de lucha. Lucas se volvió y ante sus asombrados ojos, descubrió que alguien había borrado el pentágono. Puso sus manos, boquiabierto, sobre el manchón rosado que era lo único que quedaba.

–¡Parece que va a explotar! –avisó Carlos palpitante, sintiendo que debajo de él la gran masa corporal temblaba.

Un segundo después comenzaron a caer cosas de las estanterías. La bombita se fundió y Lucas se tuvo que agachar para evitar los proyectiles que volaban por el cuarto. La ventana crujió y una lluvia de cristales los bañó, como si la hubieran roto de una pedrada. Junto a su pie había rodado una lata. Lucas la tomó y contempló indeciso la lata de aerosol rojo. Por fin se levantó y volvió a pintar sobre la puerta la estrella de cinco puntas.

–No debes temerle –repitió Lina junto a su oído, al tiempo que una ola negra lo cubría, tragándoselo por completo.

Completó el círculo. Carlos tenía los ojos cerrados con fuerza y repetía una letanía que Lucas reconoció y le hizo reír, histérico. De pronto todo estaba en silencio, el aire frío de la noche se colaba por la ventana rota, y sus pasos crujieron sobre pedazos de vidrio y crayones tirados. Avakian entreabrió la puerta y asomó la cabeza. Venía acompañado de un guardia y otro enfermero. Dirigieron la luz de una linterna, iluminando a Juan. Este pestañeó por la luz y miró al doctor Massei, desorientado:

–¿Qué pasó? –murmuró, al despertarse en un lugar extraño, con Carlos encima de él, sin camisa, en el piso frío.

Como Juan, Eduardo despertó de su pesadilla como si nada, y el resto siguió durmiendo hasta que con la luz del día, todos sus sueños malos se esfumaron y nunca recordaron nada.

Encontraron a Débora dormida y a Lina tranquilamente sentada junto a Ulises.

Lucas corrió hacia ellos y le tomó los signos al joven, temiendo, dada la serenidad absoluta que reinaba, que hubiera pasado lo peor.

–Está bien –suspiró, luego de constatar que sólo dormía.

Recogió a la enfermera del piso y se volvió a Lina, crispado por su aparente impasibilidad.

–Los seres humanos son seres de luz y de sombra –murmuró ella, antes de que pudiera preguntarle nada–. A veces sale la parte oculta, su otra naturaleza. En algunos lugares y momentos del año en especial.

Coincidía bastante con la explicación que le hubiera dado Vignac, pensó Lucas, sintiendo en el muslo la presión de las hojas de papel que tenía en el bolsillo.

–A ti no te afectó –replicó él, dudando ahora de las supersticiones que minutos antes le parecían ciertas.

–Yo tengo una sola naturaleza –replicó ella.

Alguien gimió, desviando su atención. Débora se estaba despertando, despistada y con dolor de cabeza, preguntándose cómo se había quedado dormida en esa situación.

Lo que Lucas más temía después de toda esa aventura, era caminar por la clínica y ver que todo estaba en orden, ninguna lámpara o cristal fuera de su lugar. Para su tranquilidad mental, encontró un gran desorden en el salón y en el pasillo de arriba. No todo era un sueño.

Pero quedaba mucho por descubrir y lo inquietaba. ¿Quién había limpiado el pentagrama de la puerta? ¿Fue una casualidad o alguien estaba planeando en su contra? Lina seguía siendo la principal sospechosa, ahora porque no había sido afectada y sus palabras le mostraban que podía conocer tanto de ocultismo como Vignac.

Se detuvo a contemplar los destrozos del cuarto de materiales. Un rayo de luz matinal asomó por la abertura ahora sin el vidrio esmerilado, golpeando en el techo, y a medida que el sol subía la luz descendió hasta la puerta, cegándolo. Su sombra quedó delineada sobre el símbolo nuevo que escurría su forma de estrella sobre la superficie blanca.

Salió a dar una última recorrida antes de irse a dormir un rato. Una limpiadora pasó lentamente, afanándose con el lampazo sobre el piso del salón. Carlos pasó por el corredor y le sonrió, satisfecho. El sol entibiaba de a poco los muros y la claridad mostraba que todo estaba tranquilo. Parecía mentira que hacía un par de horas había pasado por el mismo lugar huyendo de uno de sus pacientes.

A las ocho llegó Tasse. Se había quedado preocupado, luego de volver a su casa, incapaz en toda la noche de prestarle atención a su esposa o conciliar un sueño tranquilo. Se apresuró a reunirlos en su oficina para decirles:

–Tengo algo muy importante que descubrí sobre dos pacientes. Parece raro pero Ulises y Eduardo... –Avakian y Lucas se miraron, y lo dejaron hablando solo–. ¡Pero...

Al rato apareció el comisario para traerles, según él mismo, buenas noticias. Habían hecho coincidir las huellas de dedos y dientes encontradas en Rodrigo Prassio y tenían a un culpable para su crimen. El policía se mostraba contento, a diferencia de Lucas, que tragó en seco, y Avakian, quien se tomó la cabeza, sintiendo que iba a tener migraña.

–El forense le sacó un molde a la herida que recibió el enfermero, el que lo dejó escapar... y coinciden perfectamente con las marcas del cadáver –explicó el comisario con expresivos gestos, haciendo gala de haber visto más televisión de la necesaria–. Luego se cotejaron las huellas digitales y, ahí lo tienen, el culpable es el mismo. Según la declaración recogida, el paciente Díaz, Celestino.

–¿Chacho? –exclamó el doctor Avakian, sobresaltando al funcionario.

Lucas escuchó apenas lo suficiente y se retiró a su consultorio, a descansar los ojos. Había creído que Lina era la culpable porque se decía vampiro, pero la joven ni siquiera había salido de su cuarto. Se sintió culpable: por un prejuicio que había albergado sin conocerla, porque lo confrontaba o no lo admiraba tanto como los demás, estaba inclinado a creer lo peor de ella. Sacó las fotocopias para volver a estudiarlas. ¿Tenía razón Vignac o sólo estaba cegado por sus ansias de venganza? Tenía que saber la verdad, de alguna manera.

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