sábado, 23 de abril de 2011

Historiales clínicos IV: Clandestinos

Magia negra


A pocos minutos de la medianoche, el grupo se reunió silenciosamente en la habitación ya preparada con velas y pesados cortinajes que ocultaban las puertas y ventanas, así como las paredes cascadas de la ruinosa casa que Vignac había mandado alquilar. No la había tomado por sus comodidades, ya que sólo era una modesta vivienda de dos cuartos con la instalación eléctrica y las cañerías más viejas que hubiera visto.
En un rincón, un altar pintado de negro sostenía una figura demoníaca de cera roja, del cual colgaban rosarios de huesos y caracolitos. Siete personas, cinco cubiertas con una túnica larga del color de la noche, una mujer con un velo sobre el rostro y un mantón de lana sobre la ropa de calle, y el último lucía como un sacerdote de algún culto africanista, tocado con turbante, llevaba ropa de colores vivos. Su rostro parecía una máscara de roble durante los cánticos y rezos que dirigía con leves movimientos de su brazo. Seis personas alzaron los rostros, extáticos, al dar las doce en punto, mientras que la mujer de velo se doblaba como atacada por un súbito aguijoneo en el estómago.
Las voces espectrales se podían oír desde la calle, que a esa hora estaba desierta y oscura, porque las lámparas habían sido rotas. Sólo se veían manchones de luz blanca entre los árboles, provenientes de los focos situados sobre el hospital, un edificio oficialmente gris y cuadrado, cruzando la calle y la reja de dos metros.

Lucas no había vuelto por casa de sus tías, temiendo que alguien lo estuviera siguiendo. En los últimos días, se había atenido a su rutina: iba a la clínica, a sus guardias, a dormir y cambiarse en su apartamento. Estaba parado en su oficina, somnoliento, sólo le faltaba sacarse una manga de la bata para salir, ya que había regresado a cubrir una emergencia.
Sintió una picazón en la piel y se pasó la mano por el pecho, molesto. De pronto olvidó lo que estaba haciendo. Creyó parpadear, y se encontró en el pasillo del segundo piso, sin recordar cómo había llegado. Se miró a los pies, asombrado: tenía puesta la bata de nuevo. Giró la cabeza y no vio a nadie en el escritorio de enfermería. Quería preguntar si tenía algo pendiente, por lo que hubiera vuelto, tenía un vacío en la cabeza.
El sacerdote hizo surgir una botella entre sus manos y, con una reverencia, volcó el líquido en el pote alrededor del cual oraban. Luego se la pasó a la mujer y esta bebió un largo trago del fuerte licor, sin descorrer su velo. Exhausta, cayó de rodillas, lanzó un grito y dejó caer la cabeza. De un manotazo se quitó el tocado y sus compañeros contemplaron sus ojos vueltos para atrás, mientras sacudía los brazos, temblando. Lo veía.
–Mmm... –Ana se agitó en su sueño, y a pesar de los sedantes la alertó una presencia extraña, pasos desconocidos en su cuarto.
Entreabrió los ojos y vislumbró, contra la luz eterna del pasillo, una persona alta. No podía ser un auxiliar ni Débora Kromp. La silueta le tapó la luz al acercarse en dos pasos al lecho, y de un tirón sacó la manta. Ana trató de asir con dedos torpes la tela que la cubría, pero él había sido más rápido, y entonces lo reconoció. Muda de asombro, con el corazón agitado esperó que su doctor le dijera algo mientras se inclinaba sobre ella, pero su silencio y su respiración pesada la asustaron. Había algo mal.
Lucas se llevó la mano al bolsillo y, para su sorpresa, palpó un objeto que no debería tener allí. La mujer lo observaba con ojos desorbitados y él estaba disfrutando su miedo paralizante, hasta que Ana bajó la mirada, descubrió el filo en su mano, y dejó escapar un chillido que le erizó la nuca. Retrocedió, sobresaltado. Quizo hacer un gesto para que se callara, tranquilizarla, pero estaba paralizado. No podía moverse y temía que si lo hacía se iba a lanzar sobre la indefensa Ana, amenazarla con el bisturí en la garganta, para quitarle la ropa interior y...
La luz del cuarto se encendió, la joven suspiró al aparecer Débora, y el doctor retrocedió hasta la puerta, lívido, los puños cerrados dentro de su bata. La enfermera lo estudió, extrañada por las gotas de sudor sobre su frente:
–¿Qué pasó, doctor Massei? –exclamó, y tras una pausa repitió–. ¿Doctor Massei...
–L-lo s-siento –tartamudeó él, rascándose el pecho, y no supo que decir.
–M-me a-susté al verlo, al... despertarme de golpe –susurró Ana, poniéndose roja y tratando de sonreír.
Ellas siguieron hablando, pero Lucas se dio vuelta y huyó por el pasillo tan rápido como se lo permitían sus temblorosas piernas.

–...se cruza con alguien, un enfermero, la oficina, toma las llaves del auto... –la mujer con ojos en blanco iba relatando en un tono grave, monótono, a la pequeña congregación.
Lucas pasó un armario y notó que en algún momento lo había dejado abierto. La pequeña llave seguía en la cerradura. De allí había tomado el bisturí. Lo tiró entre el instrumental, giró la llave. Luego se cruzó con Carlos, ignoró su saludo, corrió y al final logró salir de la clínica. Apoyó su cabeza afiebrada contra el costado de su camioneta y la oleada de náusea que pugnaba por vencer subió por su garganta. Tosió, y un chorro de bilis y vómito caliente salió violentamente, sofocándolo por unos minutos.
–No es fácil controlarlo –comentó el sacerdote, levantando del cuenco un muñeco de cera.
Lo acercó a una vela, apretándolo entre sus pulgares hasta que se deformó y de la panza salió un rollito de papiro. Vignac emergió de entre las sombras, es decir, de atrás de la cortina, y replicó: –El hechizo es poderoso –lamentaba haber juntado aquel grupo de brujos y kimbandistas sin estar seguro de sus credenciales. Pero a falta de tiempo para traer de Europa a sus iniciados, tenía que arreglarse con la fauna local–. Supongo que no se puede obligar a un hombre a hacer algo contra su conciencia...
–Sí se puede –replicó el hechicero–, o al menos liberarlo de las cadenas de su moral si tiene la inclinación en su interior. Todos tenemos un monstruo adentro.
Vignac sintió la vibración en el bolsillo de su pantalón. Lucas se estaba moviendo, le avisaban por mensaje de texto, y al parecer no se daba cuenta de que lo estaban vigilando.

Estaba demasiado nervioso, tratando de no salirse del camino y no pensar en lo que había estado a punto de hacer.
Lina escuchó llegar la 4x4, que paró frente a los establos a unos cincuenta metros, para no alarmar a nadie, y pensó que venía por ella. Pero pasó un rato y no sintió pasos en esa parte de la casa. Era la una y media. Ya estaba vestida, sólo tenía que ponerse los zapatos y salir a curiosear. Las dueñas de casa dormían profundamente. Bajó, esperando ver al doctor atento a su llegada para comunicarle alguna noticia importante.
No estaba ni en la biblioteca, ni el despacho, ni el salón. Iba a revisar el invernadero cuando su nariz percibió un aroma agrio proveniente de la cocina.
En efecto, el hombre había entrado por allí para apagar la alarma y dejó su esencia. Luego se había esfumado: Lina miró atentamente en torno y no encontró rastros. Así que salió, pensando ver desde el exterior qué ventana del castillete estaba iluminada.
¿Qué había en ese ático? Se preguntó al levantar la cabeza y descubrir una luz titilante en el techo. ¿Haría visitas al dormitorio de alguna de las sirvientas? No, Lina sacudió la cabeza, porque la única que vivía allí era la cocinera gorda con edad para ser su madre. Del otro lado del jardín, uno de los perros aulló y salió a la caza de algún conejo. A unos kilómetros, otra jauría de caza se dirigía hacia ella a toda velocidad, no guiados por un aullido sino por la llamada de su compañero, apostado ya en la entrada del parque.
Lucas escuchó un golpeteo, rascado y chirrido, y se volvió asustado.
–¿Qué haces? –exclamó, asombrado, al ver la cabeza de Lina metiéndose por una ventana alta y estrecha.
–No sabía el camino, así que subí por el tejado desde mi ventana –explicó ella, bajando de nuevo el panel oxidado.– ¿Qué te sucedió, doctor?
Olía a miedo y agitación, y tenía un aspecto abochornado y desencajado. Massei titubeó, pero le contó más o menos lo sucedido. Lina lo escuchó sin escepticismo. Al menos no se rió de él cuando dijo que creía que alguien lo controlaba.
–Suena a magia negra o vudú.
–No puede ser –Lucas sacudió la cabeza, con una mueca–. ¡Eso no existe!
Lina lo miró por un instante, harta de su incredulidad, y replicó con ironía: –Entonces se está poniendo esquizofrénico, doctor.
Dicho esto le abrió la pechera de la camisa y se apartó para que él pudiera verse en el espejo de pie:
–No puede ser –repitió Lucas, con diferente entonación–. ¿Es algún tipo de tatuaje?
Unos signos azulados se habían hecho visibles en su pecho.
–¿Por qué subiste aquí?
–No sé... –seguía confuso–. Era mi escondite favorito de chico.
Apenas dejó de hablar, los trazos se disolvieron ante sus ojos. Había llegado hasta la casa sin pensar, y ni siquiera recordaba subir la escalerita. Sus pies lo habían llevado al lugar donde por alguna razón siempre se sentía seguro. Luego de unos minutos de deambular por el ático, se había calmado, hasta que Lina lo sacó de su abstracción.
En los minutos de silencio que siguieron, ella observó el altillo, largo, lleno de polvo y telarañas, sus cabezas casi golpeaban una viga. Había tabiques de madera a modo de paredes y de ellas colgaban cuadros y crucifijos de plata vieja. Lucas se había sentado frente al espejo sobre un arcón enorme con una cerradura labrada, a su lado tenía una mesa y encima pendía una lamparita.
De pronto, sus sentidos se aclararon y Lina se inclinó hacia la ventana:
–¡Alguien viene! –anunció, percibiendo un vehículo que venía a toda velocidad por la avenida arbolada, patinando en el balasto.
Enseguida estiró el brazo y apagó la bombita. Lucas se levantó con tanta urgencia que casi se dio contra la viga, esquivó a la mujer y se pegó al cristal tratando de discernir algo en la quieta oscuridad que rodeaba la casa.
–Se detuvo antes de salir de los árboles –informó Lina, cuando él se volvió a mirarla intrigado.
Aunque no creía que hubiera ningún intruso, Lucas guió el camino de vuelta a la cocina. Salieron detrás del enorme fogón que ya no se usaba. Lina estaba cerrando la puerta con el pasador y la cadena que ella misma había soltado para salir, mientras Massei armaba la alarma. Pensaba que le estaba siguiendo la corriente a su paranoia hasta que verificó en el panel central, oculto tras la librería del despacho, y un punto verde indicaba que el perímetro había sido cortado y la alarma silenciosa ya se había disparado.
–Es cierto... Pero no te preocupes, la propiedad es tan grande que se tardarán y mientras tanto llegará la patrulla de seguridad. ¿Qué pasa?
Lina estaba escudriñando el jardín a la luz de media luna, inquieta porque los perros no ladraban. A unos doscientos metros, silenciosos, dos hombres esperaban agazapados junto a un vehículo cargado de armas y latas de gas a mano, suficientes para librarse de esos y cualquier otro animal.



Apuesta


Vignac los había contratado con ayuda de su experto en hacking y contrabando, casi una semana antes, para que estuvieran listos todo el tiempo. Y no había pensado que iba a tener suerte tan pronto. Sus espías habían seguido al doctor Massei hasta una mansión en las afueras y él mismo iba con el resto del equipo, en caso de que la mujer se escondiera allí. Le informaron que una luz en el ático se había apagado de golpe y luego se encendió en la planta baja. Vignac le ordenó al celular que tratara de comprobar la presencia del blanco.
Igual les quedaba la opción de entrar a la fuerza y revisar cuarto por cuarto. Apostó consigo mismo: si estaba escondida en esa casa, ¿qué haría la pequeña Tarant?
–No puede ser –exclamó Lucas, revolviendo en el cajón del escritorio.
No podía ser que lo hubieran seguido, no podía ser que se atrevieran a meterse en casa ajena, y tampoco que la empresa de seguridad tardara tanto. Depositó sobre la mesa una pistola y un cargador y comenzó a meterle las balas. Lina calculó sus posibilidades. Ni una queja por su suerte había escapado de sus labios. Seguía parada junto a la ventana, frotándose los brazos desnudos, observándolo. Lucas fue hasta un librero donde se ocultaba una escopeta de caza, cargada, manía del jardinero. Cuando se volvió a preguntarle si escuchaba algo, notó que había dejado el despacho.
Lina subió ágilmente la escalera hasta el dormitorio, se cubrió con un blazer negro y tomó su bolso. Mientras mantuvieran ese suspenso, si alcanzaba la camioneta, podía huir a campo traviesa.
–No quieres que esto termine en una batalla campal en tu casa... –objetó cuando el doctor la detuvo, ubicándola en el comedor por el tintineo de sus propias llaves.
–¿Crees que se atrevan a invadir mi casa? –repuso Lucas, atónito–. ¡Ni siquiera se muestran!
El primer paso, por supuesto, sería la intimidación, pensaba Vignac, absorto en la cinta de pavimento gris que las gomas de la Combi se comían a toda velocidad. Si trataba de huir, la cazarían en el acto. Pero si se quedaba a ocultarse tras la familia, como él imaginaba secretamente, amenazarían al doctor para que la entregara. Si no, tendrían acción.
–Voy a salir de todas formas –le advirtió a Massei, quien se había puesto inusitadamente terco, cerrándole el paso.
Alguien se asomó por la baranda de la escalera. Antonieta se había levantado para ir al baño y alarmada por sus murmullos, se acercó a ver. Lucas corrió a explicarle que había llegado de improviso para pasar unos días, y al mismo tiempo desviarla para que volviera a la cama. Su tía se dejó conducir, aunque poco tranquilizada por su agitación. Mientras, Lina había aprovechado para escurrirse por el invernadero; sabía que contaba con una puerta de hierro hacia el jardín. La llave estaba puesta y, resoplando de alivio, la giró.
Sólo tenía que correr derecho hasta la puerta del cobertizo, unos sesenta metros.
El hombre tenía largavistas de visión nocturna y no le costó distinguir la figura que corría desde la casa, levemente inclinada hacia delante. Su compañero alzó el caño con silenciador y disparó. Lo asombró que en el último instante, la joven se detuvo en su carrera y lo miró.

Lina había sentido un escalofrío, frenó y giró, todo su cuerpo alerta como si la amenazara un muro de alfileres. Entonces sintió un ardor en el hombro derecho y rodó al suelo. Había sido un rasguño, la bala pasó rozando su brazo, pero los hombres la vieron caer y creyeron que le habían dado.
–¡Cuidado con tu dedo! ¡La quiere viva! –advirtió un hombre al otro que se estaba acercando al cuerpo inmóvil, apuntándole a la cabeza con el rifle.
Lina se encogió, tratando de contener los latidos de su corazón. Sonó un disparo. Ella alzó la cabeza, pero los otros dos no se dieron cuenta: se habían vuelto, sorprendidos al escuchar el tiro de advertencia de Lucas.
–¡Alto! –gritó el doctor, al ver que uno de ellos lo ignoraba para volverse hacia Lina.
Se había esfumado. Pasmado, el hombre recorrió con la vista el terreno, preguntándose como había salido corriendo sin hacer un ruido que llamara su atención.
Al final no había ido a la camioneta. Aprovechando esos segundos de distracción, se ocultó entre los arbustos que lindaban con el bosque, y desde allí observó la escena.

Vignac torció el cuello por encima del asiento para cuestionar a la pitonisa, ella sacudió la cabeza. El conductor se había salido de la ruta donde los otros les habían dejado una señal fluorescente y las ruedas susurraron al dejar el asfalto del camino. Poco después avistaron la enorme mansión, con su imponente aspecto medieval, y al doctor, aún a cubierto de la casa, manteniendo a raya a uno de sus hombres con una escopeta.
–¿Qué pretende? –exclamó Lucas, indignado, cuando Vignac y los otros descendieron de la Combi casi ante su puerta. La mujer se había quedado oculta en la parte de atrás.
–¿Está aquí? –preguntó el europeo a su empleado, ignorando la expresión rabiosa del doctor, y el hombre asintió, señalando el bosque:
–Puma fue tras la mujer... Está herida, pero gracias a este hombre pudo correr antes de que la atrapáramos. Quería llegar al auto.
–¡Esto es inaudito, Vignac! –ahora podían hablar frente a frente, y bajando su arma, le advirtió–. La policía debe estar por llegar.
–Lo dudo –repuso Vignac con calma. Le explicó que su gente había cortado la línea con un ingenioso aparatito que evitaba que se comunicara la alarma. Alzó los ojos a la fachada y comentó–. Supongo que no quiere involucrar a su... familia en este asunto.
La luz se había encendido en el primer piso. Lucas se pasó la manga por la frente sudorosa. Pero sus tías no saldrían afuera. Al escuchar el primer tiro habrían ido al ala de servicio a despertar al jardinero y la cocinera, y los cuatro debían estar escuchando tras una cortina del comedor o de la biblioteca.
–Quédese adentro tranquilo mientras nosotros la buscamos –continuó Vignac, haciendo señas al resto para que rodearan el parque.
Había perdido la apuesta, o tal vez sólo llegó demasiado tarde.
Lucas no pensaba mantener la calma: cuando le dio la espalda y empezó a caminar lentamente, se abalanzó sobre él para hacerlo girar y darle un buen golpe en la cara. Pero apenas lo tocó, sus músculos se aflojaron y Vignac se lo sacudió de encima como si fuera un muñeco de trapo. Lucas se encontró sentado en el piso, trató de levantarse y darle otro golpe. De nuevo, Vignac lo esquivó fácilmente: su puño siguió de largo como si no pudiera enfocar la vista en su blanco. Escuchó su risa hueca.
–Quieto, doctor Massei. No se esfuerce, estoy protegido contra Ud.
Lucas se pasó la mano por el pecho, le quemaba la piel. Los signos, el maleficio de Silvia, ¿qué relación tenían con este hombre? Estaba metido en una locura, y esa gente era peligrosa. Necesitaba ayuda. Con gran esfuerzo, se levantó y salió corriendo a los tropezones hacia el establo. Había dejado su celular en el asiento de la 4x4. ¡No tenía las llaves!, recordó. Había una pequeña rendija abierta en la ventanilla: se colgó del vidrio logrando que bajara unos milímetros más y después trató de hacer pasar su brazo.
Quedó helado. Un grito agudo quebró el silencio de la noche. Miró por encima del hombro –estaba solo–. Enseguida creyó oír una carrera –Vignac y los otros internándose entre las hojas secas, quebrando ramas a su paso–. Lucas empujó su brazo, lubricado por la transpiración, y logró enganchar el botón. Abrió la puerta de un tirón, tomó el teléfono, y empezó a marcar mientras corría de vuelta a la casa. No tenía batería, la llamada se cortó.
En la puerta, dudó. Lo más sensato era entrar, encerrarse y calmar a sus tías. En cambio, recogió la escopeta y se internó en el jardín, recorriendo los senderos familiares sin necesidad de ver el camino, hasta tropezar con un bulto.
Frenó con el corazón en la boca y fijó la vista en el cuerpo tirado en medio de los rosales. Aliviado, se dio cuenta de que era un perro –se había olvidado de ellos–. Estaba drogado, por eso no habían ladrado. Más adelante encontró a otro junto a un árbol y luego casi se da de frente contra un vehículo, oculto a metros del camino. Jadeante, llegó al claro donde un gran pino había caído en una tormenta cuando era pequeño y la tierra había rellenado el tronco formando una loma, ahora cubierta de hierba, y del otro lado una hondonada. Se sentía aprensivo, había mucha calma. No escuchaba pasos ni voces, ni silbidos o grillos, apenas la brisa entre las ramas. Un escalofrío recorrió su afiebrada piel: sintió que lo observaban.
Aguzó la vista y deseando tener una linterna, se fue acercando hacia la sombra agazapada bajo un árbol, apoyando la culata del arma en su cadera para estar listo.
Era el hombre que le disparó a Lina. Sentado contra un tronco lo miraba con ojos redondos, la boca entreabierta, los brazos laxos cerca del arma que había caído de sus dedos antes de que atinara a usarla, sorprendido por una muerte súbita. –Era el segundo cadáver que veía de cerca en un mes. Aunque había sido estudiante de medicina, él era psiquiatra, la muerte no entraba dentro de sus expectativas–. Quiso saber qué lo había matado, así que lo volteó tirando del cuello de su chaqueta negra, pero al ver la herida se apartó de un salto. Aparte de un pedazo de cráneo aplastado donde los mechones de pelo se pegoteaban en los sesos, tenía un desgarro en el cuello que explicaba su temprana lividez.

 –¡Tano! ¿Quién gritó? –susurró Vignac con urgencia, al alcanzar a su hombre cerca de un arroyo.
–Eh... –el hombre bajo y fornido, giró los ojos, turbado, y confesó– fui yo. Era Puma. Está muerto. Yo... la vi –el Tano miró en torno, y hacia la copa de los árboles, como si esperara que la mujer le cayera volando del cielo.

De repente Lucas se halló en el corazón del bosque, donde la maleza cubría el suelo, y hacía imposible que anduvieran a oscuras sin tropezar. Usando instintivamente los senderos, había llegado en la mitad de tiempo que los demás, incluso adelantando a Vignac, que venía siguiendo las huellas de un pie pequeño marcadas en el barro cerca de la cañada. Tenía miedo de que alguien le disparara, a propósito o por error, así que se pegó a un tronco grueso y lo rodeó lentamente. Entonces la vio saltar desde una rama, ágil como un felino, sutil como una sombra, cayó junto a un hombre y lo derribó de un golpe. Apenas emitió un gemido. Después, otro intruso salió al cruce y disparó su arma. Lina escuchó el silbido al volverse, esquivó un dardo, de un salto lo alcanzó y le arrebató el rifle. Ya la había visto en acción, pero volvió a quedar estupefacto al descubrir que había noqueado a dos tipos grandes y armados.
La mujer se agachó sobre el hombre inconsciente y sacando de la cintura el cuchillo de caza que le había quitado al muerto, luego que sufrió ese accidente contra el árbol, tomó su brazo, le hizo un corte en la muñeca y se la puso en la boca. Apretado contra el tronco, Lucas contuvo el aliento, estrujando los puños, al punto que un sudor frío le caía por el cuello. No podía quitar los ojos de la figura que succionaba con fruición y apuro la sangre de la víctima.
Súbitamente ella soltó su presa, se limpió la boca con el dorso de la mano y se volvió hacia él con el ceño fruncido:
–¿Qué hace aquí, doctor? –susurró. Lucas miró a los dos hombres y ella aclaró–. Están apenas desmayados –con pasos elásticos, que no producían el menor ruido, se acercó a él, los ojos brillantes, las narinas resoplantes como una fiera, las mejillas rosadas de excitación. Musitó–. Ahí vienen.
Intentó guiarlo del brazo pero él no pensaba seguirla después de la bestialidad que había presenciado. Lina ladeó la cabeza, curiosa, e insistió. Creyó oír una flecha. Los dardos tranquilizantes de un rifle de aire comprimido cruzaron el follaje y se incrustaron en la carne de la pareja.



Muñeco vudú


Massei escuchó voces antes de poder abrir los ojos. Creyó estar en medio de una multitud. Le pareció que un foco potente hería sus párpados, pero al acostumbrarse al resplandor abrió los ojos y vio que se trataba de un par de vehículos. Estaba acostado en la pinocha, en medio del campo, con Lina a su lado, atada. Vignac estaba hablando por celular y el Tano los vigilaba con una jeringa en la mano. Sentada en la camioneta abierta, una mujer los miraba con disgusto.
Habían recogido a sus compañeros, incluso al muerto, y los habían guardado en la camioneta. Tuvieron la suerte de partir un minuto antes de que llegara la policía. El jardinero tenía celular y las dueñas de la mansión habían podido pedir ayuda con él.
Vignac estaba histérico pero Lucas no llegaba a entender lo que decía; terminó la llamada y le dijo algo a la médium. Esta se les acercó con un gesto siniestro. Llevaba en las manos un muñeco de cera, tan apretado que le escurría aceite entre los dedos calientes. El Tano se levantó y Lucas sintió un malestar en el cuerpo, una náusea incómoda.
Salvo por el muñeco vudú, la mujer parecía una inocente ama de casa. De pronto, entró en trance, y puso los ojos en blanco, poniéndole la piel de gallina. Lucas trató de moverse, pero no logró hacerlo. La mujer empezó a murmurar por lo bajo, haciendo eco del cántico que entonaban en el cuarto oscuro, lleno de humo, frente al hospital.
–Alguien con verdadero poder chamán, mágico, colocó un hechizo sobre este hombre –le explicó Vignac al aturdido mercenario, que se había apartado de la escena asustado–. El doctor viene de una familia respetable, y recién invadimos su propiedad. Así que para librarnos de la policía, le vamos a echar la culpa de todo. Se lo debo a una persona, y la única forma de salir limpios es que lo encuentren metido hasta el cuello en mierda –aunque preferiría consumar su venganza con sus propias manos, se dijo Vignac.
Lucas se vio sosteniendo un machete y una voz en su cabeza le decía: húndeselo en el corazón, es un vampiro. Aferró el mango y lo alzó por encima del cuerpo desmayado de su paciente. ¿Odiaba a esa mujer como para matarla? No, no le agradaba mucho, antes desconfiaba, y ahora tenía la certeza de que podía ser una psicópata, pero... ¿no era médico, salvaba vidas, curaba? Aunque para proteger a los demás, esa peligrosa mujer debía ser eliminada. Titubeó apenas un segundo y luego abatió la hoja sobre su pecho.
Parpadeó, asombrado. Algo lo detenía en su intento. Lina había abierto los ojos y en el acto clavó un pie en su tórax antes de que el filo mortal le cayera encima.
–¿Cómo? –exclamó el Tano, porque le había puesto tranquilizantes como para tumbar a un buey.
–Tengo un metabolismo rápido –replicó ella, empujando al doctor de una patada y saltando para ponerse en pie–. Hace rato que los estoy escuchando...
Aunque tenía las manos esposadas en la espalda, el Tano y aun Vignac dudaron antes de atacarla, tanta energía rebozaba. La única que no flaqueó y siguió impasible fue la médium. Lucas se abalanzó nuevamente sobre Lina, el machete zumbando al cortar el aire, y los otros huyeron de su trayectoria. Ella retrocedió de un salto, giró al tiempo que él hundía el metal en su espalda, y se corrió apenas lo suficiente para que le cortara las ataduras. Liberada, se volvió y atajó su antebrazo, apretando hasta que arrojó el machete al suelo.
Desorientado, Lucas sintió que alguien lo alzaba, y flotaba. De pronto, estaba en el techo de un vehículo, desfallecido. ¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Qué hacía ahí?
–¡Quieta o lo mato! –gritó Vignac, y Lina soltó al mercenario que había atrapado del cuello.
Había pensado en deshacerse de la basura antes de dedicarse a su enemigo. Pero Vignac tenía el muñeco de cera en la mano y amenazaba romperlo. ¿Tendría algún efecto en Massei? Trató de recordar las cosas que le contaba su padre. No sabía nada de vudú. ¿Sería verdad? Vignac sonreía, complacido. De pronto, Lina cambió de expresión y decidió atacar de todos modos. Él deshechó el muñeco y empuñó su pistola. Ella lo esquivó a la vez que el aire explotaba en disparos. Las balas agujerearon la camioneta, rompieron un farol. Lina saltó a la Combi, tomó al doctor y se sumergieron en la oscuridad. Vignac fue tras ella, disparando al azar hasta vaciar el cargador.
–Es un demonio –murmuró el Tano, pasmado y decidido a renunciar a este trabajo en cuanto volvieran a la ciudad.
Veía pasar las ramas y las estrellas como borrones blancos y negros. Lina lo llevaba recargado en sus hombros, él trataba de hacer responder a sus torpes pies. Pronto pudo respirar libremente y su mente se aclaró. Comenzó a sentir el aire helado de la madrugada y el perfume limpio de los pinos. ¿Dónde se habían ido los asaltantes, y la bruja sin ojos?
–Déjame... –susurró con una voz ronca como si hubiera bebido. Tiritó, cansado, y Lina lo dejó sentarse en una roca hasta que se recompusiera–. ¿Dónde estamos? –la miró, estaba extrañamente fresca, animada.
–No me pongas esa mirada, doctor. Ves que puedo defenderme sola. ¿Por qué no te quedaste en la casa? Ya estaría lejos...
–¿Si no me entrometo? Perdón, pensé que era injusto que cinco hombres armados persiguieran a una mujer –dijo Lucas con ironía, odiándola por el dolor de cabeza que tenía–. Además, te dejaste atrapar.
–Fue para no dejarlo solo... –replicó ella enfadada, y al instante se arrepintió de sus palabras que parecían traicionar un interés en su bienestar que no sentía.
Tarant siempre mantenía a su familia en un círculo cerrado de amistades. Hablaba de la sangre, de la tradición, del orgullo de su raza, le advertía que no se mezclara con los simples mortales. Vivía como una pequeña princesa con su padre y un puñado de sirvientes obsequiosos, en una casa ostentosa que subrayaba su linaje, su modo de vida. Luego vino la madrastra, y ella se alegró de tener a una mujer que le enseñara a divertirse, porque Diana era simpática, volátil, vana, presuntuosa, y daba toda la impresión de alguien que sabe pasarla bien.
Se estaba poniendo muy malcriada e insensible, y creía que así agradaba a Tarant, por eso se sorprendió el día que su padre trajo a Dimitri, un niño de la calle que recogió en alguna ciudad del este, y le encomendó que lo cuidara. Mucho tiempo después, su hermano le contó cómo se habían conocido. Impresionado por la apariencia distinguida de Tarant y pensando en alguna recompensa, le había devuelto su billetera, que contenía un importante papel, luego de recuperarla de uno de sus compañeros de pandilla. No se imaginaba que ese señor lo iba a adoptar y llevar al seno del lujo y las comodidades de su propia familia. Lina entendió un poco el carácter de su padre, altivo como pocos al mismo tiempo que predicaba la gratitud y la reciprocidad, con todos.
–Lo siento –Lucas la sacó del recuerdo.
El sabor de la sangre los hacía tan presentes, casi podía tocarlos, olerlos.
Ahora Massei podía caminar solo, tenía la voz clara y preocupada: –Yo... casi te mato. No sabía lo que hacía.
–¡Ah, eso! –Lina se lo tomó a la ligera.
Lucas se detuvo para encararla. Estaban al borde de la carretera solitaria.
–En serio. Tú... realmente, podías dejarme allá, y me ayudaste. Gracias.
–Es que... es la persona que me dio asilo en su casa, y me protegió aun cuando creía que estaba loca –Lina hizo una pausa y agregó–. Ahora que viste todo esto...
–No me preguntes si creo, estoy muy cansado para pensar. La noche fue muy larga.
Los policías, de vuelta de la mansión De Bouche, se asombraron al ubicar a los desaparecidos en medio del camino, y los devolvieron a la casa. Sus tías habían hablado de un intento de robo, y los agentes comprobaron el corte de la alarma. Lucas confirmó todo y dejó para mañana las explicaciones. Aunque su espalda encorvada y extrema palidez daban cuenta de su tremenda fatiga mental y física, no pudo encontrar descanso en su cama. Cuando el cielo anaranjado anunciaba el fin de la noche, Lina cerraba los ojos con satisfacción y los demás dormían profundamente luego de la imprevista conmoción, mientras él paseaba por su habitación, lleno de dudas y temores.



Mala fama


–Podría retorcerle el cuello al ministro de salud por certificar a cualquiera –estaba vociferando el Dr. Avakian, de forma que en el pasillo todos podían oír si querían su conversación confidencial con la contadora–. Pensar que esa mujer estuvo trabajando con nosotros casi dos años... ¡Tanto tiempo esperando dar el golpe! ¡Todo por dejar mal parado a Massei! ¡Es increíble, Liliana!
–Y lo peor del caso es que no podemos hacer nada. Su conducta es tal que el juez aceptó la alegación de locura y ahora Ceballos reacciona con esta acusación. Pobre Lucas...
–No me gustan nada las coincidencias –murmuró Avakian, revolviendo en su mente sus sospechas. Justo cuando se pusieron a investigar quién era Deirdre, el abogado de la Dra. Llorente sacó de la manga cargos de acoso y difamación contra Massei, al tiempo que un diario cuenta una versión en la que este se había acostado con la psiquiatra, y en un arrebato ella se había prendido fuego–. Esto va a destruir su carrera, aunque yo no creo una letra y todos lo vamos a defender. Supongo que a la Fundación Crisol sí le preocupará toda esta mala publicidad.
–La Fundación no lo va a dejar ir –afirmó Dexler y con esto dio por concluida la charla, dejando al doctor Avakian alternativamente pensativo y rabioso.
El propio Lucas se había tomado una licencia antes de que los abogados se lo sugirieran. Le molestaban los rumores pero lo que más le fastidiaba era tener que dejar su trabajo.
Vignac estaba desayunando en un café en la esquina del hotel, sonriendo al leer un artículo bastante escandaloso sobre el Dr. Massei: sexo, sectas y homicidios ocultos en una clínica privada. Al levantar la vista de su diario descubrió a un joven rubio, que lo impresionó por su rostro angelical y porque lo estaba observando directamente, parado en medio del salón, esperando para abordarlo. El hombre respondió con una sonrisa socarrona y avanzó con paso gimnástico, extendiéndole la mano. Vignac la estrechó y, recuperado de la sorpresa, esperó que el otro se explicara.
–Soy Helio Fernández –el acento se lo debía a alguna provincia de España–. ¿Ud. pertenece a los de Vignac, no es así? –el otro no asintió porque obviamente el joven sabía con quién estaba hablando–. Sr. Montague... ¿podría ponerme al tanto de qué clase de trato ha hecho con mi prima, la Dra. Silvia Llorente?
Vignac lo inspeccionó, tratando de clasificarlo. No podía tener más de treinta años, alto, atlético, su mano se había sentido huesuda y tibia, tenía una voz educada y una expresión afable que podía esconder muchos misterios. Sus ojos celestes no dejaban de moverse al hablar, y con esos rizos rubios que rodeaban su bello rostro no dejaba de atraer la atención de todas las mujeres del local. Después de un rato de charla, se convenció de que sus credenciales eran ciertas y lo invitó a su hotel, donde podía ponerlo al tanto de sus intenciones con más privacidad que en el café.
En apariencia muy interesado en todo lo que oía, Fernández se inclinó sobre la foto de Lina, pero al captar la mirada de Vignac paseó sus móviles ojos por los otros papeles, la confesión, pruebas de ADN, ampliaciones de histología de distintos tejidos. Aunque reticente en cuanto involucraba a su prima, prometió ayudar.
–Si se trata de luchar contra una fuerza oscura, estoy de su lado –afirmó sonriente–. Estaba pensando que mi familia puede colaborar sacando a la Tarant del país, tenemos un carguero que llega pronto, y a cambio, Ud. seguiría con el plan para dejar a Massei mal parado.


Lina se había mudado a su apartamento del centro, dejando de lado toda precaución e intento de evitar a su acosador. La vida nocturna revivía en ella minuto a minuto desde que probó en el bosque, casi sin querer, el gusto de la sangre. Una fuerza apasionada iba envolviendo su cuerpo, y al mismo tiempo subsidía la insoportable ansiedad que la había carcomido en la clínica, encerrada entre cuatro paredes mientras la noche, irresistible, la llamaba. La paciente Chabaneix se parecía a la criatura que entró en el club nocturno Venus como una pintura a su original de carne y hueso.
Se acercó a la barra; el barman la conocía como Rina. Le preguntó si volvía al show.
En los dos meses que se había apartado, el panorama había cambiado. No tardó en reconocer las señales de que una colonia de su gente se había establecido en la ciudad. Un par de establecimientos del centro se habían acondicionado para sus hábitos. El Venus era uno de los clubes donde podían reunirse y buscar víctimas. Estaba cerca de un hotel de baja categoría, del cual se olía la sangre desde la calle. Una pareja de tipo nórdico, abrazados en un rincón, la miraban fijamente a través de la luz negra y los cuerpos danzantes.
Lina salió y observó con ironía que un hombre alto que estaba fumando, se despegaba del muro y la seguía. Los espías de Vignac no la dejaban un minuto. Eso no le preocupaba, podía librarse de ellos cuando quisiera.
–¿Que no me vas a acompañar? –protestó Lucas enojado.
La había ido a despertar a las nueve de la mañana, y despegando con dificultad la cabeza de la almohada, lo recibió. El abogado Ceballos había pedido una cita con la junta directiva de Santa Rita, a fin de presentar testigos que mostrarían el carácter dudoso del psiquiatra. Amenazaba presentar la misma teoría en la audiencia de Silvia ante el juez. También que Massei huyó con una paciente y la mantenía en su casa.
–¿No ves que es una trampa de Vignac? –replicó Lina, reclinada en el sofá con el aspecto de alguien que pasó una noche movida–. Tus enemigos de algún modo se unieron con los míos. Deja que todo se tranquilice –le aconsejó–. Necesitas hacerlo de forma legal, mantener tu posición e insistir en que la bruja de la historia es la Dra. Llorente. Por eso no puedes mezclarme a mí en público... No nos haríamos ningún favor.
Lucas inclinó la cabeza, medio convencido. Su interés profesional retornó, no le gustaba que Lina estuviera retrocediendo, involucrándose en la vida nocturna, con un set de gente que alimentaba sus fantasías. Él también se estaba replegando en una explicación racional de lo que le había pasado. Después de todo, tenía la historia clínica de Carolina Chabaneix y por todos lados decía solamente humana. La puerta del dormitorio se abrió de golpe y un muchacho alto, medio dormido, su única prenda un boxer, caminó hacia el baño rascándose la cabeza. El psiquiatra se despidió en seguida, molesto porque ella ni siquiera pareció notar la interrupción.
En la vereda se detuvo a contestar una llamada, observando por el rabillo del ojo al vigilante que Lina le había mencionado, sentado al volante de un auto marrón. Lucas levantó una mano a modo de saludo, y se marchó, angustiado por haberse enredado en esta intriga. Acusaciones falsas, fanáticos religiosos, esbirros con pinta de matones. En comparación, el rostro simpático que lo esperaba para almorzar lo animó. Julia sonreía, tímida: recordaba lo tonta que se había comportado en su último encuentro. ¡Cómo deseaba saber si era verdad que se había llevado a Carolina a vivir con él... no podía creerlo cuando escuchó el chisme! Trató de sacar a relucir el tema con preguntas indirectas, pero Lucas estaba decidido a no pensar en sus problemas y pasar un rato agradable.
La acompañó hasta su apartamento y ella aprovechó su buen humor para invitarlo a subir a tomar otro café, con la excusa de prestarle un CD de Rita Lee del que habían estado hablando. Al recibir de sus manos la taza, Lucas se sorprendió: nunca se había fijado en lo bonita que era y ella no parecía mirarlo con malos ojos... El celular los interrumpió. Liliana Dexler quería que fuera con urgencia a su despacho.
–Oh... Espero que no sea nada –se lamentó Julia, tragándose su desilusión.
–Gracias por tu apoyo... –respondió él, presionando la mano sobre su hombro y acercando su rostro para despedirse con un beso en la mejilla. De pronto, se sobresaltó, su tono de voz había salido más ronco y bajo de lo normal, traicionando una cierta emoción. Agregó con ligereza–. Y por el café. Nos vemos pronto, cuídate.
Sus palabras fueron tiernas; no hay de qué asombrarse si Julia se dejó llevar por la esperanza, flotando de alegría por unos cuantos minutos. En cuanto a Lucas, la paz que había logrado conquistar se congeló al notar que el auto marrón lo había seguido. Por eso llegó con el ceño fruncido a la oficina, ubicada en un piso alto de una torre de cristal en el centro, y se sintió incómodo, en contraste con el risueño Helio, quien estaba charlando animadamente con la contadora Dexler.
Helio observó al hombre que consideraba su rival. La vanidad era su pecado: no soportaba que lo superaran en belleza y encanto, por eso sintió alivió al ver su rostro cansado y la espalda vencida. Lucas se dejó caer en el sillón de cuero y escuchó:
–El señor Fernández quiere preservar a su prima, por supuesto, de una posible condena –resumió Liliana Dexler, que parecía satisfecha con el español–, y que sea trasladada a una clínica privada.
–Así es... –retomó Helio, reclinado contra el escritorio mientras Liliana lo rodeaba para sentarse junto a Lucas–. Entiendo que nuestro abogado ha jugado duro, pero no es mi intención convertir esto en una guerra después de... los errores que ha cometido la pobre Silvia.
Concluyó con un gesto, dando a entender que estaba medio loca. Lucas asintió con la cabeza y, gravemente, prometió pensar si debía retirar los cargos contra ella.
Helio creía tenerlo convencido, su sonrisa era más de satisfacción consigo mismo que de buena voluntad, pero cuando estaba a punto de marcharse Lucas le preguntó, como si se le ocurriera en ese momento:
–A propósito, ¿Ud. conoce al señor Vignac?
Helio retiró la mano con la que lo había saludado y el otro creyó percibir que se crispaba en el aire, pero en seguida replicó:
–N... no lo creo.
Una vez se hubo marchado, Liliana lo reprendió por su sospecha, le dijo que no desperdiciara su buena suerte y que se librara pronto del lío, aunque Silvia quedara suelta.
–¿Qué te importa? Ella volverá a España, deja que se la lleven. No eres rencoroso...
Al salir, Lucas chequeó el tránsito pero no divisó el auto marrón por ningún lado. Suspiró, creyendo que habían desistido.
Después de fijarse en el elegante edificio de oficinas, su acosador había seguido de largo y se detuvo en una calle estrecha, a la puerta de un café. Alguien lo esperaba, leyendo el diario bajo el toldo verde. Al acercarse, dejó el periódico en la mesita destartalada y levantó los ojos por encima de sus lentes negros. El hombre dudó si sentarse o no, pero no había nada en ese rostro duro, implacable, que invitara a hacerlo, mientras le daba un informe detallado de lo que había visto. Cuando acabó, el otro asintió y le pasó un sobre grueso con dinero, ordenándole que le buscara un buen alojamiento.
Julia se acercó a la ventana de su apartamento. La noche era oscura y corría un viento helado. Le pareció que desde la vereda de enfrente una figura se volvía a mirarla, y en respuesta se retiró del vidrio. Aun cuando corrió la cortina, la lámpara arrojaba una cálida luz ámbar que destacaba su silueta moviéndose por el piso. Durante casi una hora, el hombre alto, envuelto en un chaquetón beige, no se movió. Siguió absorto sus ocupaciones domésticas hasta que terminó por irse a dormir. Recién entonces, sus labios sensuales esbozaron una sonrisa y se alejó, caminando pausadamente.



Venus


Helio había congelado su rostro en una sonrisa, mientras su mente vagaba imaginando a la joven que tantas ganas tenía de conocer y había esperado encontrar en esa reunión, y de a ratos prestaba atención a lo que sucedía alrededor. La junta directiva de Crisol estaba compuesta por diez respetables ciudadanos, seis hombres de traje, pelo canoso y grave semblante, cuatro mujeres generosas y atentas. Ceballos se había adueñado de un extremo de la robusta mesa de madera ovalada, en tanto Helio, representando a Silvia, permaneció hundido en el mullido sillón mientras el abogado discutía acaloradamente. En butacas alejadas del centro de la habitación, una paciente acompañada del Dr. Avakian y una pariente, esperaba con la cabeza gacha. En la pared opuesta, Lucas y su abogado escuchaban en reserva. El psiquiatra estaba terriblemente pálido y Helio notó sus nudillos blancos aferrando con fuerza el brazo de su silla.
La descompostura de Massei se debía a la presencia de Vignac en la sala. Ceballos lo había presentado como un asesor contratado por la familia. Fiel a su papel conciliador, Helio ni siquiera le dirigió una mirada al erudito. Massei intervino para solicitar que el abogado probara su acusación de que convivía con una paciente. Helio lo miró y esbozó una ligera sonrisa de aprobación. ¿Por qué no había venido esa mujer a verificar su palabra? ¿Tenía miedo de Vignac? En su poder tenía una copia de los papeles del investigador, incluyendo su historia clínica. Vignac le había dicho que bajando su metabolismo al no consumir sangre por un tiempo, había engañado a los médicos, pasando por un tipo de anemia inexplicable, tal vez genética.
–¿Qué? –gritó el Dr. Massei, levantándose de un salto.
Helio volvió a prestar atención. El abogado lo estaba tratando de calmar, tirando de su manga para que volviera a tomar asiento. Avakian sacudía la cabeza, incrédulo, y Ana se removió en la silla, incómoda bajo la mirada inquisitiva de los miembros de la junta.
–Entre las diversas irregularidades que se han constatado –prosiguió Ceballos con un tono pedante que irritó a Lucas al notar la desconfianza en varios que le clavaron la mirada–, tengo testimonios que indican un intento de abuso sexual por parte del doctor...
–Chismes –murmuró Avakian entre dientes.
Lucas observaba a Vignac, convencido de que detrás de su presunta gravedad se estaba divirtiendo un montón. Le tocó el turno a Ana de hablar, aunque apenas encontraba coraje para abrir la boca ante toda esa gente. Comenzó en voz baja, diciendo que había venido por su propia voluntad y, con cierto acaloramiento, agregó que esos rumores no habían salido de ella. Queriendo salvarla de su posición, una mujer de la Fundación preguntó al abogado si tenía a mano el testimonio.
–La persona que me contactó no desea hacer público su nombre, por temor a represalias en su trabajo –replicó Ceballos–. Lo que solicitamos es una investigación.
–De acuerdo –el presidente de la junta asintió solemne y mirando a Massei, que se había puesto rojo, declaró–. No vamos a dejar el asunto sin un seguimiento adecuado.
–Un momento –interrumpió Helio, parándose junto a Ceballos–. Creo que mi abogado ha ido un poco lejos en su intento de defender los intereses de mi prima, que como Uds. saben, no se encuentra en una condición mental... racional. Sólo pedimos que se le de la posibilidad de tener el tratamiento que necesita, sabemos que es un peligro para sí misma, y ya no va a ejercer. Que no se la acuse de otra cosa que... su manía con los ritos mágicos que el Sr. Vignac les ha explicado. Mi familia está dispuesta a indemnizar a los pacientes que hayan sido objeto de negligencia, así como al Dr. Massei.
El español le dirigió una mirada franca que desarmó a Lucas, conmovido luego de lo que había pasado en esa mañana tétrica de lunes. Asintió sin saber lo que pasaba alrededor.
En la vereda, suspiró, alzando los ojos al cielo nublado que se reflejaba en los cristales celestes del edificio. Una presencia lo inquietó. Materializándose a su lado como un fantasma, Lina le tocó el brazo. Al mismo tiempo se abrió la puerta del hall y se les unieron Helio y Vignac, quien exclamó con una risa irónica:
–¡Ja! ¡Miren lo que tenemos aquí! ¿Saliendo a la luz del sol, Niobe?
Lina se sobresaltó, aunque había supuesto que estaría allí.
–Si las cucarachas como tú salen de día, yo también puedo hacerlo –replicó con un desdén insuperable. Llevaba un pañuelo de seda que le cubría el espeso cabello sedoso, lentes de sol, y un traje sastre ajustado. Helio admiró su silueta compacta y ella le devolvió la mirada–. Un pariente supongo... Hueles como ella.
Al escuchar esto, el joven se tragó el saludo que tenía en la punta de la lengua y por un segundo desapareció su sonrisa. Vignac arremetió:
–Uds. jóvenes se dejan impresionar por una mujer tentadora. ¿No ven que es solamente un efecto de las feromonas? Ella es una máquina fría, genéticamente preparada para atraerlos y cazarlos –Lina se encogió de hombros, él sacó de su ataché unas fotos y agregó, bajando la voz–. No crean que les hablo de leyendas y supersticiones sin sustento, sino de hechos. Aquí, hoy, entre nosotros. Miren de lo que son capaces estos monstruos...
Helio había tomado una foto blanco y negro de gran tamaño y Lucas la observaba de reojo, primero incrédulo y luego asustado por lo que sugería: un cuerpo tirado en la calle entre cajas de cartón, tapado por una manta blanca que dejaba ver su mano sucia.
Lo que habían visto los patrulleros al concurrir a esa llamada temprano les erizó los pelos: regueros de sangre se deslizaban por las grietas del asfalto hasta la alcantarilla. El cuerpo pálido yacía en la vereda, con la cabeza volcada por fuera del cordón y un brazo extendido hacia ellos, suplicante. Un policía miró en torno las ventanas cerradas de los edificios y casas, en el silencio del alba, tragando el aire húmedo y frío para contener la náusea. Se trataba de una joven rubia, con las raíces oscuras y ojos velados por la muerte, desnuda, toda cubierta de heridas, abierta como una flor roja. En poco rato tenían la calle cortada y el ruido de las voces, los motores y sirenas, hacía más soportable la escena. Los periodistas empezaron a llegar en camionetas y a cuchichear con los agentes que salían del cordón, tratando de obtener una buena toma, pero decente como para que pudiera ser utilizada.
El comisario ordenó que la cubrieran y el técnico que la estaba fotografiando le tiró encima un nilon blanco hasta que la levantaran del sitio para llevarla a la morgue.
A las siete y media, cuando bajaba camino al trabajo, Julia Stabiro se topó con un grupito conversando en la puerta de su edificio. El portero de al lado le estaba contando a dos vecinas lo que había sucedido en el barrio. La joven captó algunas palabras sueltas y se los quedó mirando sorprendida, pero siguió de largo porque iba apurada. Al llegar a la parada observó el movimiento en la siguiente bocacalle –unos policías cerraban las puertas de la camioneta blanca con su triste carga– y distraída, se dio contra un hombre de negro que también contemplaba la escena.
–¡Perdón! –exclamó Julia, alzando los ojos.
Se había dado contra un duro omóplato porque el otro le llevaba cabeza y media. También percibió un perfume sutil, delicioso, y tras un momento, contempló su rostro austero y unos ojos penetrantes, brillantes. Esperó, desconcertada por la dureza de su expresión, hasta que de pronto él aceptó su disculpa y su rostro se suavizó por la línea de una sonrisa. Julia sintió una bocina, volvió la cabeza, y se apartó avergonzada. Creía haber estado minutos hipnotizada como una tonta, derritiéndose bajo esa mirada masculina, presintiendo su calor corporal.
Cuando subió al ómnibus se olvidó del extraño y pensó en Lucas. Tenía que darle ánimos antes de la junta. Después de unas horas, le mandó un mensaje preguntando cómo estaba todo, que le llegó justo cuando el psiquiatra entraba al auto de Vignac:
–¡Ah! Ud. también viene –comentó sarcástico, mientras Lucas se acomodaba tras Helio Fernández.
Era un hotel pensión barato, con la fachada deteriorada y ningún cartel que lo anunciara. En el tercer piso, junto a la escalera, la puerta del pequeño apartamento estaba abierta y un gordito agente de civil deambulaba tomando notas, observando las paredes mugrientas, el sofá destartalado. La ventana que no cerraba bien le permitía escuchar el tránsito a lo lejos. Tan absorto en sus pensamientos, se sobresaltó al darse cuenta que no estaba solo:
–¿Eh... con quién viene, Profesor Montague? –exclamó Gómez, estrechando su mano.
Vignac los presentó simplemente por sus nombres sin dar explicaciones, y pasó a observar el dormitorio, donde se hallaba la masacre. Un chorro de sangre decoraba la pared frontal, con origen en la cama revuelta, salpicada de gotas oscuras. Asintió y se volvió hacia el policía, que contó: –Está en la morgue, pero vea las fotos. Lo mismo que esta mañana... Este era un hombre blanco, las mismas heridas o... mordeduras como dice Ud.
–Pero no es la obra del mismo asesino.
Gómez protestó, Helio y Lucas miraban callados. Vignac agregó: –Ya se darán cuenta si sacan el molde de las heridas. La joven estaba triturada, como si usaran un pedazo de vidrio o algo cortante para abrirla desesperados. La mordisquearon en su ansia. Este hombre debe haber sufrido una dentellada precisa. Seguramente veremos distintas marcas. Además, el sexo es importante.
–¿Murió desangrado por la mordida? –quiso confirmar Helio, sintiendo un escalofrío.
–No –repuso Lucas. La cantidad de sangre en la habitación aunque impresionante era poca.
Había sido tomada por el asesino, como sucedió con Rodrigo Prassio. Desconfiaba del español, por su prima, y del otro, pero también tenía miedo por haber dejado suelta a Carolina Chabaneix, ahora que no podía dudar de sus ojos.
–Los dos crímenes ocurrieron muy cerca de un club nocturno que frecuenta nuestra amiga –Vignac clavó sus ojos en Massei y luego agregó–. Inspector, supongo que debe investigar si este hombre estuvo en el Venus.
El conserje no mostraba mucho la cara a sus huéspedes, tal vez por su parecido a una rata con los dientes separados y amarillos. El joven occiso había pagado el cuarto la noche anterior, nunca antes lo había visto, no sabía quién lo acompañaba, nadie más había salido.
–Debo explicarles que los mitos que han oído sobre los vampiros son un montón de idioteces románticas, algunas propagadas por ellos mismos –concluyó Vignac cuando estuvieron de vuelta en la calle, libres del tufo del interior–. No los espanta el ajo, ni el agua bendita, ni las cruces. No es necesaria la estaca aunque sí se curan con rapidez, así que hay que herirlos contundentemente. Están entre nosotros, aun a la luz del sol. Son cazadores peligrosos, en grupo o solitarios, asesinos psicópatas, sin respeto por la raza humana. Ud. desea permanecer ignorante, doctor Massei, pretende no creer lo que ha visto en estos meses..
–Y lo que me ha hecho Ud. señor Vignac... –musitó Lucas viendo sus ojos brillantes, su rostro enrojecido por la vehemencia con que habló–. ¿Qué quiere de mí?
–Lo siento. Me dejé llevar por la rabia y el deseo de vengarme y Ud. estaba en mi camino. Pero ahora veo en su rostro que también le aterran estos crímenes y está dispuesto a hacer lo correcto…

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